No en pocas ocasiones la celebración de los avances científicos viene a expiar los males del mundo. Más todavía en un momento en el que los think tanks propios y foráneos predican, una vez más, la llegada del Armagedón basados en la conciencia de que vivimos el mayor peligro de guerra nuclear desde 1945 y que las perspectivas climáticas amargan los objetivos del Acuerdo de París.
La “mejor” ciencia publicada, la de las revistas de prestigio en la que cada vez creen menos los propios investigadores para competir por la carrera científica en España, nos asiste para congratularnos por la capacidad de ver mejor que nunca el universo o reconfortarnos en haberle encontrado un final a la escasez de la energía a través de la fusión nuclear, manera sofisticada de enjabonarnos de buenismo que a veces desluce porque a algunos se les ocurre recordar que todavía no se ha visto un nuevo Einstein ni a nadie se le ha vuelto escuchar “Eureka”.
Los trends de ciencia reinciden en elogiar los éxitos internacionales, sin más prejuicio que el de distraer la mirada lejos de la ciencia y la innovación de casa, lo que alimenta un derivado del menfotismo en su vertiente de I+D, más trascendente que nuestro inacabado y sufrido influencer system científico.
Su político local levanta las cejas cuando le susurran sus comités y hubs que el territorio que gobierna puede brillar igual que la Barcelona de los grandes eventos electrónicos porque tiene a su alcance un grupo más que considerable formado por las sedes estatales de multinacionales del ramo. Su vecino alucina con el Telescopio James Webb sin saber que en Castelló pronto despegará la incubadora de empresas de la Agencia Espacial Europea, agencia que confía la investigación de la alta potencia en radiofrecuencia en satélites al Consorcio Espacial Valenciano. Y un extenso etcétera que incluye el grafeno y las baterías eficientes.
Sin embargo, el mejor detector para observar el mal de ignorar lo que se investiga y desarrolla en las universidades, los centros tecnológicos y las empresas valencianas no es otro que cuando a su prole adolescente le toca elegir carrera. Y usted, progenitor/a concienciado/a con el entorno profesional de proximidad, lo lleva a estudiar fuera o le prepara para que busque, tras el grado, la mejor manera de proyectarse en otros sitios, porque sigue alineado con la idea de que València es tapis de murta i de roses fines, pero tierra estéril para las oportunidades laborales en ciencia y tecnología. ¿Qué remedio tiene si otros hacen mejor publicidad?
Por mucha leña que se queme ideando el evento más multitudinario con awards, hackatones y demás tipología dinamizadora, y por muchas líneas de inversión que se promocionen a favor de transferir los avances a las necesidades de la industria para intentar solventar el mayor problema de 2023, la atracción de talento, no hay herramienta más poderosa de concienciación colectiva que la proyección de futuro de las personas jóvenes, a las que ya les debería estar llegando las bases de la biotecnología, la robótica o la Inteligencia Artificial en su formación temprana. Cierto que es más fácil escribirlo que practicarlo. Díganselo a la industria alemana, que también está sufriendo la falta de titulados en ingenierías y áreas científicas.
Merece la pena no olvidar, más allá de las excentricidades etnográficas, que es muy común que en las disciplinas científicas y técnicas el alumnado se vuelva más vulnerable a la frustración por el miedo a fallar y no tener la respuesta correcta, herencia de una forma de ver el proceso científico que cada vez más se intenta superar con mantras del nuevo liderazgo como el de que “no hay nada malo en estar equivocado”. Sin embargo, si al anquilosado sistema educativo que conserva el frío desapego de las carreras STEM por las emociones y lo subjetivo se le añade la falta de referentes cercanos y la idea equivocada de escasez de perspectivas profesionales reales, el escenario indeseable no podrá ser otro en el que seguirá el old school “que inventen ellos” subvencionado con Next Generation.