VALÈNCIA. La vida da muchas vueltas, yo pensaba que tenía el heavy metal superado, que era un grato recuerdo de una época inolvidable pero sobre todo irrepetible, la adolescencia, y que ahí se iba a quedar. Escuchaba e investigaba música en las antípodas del metal desde hacía años, pero un día, trabajando hasta altas horas, decidí volver a pinchar un disco que llevaba diez años sin poner, el Mysteriis de Mayhem, un álbum que pillé año y medio después de que saliera y me volvió loco. ¿Y qué pasó? Volvió a pasar lo mismo, que volví a meterme hasta el cuello. En este momento, años después del regreso, escucho más metal al día que otra cosa. He regresado a todos los géneros y todas sus formas. No concibo poner otra cosa en los cascos cuando voy por la calle. Me ha vuelto a correr por las ventas. No tiene cura.
Además, afortunadamente, su prestigio sigue tirado en el suelo. Solo lo sostienen sus fans. No es un género que se haya prestado ahora a las coartadas ideológicas ni a los oportunismos peregrinos del saturado gremio de los estafadores de la opinión. El metal no tiene brillo, nadie se cuelga una medalla al escucharlo, no vas a ser mejor que nadie por seguirlo, no ofrece réditos. Lo único que se puede hacer con él es disfrutarlo. Solo sirve para pasárselo bien ¿no es maravilloso?
A mí me sirve de autoayuda, me da ganas de vivir. Solo con ver las fotos de los grupos o los fans de la época dorada ya me emociono. Las de estudio no valen nada, pero si vemos el resto, las de la calle, las de los grupos que empiezan, se parecen todas mucho. En ellas solo hay alegría. Es así como recuerdo los años en los que vivía entregado en cuerpo y alma al metal: alegres.
Y todas esas sensaciones me han vuelto al ver el excelente documental que ha lanzado Arte en su plataforma con motivo del Día Internacional del Heavy Metal, que se ha celebrado el pasado jueves 16 de mayo. Heavy Metal Kingdom, de Sophie Peyrard. Lo que en principio parecía que iba a ser un documental didáctico, que recorriera los orígenes y desarrollo del género, es decir, los clichés, resulta que es un estudio sencillo, pero profundo, que pulsa todas las teclas que son y, aunque sea de manera sintética, apenas dura una hora, enseña perfectamente lo que fue todo aquello.
Es francamente interesante, primero, porque lo aborda desde el origen del punk en Inglaterra. Describe un país devastado por la crisis del petróleo y la violencia no solo de la conflictividad laboral, también por Irlanda del Norte. En aquellas calles de barrios de mass housing, los chavales solo tenían un objetivo en mente: “Escapar de la vida cotidiana”, subraya. Brian Tatler de Diamond Head cuenta que era mecánico de coches y Biff Byford, de Saxon, minero.
Generalmente, estaban influenciados por los grandes grupos de los 70, pero en un momento en el que Led Zeppelin andaban ahogados en la drogadicción, Black Sabbath estaban en decadencia y Deep Purple se habían separado. Entonces llegó el punk y eso les sirvió, cuenta Paul Di’Anno, primer cantante de Iron Maiden, o Kim McAuliffe, de Girlschool, para atreverse a dar el paso de hacer lo que querían. Ese era el mensaje más importante y la verdadera esencia del punk. Aunque ahora lo que se reproduzca es un dress code y un canon musical, los primeros punks abogaban por lo contrario, por hacer cada uno lo que le diese la gana como le diese la gana. Era un movimiento antielitista, no una secta.
Así empezaron a surgir grupos de chavales cuyos nombres te tienen que ponen la piel de gallina cuando los cita el documental: Vardis, Diamond Head, Angel Witch, Praying Mantis… aparece un fragmento de Euthanasia de Tygers of Pang Tang con una calidad de imagen perfecta que es un gusto verlo. Sin embargo, nadie quería pincharlos y, por su aspecto, todos los miembros de esta escena eran despreciados. Les echaban de los bares.
Mientras la gente se sigue creyendo que hubo una conspiración gubernamental contra el rock duro en España en favor del punk y nueva ola de La Movida, podrá ver en este documental que en Inglaterra ocurría exactamente lo mismo. A la prensa especializada solo le interesaban grupos como los Clash y el rock duro lo despreciaban como género menor.
Tuvo que ser un DJ, entrevistado en el docu, Neal Kay, el que empezara a pincharlos en una discoteca, Bandwagon, y se creó todo un fenómeno. Montones de chavales iban cada fin de semana a encerrarse ahí a sudar y ejecutar un baile inverosímil: el air guitar. Cuando un periodista de Sounds fue al garito vio que había algo y, como en esa revista les obligaban a ponerle un nombre a todo lo que vieran u oyeran, así surgió el acrónimo de NWOBHM (New Wave of British Heavy Metal). Luego ya se fundaron revistas especializadas y la escena echó el vuelo ella sola.
Pronto llegaron también los primeros festivales y la fiebre se extendió por toda Europa regándola de grupos que supusieron una explosión de imaginación e ideas y discos fantásticos. Aunque hoy haya vanguardias interesantes, la inmensa mayoría de todos los que tocan metal hacen algo que se creó entre 1980 y 1995 con escasas variaciones.
No se cuenta en el documental, pero en 1981, hubo una gira de Judas Priest por Estados Unidos en la que echó mano de Iron Maiden y Def Leppard. Fue uno de los tours más influyentes de la historia, por donde pasó sembró decenas de grupos. Al año siguiente, en 1982, con otra gira norteamericana, ya tiró de grupos como Quiet Riot, Mötley Crüe o Van Halen que eran autóctonos.
Lo que sí explica muy bien el documental es que Def Leppard, con Pyromania, mezclando pop y metal tuvo un éxito descomunal. De vender millones de discos. Solo tenían por delante en las listas a Michael Jackson. La idea fue un éxito y un hallazgo, pero al género le vino mal. El mercado discográfico, aunque algunos vean elaboradas conspiraciones en él, tiene un funcionamiento muy sencillo. Si algo vende, todas las discográficas quieren algo parecido que venda igual. Se trataba de detectar el interés del público y, cuando este se manifestaba por sorpresa de forma masiva, el negocio era entregar oferta a esa demanda como fuese.
En este caso ese fenómeno se produjo obligando a los grupos con contratos a pasarse también a registros más pop. La mayoría cambiaron su indumentaria, sacaron discos muy prefabricados –aunque a mí, la balada que se cita de Diamond Head, Call me, creo que es buena incluso para los tipos duros-. Generalmente, fueron rechazados por el público, pero donde se lo llevaron crudo fue en Estados Unidos. Bon Jovi, Ratt, etc.. sí supieron subirse a esa ola y el resto es historia.
Pero eso ya no tenía nada que ver con la NWOBHM. Ni siquiera los Maiden de Bruce Dickinson encajan con lo que era aquello, un sonido muy emparentado con el punk. Es escuchar a Di’Anno o a Jess Cox y no hace falta que canten perfecto con voces imponentes, porque ese timbre que tienen y esa sinceridad es como si te cantara un colega. Porque eso es lo que eran, tus colegas. Eran los grupos que se vestían como su fans y los fans, como sus grupos. Y el retrato que hace Peyrard de todo aquello es tan sintético como acertado.