La policía en Irlanda del Norte, aunque hayan pasado 25 años de los Acuerdos de Viernes Santo, sigue mirando los bajos del coche cuando se va a subir a ir a trabajar y sigue diciéndole a sus hijos que mienta sobre su trabajo. Todo eso lo trata de reflejar 'Blue Lights', serie de la BBC, realizada por dos guionistas norirlandeses que antes se dedicaban al periodismo y, para escribir este drama, estuvieron meses patrullando con agentes reales
MURCIA. Tenía verdaderas ganas de empezar a ver esta serie y el primer capítulo no sé si me ha dado lo que esperaba, pero sí me ha dejado enganchado deseando más. Blue Lights es una serie de la BBC sobre los policías de Irlanda del Norte tras los acuerdos de Viernes Santo. De hecho, se estrenó justo antes del 25 aniversario de ese pacto político para poner fin a un conflicto en Irlanda del Norte que durante décadas se había expresado con toda su crudeza.
A lo que se enfrentan ahora esos policías es a tratar de dar servicio a comunidades de clase trabajadora que están degradadas por el paro y toda clase de problemas, además de por el crimen organizado. Las mafias están presentes desde el primer minuto y cuentan con el apoyo de cualquier viandante. En los barrios complicados, es pararse un coche de policía y empezar a recibir salivazos y objetos contundentes.
Esta dura realidad se muestra de la manera más cruda posible, porque los que tienen que enfrentarse a ella, y son nuestros ojos en esta historia, son policías en prácticas. Es muy revelador que, en un momento dado, una de ellas descubre que un policía en una ocasión se cagó de miedo y emigró a Australia porque no fue capaz de volver a la comisaría. Desde entonces, las alertas que marcan el nivel de peligro o emergencia de cada situación tienen, en lo alto de la escala, una alerta marrón que lleva el nombre de ese ex policía.
Eso no quita que los protagonistas estén diseñados con clichés. Una joven policía se bloquea cuando entra en acción, vomita y no es capaz de imponerse a los chavales de los barrios ni para identificarlos. En este primer capítulo, de hecho, le rompen la nariz y se las arreglan para echarle la culpa a ella por medio de su abogado. Otra del grupo en prácticas trabajaba antes en servicios sociales y conserva la deformación profesional. Cuando entran en el domicilio de una mujer que causa problemas en su bloque de viviendas, se ofrece a ayudarla, le da su tarjeta, la lleva a su casa... Los compañeros le dicen que tiene que aprender a ser dura, que no puede ir por ese camino o tendrá problemas. En fin, lo contado una y mil veces en las ficciones de policías que, por otra parte, son las que se producen en su vida cotidiana.
Sin embargo, cuando estamos ante trabajos británicos, una y otra vez, caemos rendidos ante lo mismo. Una escuela con una larga tradición realista. No buscan embellecer lo que muestran, ni exaltar determinados personajes modélicos, ni caer en los estereotipos o en los esperpentos, que es un problema muy habitual de la ficción Un fenómeno acentuado por el hecho de que cada vez más esta industria, en cuanto a guionistas, directores y productores, está nutrida por profesionales que han crecido en burbujas. En las ficciones británicas, no obstante, el realismo ejerce un magnetismo del que es muy difícil escapar a su seducción.
El gran conflicto que se sugiere en el piloto va más allá del problema entre crimen organizado, criminales de poca monta, una población empobrecida que es hostil y los sufridos agentes locales que tienen que lidiar con todo eso. Va más allá. Se adivinan los restos del conflicto norirlandés con la presencia de la policía secreta en tareas de vigilancia. Su misión no será compatible con los despliegues policiales ordinarios.
Los problemas éticos que se plantean de repente no serán de fácil resolución, sino que quedará patente que el exceso de celo en la aplicación de la ley también puede ser injusto. Mientras que, en una sociedad dominada por traficantes de droga organizados, pudiera ser que los recursos de la ley sean insuficientes para hacer justicia.
Tampoco estas dos situaciones son nuevas. El gran clásico The Wire es lo que es por encarnar de forma magistral esos dos conflictos morales y políticos. Sin embargo, aquí hay un factor que hace esta serie interesante para quien viviera, aunque fuera por televisión y desde España, el conflicto de Irlanda del Norte. Es la cuestión generacional y es algo que también ocurre en España, concretamente, en el País Vasco.
Mientras rodaban la serie en el mismo plató ya se encontraron con este problema. Declan Lawn, uno de los creadores, explicó que los actores veteranos, John Lynch y Richard Dormer, crecieron en los años duros y vivían con miedo diario a que sus padres no regresasen a casa. A los actores más jóvenes todo eso les sonaba, pero como algo muy lejano. El gran matiz del conflicto norirlandés en comparación con el vasco es que allí estuvieron enfrentadas activamente dos comunidades separadas por su creencias religiosas, lo que hizo que la violencia fuese mucho mayor, con un número de muertos que triplica al de aquí. En Blue Lights, sin embargo, ha pasado el tiempo y las grietas de esa ruptura son un espejismo cuando de lo que se trata es de delinquir.
Los dos creadores, el citado Declan Lawn y Adam Patterson, pasaron años trabajando en el periodismo, en esto se parecen a David Simon, y estaban empachados de historias reales muy cinematográficas. Ambos crecieron en Irlanda del Norte y ejercieron allí el periodismo. Patterson, de hecho, tenía un familiar en instituciones penitenciarias. Para escribir el guión estuvieron patrullando durante meses con policías y tuvieron largas conversaciones con agentes jubilados. Incluso hoy, los policías en Irlanda del Norte siguen mirando los bajos de sus vehículos cuando van al trabajo por las mañanas o manteniendo en secreto su profesión. Todo ese escenario postconflicto no puede ser más interesante, aunque quizá la inclusión de personajes que quieren "hacer el bien", como son estos novatos, desdibuje un poco el interés que despierta ese lugar, del que desgraciadamente nos ha llegado siempre su crudeza.
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame