En el “Sueño Eterno” el general Sternwood decide contratar a Philip Marlowe (Humphrey Bogart) para resolver un turbio asunto relacionado con sus hijas. El cliente recibe al detective privado en un invernadero, cuyo efecto calorífico eleva la temperatura de la conversación calentada por el combustible de un buen brandy, y oscurecida por humo de los cigarrillos que el enfermo cliente de Malow ya no puede fumar. Allí le expone una misión relacionada con resolver un chantaje, pero a medida que avanza la investigación la trama se complica hacia vericuetos insospechados. Las evidencias conducen a Marlowe hacía los cabecillas de la siniestra red que ha atrapado a las hijas del general, dónde casi nada es lo que parece en una frontera donde las diferencias entre buenos y malos se diluye, como pasa en la información sobre el cambio climático. El reciente nuevo fiasco de la última COP (Conferencia de las Partes), celebrada en Sharm El Sheij, evidencia la falta de voluntad para avanzar en la resolución del caso, que supone reducir las emisiones de efecto invernadero, y no precisamente las que se generaban en el receptáculo del general Sternwood.
La gran cumbre anual de cambio climático, celebrada este año en noviembre, no ha supuesto ningún avance en la descarbonización de la economía. En palabras de Fernando Valladares, investigador del CSIC y premio Jaume I de Medio Ambiente, tras hacerse público el texto aprobado en Egipto ha expresado que: “la distancia entre dónde estamos y dónde deberíamos estar es mayor que nunca”. El acuerdo de esta última cumbre del clima, y ya van 27, ni siquiera hace referencia a la necesidad expresa de eliminar los combustibles fósiles, dentro del camino señalado en el Acuerdo de París, en la COP 26, para evitar que la temperatura media del planeta aumente 1,5º respecto a la era preindustrial. Superar esa marca, un hecho que parece inevitable en pocos años, es considerada por la ciencia un punto de no retorno.
Dentro de la siempre intrincada diplomacia climática, Europa ha sido la única de las partes de esta COP que ha recordado la necesidad de hacer algo por la mitigación de las emisiones, pero no ha habido compromisos ni siquiera intenciones, sólo se ha recordado el objetivo aunque sin aclarar como conseguirlo. Posiblemente, en esta indecisión ha influido la presencia física en los pasillos de la cumbre de representantes de los mayores grupos de presión de los combustibles fósiles. Una paradoja climática que muestra cómo las empresas más contaminantes lavan su cara y sus manos a costa de patrocinar cualquier proyecto con aspecto verde, que ayude a blanquear sus negocios que precisamente están en el origen de todo el problema climático. Ahora se llama “greenwashing”, Philip Marlowe lo hubiera llamado de otra manera...
Así las cosas, y prácticamente abandonada la senda de la mitigación, la COP 27 ha incluido en su acuerdo final un importante fondo especial para cubrir los daños que sufren los países más vulnerables, que suelen ser los que tienen menos recursos. Desde el principio de las COPs, e incluso antes, esta reclamación de justicia climática se expone en cada cumbre sin concretar quien y cómo debe pagar. En la cumbre Copenhague, en 2009, se acordó una cifra de 100.000 millones de dólares anuales que entregarían los ricos a los pobres, pero la entrega sigue pendiente porque una vez más no hay acuerdo en definir quienes son los pagadores y quienes los receptores.
De acuerdo con la clasificación de la ONU de “países en desarrollo y desarrollados” respecto a 1992, dos de las economías mas pujantes y contaminantes del mundo en el presente, China y la India, podrían reclamar estar entre los países compensados por “desajustes históricos” del pasado. Un nuevo circulo vicioso a costa del dinero que debería paliar los dramáticos efectos del cambio climático, cuyo mecanismo de reparto se ha postergado, una vez más, a una próxima reunión. Todo ello en medio de una guerra con duros efectos energéticos y la ausencia de Rusia en las negociaciones, dentro de una geopolítica climática que ha cambiado mucho desde el inicio de las COP.
El origen de estas cumbres climáticas está en la llamada “Cumbre de la Tierra”, celebrada en 1992 en Rio de Janeiro. Allí, por primera vez 179 países se ponen de acuerdo en la necesidad de defender conjuntamente el medio ambiente. Ello permite la gestación de una agenda para reducir los efectos del calentamiento global, que incluya una reunión anual de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC). La ciencia advertía desde hacía tiempo que una única especie (la humana) había conseguido con sus actividades modificar el clima de la Tierra en apenes 150 años de desarrollo industrial, un hecho insólito en la larguísima y millonaria historia del planeta que ha experimentado otros cambios climáticos por diferentes procesos. El espíritu de consenso de la Cumbre de Río nació ya viciado por la ausencia de Estados Unidos, cuyo presidente, George Bush padre, rechazó subscribir el acuerdo porque no quería perjudicar a su economía.
La primera COP de cambio climático se reune en 1995 en Berlín y el primer gran hito se consigue con el Protocolo de Kioto, acordado en la ciudad japonesa del mismo nombre en 1997. Un texto que pretendía reducir un 5 por ciento el nivel de las emisiones antes de 2005 respecto a las niveles de 1990. Los complejos mecanismos de ratificación y cumplimiento dejaron en el aire el compromiso de los países más industrializados. Recuerdo mi primera información sobre cambio climático en 1999, cuando la COP del año se celebró en Bonn, dónde ya se escuchaban frases como “es tarde”, “no hay tiempo”, unas advertencias que continúan sin una respuesta decidida.
Pasan las COPs y los años, el nivel de emisiones continua creciendo y los efectos del cambio climático son cada vez más evidentes, con fenómenos extremos que afectan todos los mares y continentes, al mismo tiempo que el compromiso de Kioto caduca sin ser cumplido. La necesidad de un acuerdo global suscrito por todos los contaminantes llega finalmente en París en 2015, con Obama en la Casa Blanca y Putin instalado en el Kremlim. En aquella cita, donde tuve la oportunidad de estar, 195 países firmaron el acuerdo (entre los ellos los más contaminantes) y una ballena fabricada por maestros falleros valencianos fue instalada junto al río Sena.
El acuerdo de la COP21 establecía nuevas intenciones más ambiciosas, reconocía por unanimidad la necesidad de actuar pero, una vez más, no establecía reglas de obligado cumplimiento. Un buen resumen de aquel acuerdo histórico lo acuñó el periodista y ensayista George Monbiot en una sentencia célebre: “en comparación con lo que podría haber sido, es un milagro. Y en comparación con lo que debería haber sido, es un desastre”. Hasta el mundo del hampa, donde también se mueven los personajes de Bogart, tiene sus reglas establecidas pero no es el caso de la diplomacia climática donde todo es más oscuro y turbulento.
En 2016, en la COP 22 de Marrakech, supuestamente debía desarrollarse aquel acuerdo parisino para entrar en materia. Recuerdo una fría noche de invierno, durmiendo en un saco prestado en el patio de un abarrotado riad de la ciudad marroquí, lleno a rebosar con participantes de la cumbre. Nadie podía dormir y los móviles sacaban humo de la wifi para poder seguir en tiempo real los resultados de las elecciones presidenciales, que se estaban celebrando Estados Unidos. “Ganó Trump”, dijo alguien. La frase se extendió entre los periodistas y representantes de diversas organizaciones, la mayoría europeas, que estábamos allí mientras cundía el desánimos. Aquel giro hacia el medievo en la presidencia norteamericana detuvo en seco cualquier avance climático. De hecho el magnate de la mentira anunció que Estados Unidos abandonaría el Pacto de París, aunque técnicamente no pudo llegar a hacerlo.
Le siguieron más COPs en Bonn, Katowice, Madrid, Glasgow y finalmente Sharm El Sheikh. Egipto, en medio de un caos organizativo, ofreció para la Cumbre del Clima un complejo turístico construido a las orillas del mar Rojo, en la península del Sinaí encima del desierto. Por allí han pasado 40.000 asistentes, entre ellos 100 jefes de estado y de gobierno, durante 12 días + 1, contado el extra bonus dedicado a escenificar el acuerdo final. Cada vez más estas cumbres climáticas se parecen a una reunión de la FIFA, con muchos intereses a su alrededor y presiones de lobbies que poco tienen que ver con el futbol. Incluso Qatar tuvo su COP en 2012 en Doha, y la próxima, la COP28, está prevista que se celebra en Dubai, en los Emiratos Árabes, otra de las patrias de los combustibles fósiles y cuyo respeto a los derechos humanos no es un ejemplo precisamente para el mundo. Las paradojas y el lavado de imagen se acentúan mientras las sequías, el fuego y las tempestades son cada vez más virulentas.
A pesar de todo, es mejor que se hable que no hacer nada, y las COP, las cumbres internacionales, son el único foro posible donde alcanzar acuerdos globales sobre cómo afrontar el cambio climático. Sobre el terreno, la implantación de las energías renovables suponen una oportunidad para crear nuevas fuentes energéticas y de riqueza. Pero la velocidad no es suficientes para cumplir los objetivos de reducción de emisiones, que en el caso valenciano deberían llegar al 40% en 2030 respecto a los datos de 1990, para poder alcanzar la llamada “neutralidad climática” en 2050. La necesaria reconversión del modelo económico es una oportunidad para conseguir la autonomía energética en plena crisis mundial y, al mismo tiempo, crear empleo.
La Ley valenciana de cambio climático y transición ecológica, definitivamente aprobada el 24 de noviembre por les Corts, es un instrumento fundamental para conseguir estos objetivos. La norma establece una necesaria fiscalidad verde, con impuestos que ayuden a compensar las emisiones de gases de efecto invernadero y que afectarán a los vehículos contaminantes y las grandes superficies que generen movilidad, a partir de 2025. Calcular la huella de carbono y la huella hídrica de todas las instituciones públicas y privadas es otra medida clave, para evaluar el impacto de nuestras actividades. Las comunidades energéticas, por ejemplo, favorecen la iniciativa individual frente a la indecisión global. La implantación de las energías renovables se ve tremendamente ralentizada por la burocracia, y las oposiciones vecinales han paralizado decenas de proyectos de parques solares, a causa del impacto paisajístico que evidentemente es necesario evitar. Hay muchas sensibilidades que respetar, pero la emergencia climática requiere urgencia e imaginación para esa necesaria implantación de las fuentes renovables, porque el tiempo del mundo tal y lo hemos conocido hasta ahora se acaba.
Esta maraña de situaciones, personajes y sus intrincadas relaciones con el cambio climático recuerdan de lejos un sueño eterno que nunca acaba. Una pesadilla muy real, a diferencia de la obra maestra del cine negro dirigida por Howard Hawks, estrenada en 1946 a partir de la obra de Raymond Chandler y adaptada, entre otros guionistas, por William Faulkner. Mirando al pasado se pueden encontrar soluciones al terrible presente, dónde hace falta la fisicidad que Humphrey Bogart exhibía en todas sus películas, a la hora de enfrentarse a mafiosos y resolver los crímenes con contundencia. Y no desvelaré aquí el final de la película pero, sin duda, hace falta pasar a la acción. Ante el mundo que viene, me sirve bien para acabar una de las lapidarias frases de Philip Marlowe en El Sueño Eterno: “tantas armas en la ciudad y tan pocos cerebros.”
Fèlix Tena es periodista y miembro de la junta de APIA (Asociación de Periodistas de Información Ambiental).