El día del libro no es buen día para la mayoría de escritores. No es la fiesta de la literatura. Ni de los libros. Nadie dice cuántos ejemplares se destruyen el 24 de abril, porque no interesa. Se destruyen porque es caro pagar el almacenaje de todos esos tochos de papel. ¿Que por qué los fabrican, entonces? No pasa con todos los títulos, sólo con los que deben superar la barrera de los X mil vendidos. No hay otra manera de hacerse ver que forrando librerías y calles del título que queremos vender. Pero para vender 20.000 hay que sacar a la calle 50.000, y luego… mirar hacia otro lado.
A uno ya no lo llaman de ferias, banquetes ni comuniones. Será porque hace cuatro años que saqué el último título. Será. Será también por declinar muchas veces las invitaciones… soy padre antes que escritor, y amo de casa, y parroquiano de buen bar, y… A veces también declino porque tengo el absurdo principio de tener principios, y eso, incluso a una persona poco asertiva como yo lo puede empujar a decir no.
Premios y galardones tampoco he ganado. He rechazado alguno, eso también, porque uno quizá le pide demasiada pulcritud a estas cosas. También he perdido algunos, y algún que otro por las formas, y no por el contenido. Match point, casi entra pero la segunda novela aspirante te adelanta por la derecha. No importa.
LA VIDA LITERARIA ME LLAMA POCO. ME RESERVO PARA LA VIDA SIN MÁS. Y ELLA ES LA QUE ME TRAE LA LITERATURA QUE NECESITO, LA QUE REALMENTE NECESITO PARA RESPIRAR.
Nunca he estado en Barcelona en Sant Jordi. Bueno, sí, pero no firmando ejemplares. Estuve antes de publicar, un Sant Jordi que recuerdo muy bien, pero nunca he estado en una caseta en la Rambla de Catalunya. Y de haberlo hecho estaría como el 99 por cien, mirando al que firma a tu lado y deseando que se acerque alguien pronto. Casi ningún autor pasa feliz el Sant Jordi. Cuatro consiguen largas colas. Incluso alguno de los cuatro es escritor, a veces. Pero la mayoría de los autores viven el día con frustración. Se reconozca o no. Cuando comprendí eso dejé de insistir a mi grupo para que me llevara de paseo por Barcelona. Me saco yo el billete, y voy, si necesito estirar las piernas. Pero ya no lo necesito, lo de las piernas, digo. Cada día soy más ermitaño. La vida literaria me llama poco. Me reservo para la vida sin más. Y ella es la que me trae la literatura que necesito, la que realmente necesito para respirar.
De momento no sé si funciona. Si es posible alejarse de los focos, de los actos, de los galardones… y continuar publicando. Sobre todo si antes de hacerlo tu último libro no fue un éxito en ventas, sino sólo un buen libro. O aceptable al menos. Modesto. Digno. Si eso sirve de algo. Y no sé si es buena idea retirarse de todo si uno pretende seguir escribiendo. De momento, no lo ha sido. O no lo parece haber sido. Como muestra el hecho de que mi última novela escrita no se deja publicar. Se deja leer, sí. De otro modo no estaría en una buena agencia. Se deja incluso reservar por una de las grandes. Se deja releer si gusta mucho… se deja pedir más tiempo, se deja coquetear, se deja muchas cosas, pero no se deja publicar, por el momento.
Así que uno, cuando no señala ya ni el 23 de abril en el calendario, y lo pasa en familia como un día más, recibe con gran sorpresa y alegría cualquier reconocimiento a su trabajo. Digamos que eran casi las dos de la madrugada cuando abrí un correo que me había pasado desapercibido. Unas pocas líneas bastaron para erizarme el vello. Una editorial francesa había adquirido derechos de mi Pez en la hierba para su libro de texto de enseñanza del castellano. Iba a reproducirse 30.000 veces. Y el diálogo escogido resumía la esencia de la novela. La denuncia, la flagrante crítica del machismo imperante en la sociedad, exponencial en la novela en forma de campo de fútbol, donde el deporte femenino se ve junto con todo el resto de pequeñas y grandes violencias contra la mujer en el centro de nuestro modo de comportarnos como sociedad. Les juro que aquel momento, aquella explosión de gratitud cuando leí el fragmento y vi la galerada, me regaló un Sant Jordi que no esperaba. Entré en la habitación, donde los niños dormían y Lluïsa casi, y supe que estaba justo donde quería estar.