¿Generación del 98 o del 27? 98, por supuesto. Con el respeto a Cernuda, a quien veneramos, los Azorín, Baroja y Valle están más cerca de nuestro corazón de lectores. Del omnipresente Lorca comenzamos a estar ahítos.
Mientras elegimos el uniforme de combate para las próximas elecciones generales, las más dramáticas desde febrero de 1936, hablemos de lo importante, de la literatura, claro está, de ese trajín de palabras que a una minoría de viciosos nos complace tanto.
Ha dicho el escritor Andrés Trapiello, al presentar Éramos otros, la última entrega de sus diarios, que la generación del 27 es “una broma” en comparación con la del 98. Ha añadido que de ella sólo quedarán 40 poemas. También ha cuestionado que los mejores escritores hayan sido de izquierdas. “Es falso”, ha precisado.
Trapiello no es el primero en rebajar la valía del grupo del 27. Hace años creo recordar que el poeta valenciano Vicente Gallego puso en duda el lugar de privilegio que ocupa en la literatura española del siglo XX. Vino a decir que había sido una operación de marketing de los interesados. Se promocionaban en los mismos recitales y revistas. Hoy los veríamos apretando los morritos en el Instagram y TikTok.
Comparto la opinión del autor de Las armas y las letras. El 98 es superior al 27. Sé que hablar de estas cosas carece de interés para la mayoría (por eso, precisamente, me interesan) y, aun admitiéndolo, me gusta dejarlas por escrito. Si comparamos las obras de Unamuno, Azorín, Valle-Inclán y Antonio Machado con las de Lorca, Cernuda, Alberti, Aleixandre, no hay color. Los primeros ganan por goleada, sin que en esto se vea un demérito hacia la producción poética y ensayística —por ejemplo, en Cernuda— de los segundos. En algunos casos es sobresaliente.
La hegemonía del 27 no sólo obedece a razones literarias. Hay también un componente ideológico. Quienes deciden el canon son, casi siempre, de izquierdas. No cabe olvidar que la mayoría de los poetas del 27 se comprometieron, en mayor o menor medida, con la República. Gerardo Diego fue el único que apoyó el golpe de Franco. Eso le valió, años después, los insultos de Pablo Neruda.
En cambio, esa tendencia izquierdista no se da de la misma manera en los escritores del 98, pese a los vaivenes ideológicos de algunos de ellos. Azorín pasó del anarquismo de la juventud al conservadurismo en su vejez; Maeztu, fusilado por milicianos en el 36, también fue anarquista hasta acabar en posiciones de derecha extrema; Baroja y Unamuno —que llegó a estar afiliado al PSOE— fueron espíritus libres, y don Ramón María del Valle-Inclán fue un veleta: terminó siendo comunista después de haber simpatizado con el carlismo y con el fascismo durante su estancia en Roma, cuando fue director de la Academia Española de Bellas Artes.
Y ahora hablemos de Lorca, la cabeza visible del 27. Lorca es un extraordinario escritor, el español más leído en el mundo después de Cervantes. La verdad es que no sé qué sería de todos nosotros y de Ian Gibson sin Lorca. Está hasta en la sopa. Lorca por aquí y Lorca por allá. Protagonista de cómics, de recitales, de programaciones teatrales. Lorca, Lorca, Lorca. Su lectura es obligatoria en el bachillerato y los alumnos se examinan de él en la antigua selectividad. Nadie pone en duda su talento, pero ¿está sobrevalorado? Diría que está doblemente valorado: en Lorca coincide la estimación literaria con la extraliteraria. Esta segunda tiene que ver con que Lorca es un mártir de la República por ser fusilado por los partidarios de la sublevación franquista, y también por ser un icono gay. Sin este plus extraliterario, Lorca, probablemente, no ocuparía el lugar tan relevante que tiene en las letras españolas.
Para escribir este artículo he vuelto a leer Bodas de sangre y Yerma. Estas tragedias rurales están escritas con la inspiración de un ángel, que conoce la tradición de nuestro teatro del Siglo de Oro y tiene el corazón y el oído para retratar la soledad y las desdichas de su pueblo, el andaluz, especialmente cuando habla de las mujeres. Pero su mirada, su universo de mujeres enlutadas, lavanderas, querellas familiares, las noches turbias por el acero de las navajas y la amenaza telúrica de la sangre, todo eso, ¡ay!, no alcanza a tocar mi sensibilidad. Estamos a años luz. Lorca es muy grande pero no me llega. Será cosa mía y debo solucionar urgentemente este problema. Eso sí, me gustan mucho Poeta en Nueva York, y los Sonetos del amor oscuro. Algunos fueron escritos en el hotel Reina Victoria de València.
Y Lorca también puede ser un coñazo; lo es con La casa de Bernarda Alba. Año tras año debo explicarla a mis alumnos, como una condena bíblica. Uno desearía que Pepe el Romano entrase, de una vez por todas, en la casa de Bernarda y calmase el furor uterino de las hijas. Antes de que se pusiese de moda, siempre vi en Bernarda a una mujer trans. De hecho, una de las mejores interpretaciones del personaje fue la de Ismael Merlo.
“’La casa de Bernarda Alba’ es un coñazo. Prefiero leer una página de Jardiel Poncela, Cunqueiro o Pla. Eran de derechas, ¿y qué?”
Que me perdonen los admiradores de Lorca por lo que he dicho y reitero: La casa de Bernarda Alba es un auténtico coñazo. Prefiero leer una página de Enrique Jardiel Poncela, Alvaro Cunqueiro o Josep Pla. Eran de derechas, ¿y qué? El talento no sabe de ideologías. Es hora de que vayamos admitiéndolo. La literatura debe quedar a salvo de las manos peludas de los ministros y consejeros de Cultura, a menudo verdaderos iletrados. Quizá por eso les da por premiar a escritores ingenuos que creen salvar el mundo con su retahíla de palabras hueras y bienintencionadas.