Parece que fue hace décadas, pero no: fue hace sólo tres años cuando el Botànic logró revalidar su mandato una segunda legislatura, aunque fuera con una mayoría significativamente más ajustada; en parte, porque era difícil revalidar los excelentes resultados de 2015, auténtica debacle de la derecha valenciana: la combinación de PSPV, Compromís, Podemos y Esquerra Unida logró el 54% de los votos y 55 de 99 escaños, una mayoría absoluta clara. Cuatro años después, en 2019, en unas elecciones autonómicas que por primera vez no coincidían con las municipales, haciéndolo, en cambio, con unas elecciones generales, se percibió un cierto agotamiento del Botànic: un 48% de los votos por el 46% de la derecha, que se tradujo en una distribución de escaños mucho más ajustada: 51 para el Botànic por 48 para PP, Ciudadanos y Vox.
Pero la cosa pudo ser peor aún: en las elecciones generales los resultados fueron de empate a 48% de los votos. Fue ese 2% de pérdidas de la derecha en las Autonómicas, o bien votantes que se abstuvieron o bien (aunque fuesen casos anecdóticos) que viraron el voto hacia el Botànic, el que permitió que PSPV, Compromís y Unidas Podemos revalidasen su mayoría. Ese factor y la entrada de Unidas Podemos en las Cortes Valencianas (recordemos que un mes después, en las elecciones municipales, la coalición entre Podemos y Esquerra Unida se quedaría fuera del Ayuntamiento con poco más del 4% de los votos).
Por tanto, el balance del miniadelanto electoral de 2019 es contradictorio: por un lado, el adelanto garantizó que Unidas Podemos superase el 5% de los votos necesarios para entrar en Las Cortes: lo hizo holgadamente, con casi un 8%, y con ello aseguró que se computasen todos y cada uno de los votos de las formaciones que conforman el Botànic 2. Es difícil saber si en mayo la caída de Unidas Podemos habría sido de tanta entidad como para dejarles fuera de las Cortes; nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos, en cambio, es que la coincidencia con las elecciones generales perjudicó las expectativas de voto del Botànic, como puede deducirse de los resultados de 2019: el tirón de las generales, así, dio más fuelle a la derecha que al Botànic.
No es previsible que se repita el experimento, por dos razones: la principal, que no depende de Ximo Puig hacer coincidir de nuevo las elecciones con las generales, previstas para noviembre de 2023 merced a la repetición electoral de 2019. Siempre existe la posibilidad de que Pedro Sánchez también las adelante, por supuesto, o que no tenga más remedio que convocarlas por la pérdida de apoyo parlamentario. Sin embargo, lo más probable, dada la naturaleza y el historial de Sánchez, es que sólo adelantase los comicios si pensase que le iba a beneficiar, y eso, en el actual clima político, con el Gobierno asediado, dividido, y la inflación desbocada, parece impensable.
Por otra parte, la coincidencia electoral con las generales ligaría el destino de Ximo Puig al de Pedro Sánchez. Y eso, que en abril de 2019 podía tener un sentido, pues Pedro Sánchez y el PSOE estaban fuertes como valladares frente a la ultraderecha, en el momento actual sería un clarísimo lastre, dado el desgaste del presidente del Gobierno, que es enorme entre amplias capas de la población, y que desde luego es un factor de movilización del voto conservador en una medida mucho mayor que Ximo Puig, quien, a diferencia de Sánchez, ha logrado preservar una buena imagen de cierta transversalidad: Puig cae mejor que Sánchez entre los votantes de la derecha (o al menos no les cae tan mal como Sánchez, si queremos expresarlo así).
Por todo ello, lo más probable es que estemos a poco más de un año de la nueva convocatoria electoral, que sería de nuevo coincidente con las elecciones municipales, con todo lo que ello conlleva: problemas para Unidas Podemos para alcanzar el 5%, que quizás queden superados si se produce algún tipo de coalición o confluencia de izquierdas, en la línea que está postulando la vicepresidenta Yolanda Díaz.
Pero eso ya lo veremos cuando llegue el momento. Lo que podemos establecer por ahora es que el nuevo ciclo electoral se presenta muy abierto. Por una parte, el Botànic puede aportar ciertas realizaciones en su gestión, que últimamente ha cosechado éxitos de importancia. El más relevante, la creación de una gigafactoría de baterías de Volkswagen en Sagunto, que aportará miles de empleos directos e indirectos. Otros de menor entidad, pero tampoco desdeñables, derivan de la capacidad de atracción de la Comunidad Valenciana para organizar eventos culturales con clara proyección mediática, como los premios Goya o la gala Benidorm Fest de selección del representante español en Eurovisión (con escándalo y tongo incluidos). En cambio, tampoco puede decirse que en esta segunda legislatura se hayan llevado a cabo proyectos de envergadura, más allá de la gestión del día a día de los servicios públicos.
Por otro lado, está claro que hay muchas cosas que el Botànic no ha podido solucionar. Como siempre, y ya llevamos siete años, la cuestión de la financiación. Ningún Gobierno español se atreve a abrir ese melón, y mientras la cosa queda estancada en el tiempo la Comunidad Valenciana se empobrece más y más (en el contexto de un país, España, que también está empobreciéndose en relación con la UE desde el fin de fiesta de la burbuja inmobiliaria de 2008). La gestión de la pandemia arrojó luces y sombras, pero en líneas generales no fue peor que la de otras comunidades autónomas.
La gestión de los servicios públicos, habida cuenta de los recursos con los que contamos, personalmente me parece aceptable con la llamativa excepción del servicio de Cercanías de Renfe, en lamentable estado, que ha perdido más de un tercio de sus usuarios en los últimos quince años. Este problema no es responsabilidad de la Generalitat Valenciana, pero inevitablemente les salpica, y de hecho han solicitado la transferencia de la gestión al Gobierno central.
Por último, es evidente que el estado de la coalición es peor que cuando comenzó la legislatura, y no sólo por las habituales desavenencias o gestiones en paralelo de los socios, sino por su mayor desgaste, sobre todo en el caso de Mónica Oltra, inevitablemente afectada por la condena de su exmarido por abuso sexual y, sobre todo, por la posibilidad aventurada por el juez de que Oltra entorpeciera o encubriera la investigación del caso. Oltra siempre ha sido el principal activo electoral de Compromís (recordemos que en 2015 quedó cerca de superar al PSPV), y habrá que ver cómo afecta la evolución de este caso a sus expectativas electorales.
En resumen: la gestión del Botànic 2, sin estridencias, no contiene grandes aciertos ni grandes errores. Tiene el importante lastre de su vinculación el Gobierno central (como puede observar el lector, dos de los principales problemas, financiación y cercanías, son imputables a este último). La oposición, por su parte, es una incógnita, con un candidato del PP, Carlos Mazón, colocado allí por una dirección del PP, la de Pablo Casado y Teodoro García Egea, que fue defenestrada de mala manera por parte de los barones autonómicos del PP con mando en plaza, aunque no parece que vayan a descabalgar a Mazón al frente del PP valenciano antes de las elecciones. También es una oposición más amenazante que la de 2019, puesto que parece evidente que si hay Gobierno conservador será, también, con representación de la ultraderecha de Vox, lo que indudablemente contribuirá a movilizar al electorado de los partidos del Botànic.