el interior de las cosas / OPINIÓN

El baile de los que sobran

28/10/2019 - 

 Cada primer y segundo día de noviembre ella permanecía en silencio. La casa quedaba abierta a las ánimas, las estancias a media luz y sobre varias mesas y cómodas se esparcían cuencos de cerámica con aceite en el que flameaban numerosas lamparillas, acompañadas de algunas estampas e imágenes de escayola de santas y santos. Aquello daba miedo, en el techo se proyectaban los puñales de aquel corazón de Jesús y la silueta de vírgenes desconsoladas. Los días previos eran bulliciosos, señalados con el trajín de limpiar las lápidas de los muertos propios, también algunos ajenos, de componer centros florales para adornar la muerte ante la masiva visita al cementerio del 1 de noviembre. Todavía se siguen limpiando y adornando esas tumbas de una larga familia, aunque cada vez sea menor la familia visitante al camposanto y participante en los preparativos. Esos días previos eran especiales, ella era un manojo de nervios, activada por el cumplimiento anual del ritual que honra a los muertos. Lápidas de distintas formas, texturas, todas con la imagen ovalada del ser querido que se marchó y dejó tantos vacíos. Allí están los abuelos, padres, hermanas, hermanos, vecinas, y sus imágenes encristaladas que reviven los sentimientos. Cada cementerio tiene sus historias propias, su dolor y sus tristezas.  Cada 1 de noviembre recuerdo este empeño y cumplimento con el orden establecido. Como en los magníficos primeros planos de la película de Pedro Almodóvar, Volver. Limpiando un cementerio para no perder ningún esqueje de las raíces. Porque en este país, a partir de 1939 nos obligaron a todo esto. 

En estos días, la exhumación del dictador Franco ha recordado a aquel abuelo que se alteraba cada vez que veía al fascista bajo palio, y se indignaba pensando que la mano incorrupta de su Santa Teresita compartía despacho y lecho con el autoproclamado caudillo de España. La reliquia era el amuleto del golpista, elegido por Dios para gobernar este país con mano dura, para dictar sentencias de muerte, para oprimir y secuestrar las libertades. En estos días los recuerdos duelen, ha sido excesiva la exposición televisada de su traslado del Valle de Cuelgamuros al cementerio de El Pardo. Podría tener su efecto contrario las tantas horas de emisión en directo, tanta difusión del franquismo y promoción de los nietos del dictador con entrevistas incluidas en una televisión privada. Podría pensarse que se rindieron honores de Estado a Franco, a pesar de la importancia y la justicia histórica que representa su exhumación y traslado.

Reparar la memoria histórica de este país es una cuestión de justicia y dignidad.

La colonia de Mingorrubio se extiende en el monte de El Pardo, albergando en su origen, años sesenta, a la guardia de Franco y sus familias, hoy la Guardia Real. Pequeñas casas adosadas, apiñadas en pocas calles y compartiendo la libre circulación de los gamos que cazaba, no hace mucho, alguno de los nietos del fascista, pensando que la declaración de Patrimonio Nacional del monte les otorga derechos directos como siempre había sido con cualquier elemento patrimonial e histórico de este país, sea el claustro de la Valldigna o el Pozo de Meirás. Son los mismos nietos que denominan nuestra democracia, como “una dictadura”. El Pardo, a pesar de estar ocupado por la okupa familia del generalísimo, tenía otra simbología para los madrileños y sus vehículos que se “bendecían” en el Convento de los Padres Capuchinos, alzado en una colina junto al valle del Manzanares. La cuesta para llegar al templo era empinada y aquel seat seiscientos de color beig playa, cargado con una familia de cinco y más parientes, –porque la capacidad de un seiscientos era ilimitada-, se quedó varado en la mitad del recorrido, provocando un memorable atasco. Sería exceso de peso y el cambio de marchas de un padre conductor principiante. La mitad del pasaje de aquel estimado coche subió a pie la cuesta. Era preciso homenajear como dios manda el primer vehículo familiar y adherir en los cristales la pegatina con la imagen del cristo yacente del Pardo, identificación compartida con aquellos retratos infantiles de No corras papá. Era la España asustada. 

Aquella España franquista era así de gris, tenebrosa, durísima, valiente, temerosa. Cuando el féretro con la momia del dictador volaba por los aires se alegraron muchos corazones que esperan, esperamos, puedan recuperar a sus seres queridos, asesinados y abandonados en cunetas, fosas comunes, o en el mismo Valle de los Caídos. Reparar la memoria histórica de este país es una cuestión de justicia y dignidad.

En medio de estos días, las campanas del Micalet de València repicaron estrepitosamente, prolongando los sonidos, transmitiendo gozo y alegría. Era el recibimiento de las reliquias de santa Bernadette, aquella santa que de niña fue testigo de las apariciones de la Virgen María en Lourdes, igual que contaba la oscarizada película La canción de Bernadette, que nos hacían verla para sentirnos puras, católicas, romanas y apostólicas, porque era duramente preciso purificarse en aquel país opaco. Tras pasar por Cuenca las reliquias están ahora en Castellón hasta el próximo martes. Cada año viajan a la localidad francesa unos mil valencianos, castellonenses y alicantinos, muchos enfermos, cargados de fe en la imagen de la Virgen que se apareciera a aquella hija de un molinero y que sigue haciendo milagros. Concretamente su milagro 70, según la Iglesia que ha confirmado que una monja ha vuelto a andar después de visitar Lourdes. Paralelamente, la imagen de plástico de esta Virgen acompaña la memoria cuando ante situaciones complicadas había que beber uno o dos tapones, la corona azul, del agua bendita, además de tomarse una o dos pastillas de agua bendita, según el grado de ansiedad o nervios. Ante los exámenes nos atiborraban con estos líquidos y sólidos milagrosos. Salías de casa levitando, tocada por la gracia de una Virgen que parecía hacer los milagros al revés, como sucediera con Sant Antoni de Gavarda.

Las ilusiones, la fe, las creencias, siempre han movido montañas entre la gente de bien. La historia recuerda infinitos ejemplos de estrategias basadas en la creación de esperanzas e ilusiones manipuladas. Como el pan y toros de aquella España taciturna que parafraseaba la expresión latina Panem et circenses, tópicos para amortiguar conflictos sociales y controlar a la sufrida masa. Los políticos romanos ya visualizaron este plan en 140 a. C. para ganar los votos de los pobres, la clase baja y media, al regalar comida y entretenimiento. Era, sigue siendo, una forma de poseer el poder. Pan y fútbol, pan y televisión con liderazgo de audiencias en programas innombrables. A veces, nada cambia.

Quizás el paso de la reliquia de Bernadette por este país deje una estela de milagros a quienes toquen ese nuevo relicario de oro, creado para viajar, que guarda un trozo de costilla de la Santa. Tremendo. Como aquel nacionalcatolicismo que ha sobrevivido y que tanto daño ha hecho y sigue haciendo. Recordaba estos días al cardenal borrianense Vicente Enrique Tarancón, con quien tanto compartí, que se negó a presidir los funerales de Franco junto a todos los obispos. Enric Juliana lo hizo con un interesante artículo recordando que Tarancón no quiso que el entierro del dictador fuera un cuadro de El Greco. El Tarancón al paredón de ayer y el Osoro, Judas de hoy son las mismas pintadas de los mismos ultras que están subiendo en las encuestas electorales del 10 de noviembre. 

Pero algo no cuadra en medio de un paisaje teóricamente libre, democrático, digno. Algo se está moviendo al margen de la clase política. Es la desazón y melancolía de la ciudadanía. Es la desconfianza en la política, la inseguridad de un alto porcentaje de la población que no llega a final de mes, el cansancio de escuchar siempre lo mismo, el vaivén de políticos que se amoldan a circunstancias que solo son estrategias electorales, la angustia de no tener un futuro. Está pasando en medio mundo y aquí pasará.

Quédense con la canción del grupo chileno Los Prisioneros, El Baile de los Que Sobran, el himno de las grandes marchas  de Chile junto al estremecedor tema El Derecho a Vivir en Paz de Víctor Jara, asesinado por la dictadura de Pinochet a principios de septiembre de 1973. ¿Qué pasa en Chile, Ecuador, Bolivia, México, Perú, Irak...? Lo mismo que en otros muchos países y sociedades. Más de un millón de personas caminaron en Santiago para pedir algo tan sencillo como derechos básicos que ya no están al alcance de todos, para exigir igualdad social y mostrar el malestar, la desesperanza en la política, la frustración de un país. Aquí se presiente, y en otros muchos sitios. Vamos a vivir, en un futuro cercano, una situación similar. Es la crisis de los más desfavorecidos, vulnerables, discriminados, cada vez más mayoría social, el justo reclamo de los derechos sociales y laborales, el reclamo de la dignidad de las personas. Hoy asustan demasiadas cosas. Quizá la metáfora de las flores de los cementerios, tan multitudinarias estos días, sean una premonición de una ciudadanía cansada, dolorida y triste. Únanse al baile de los que sobran, hasta que la dignidad se haga costumbre, como rezan demasiadas pancartas de una hermosa Santiago de Chile.

Únanse al baile de los que sobran
Nadie nos va a echar de más
Nadie nos quiso ayudar de verdad.

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