MURCIA. Con el pretexto de la etiqueta true-crime, generaciones que han crecido echando pestes de Ana Rosa y programas similares donde la casquería y el crimen eran desglosados al detalle cada mañana, han podido sumergirse de lleno en ese tipo de contenidos, pero con coartada estética y hasta intelectual. Ya lo he dicho muchas veces en esta columna, hay una fascinación por el crimen en estos tiempos que es abrumadora.
Puede que se deba a la hipertrofia de la oferta de series y la mediocridad de propuestas a la que abocan las duras leyes del mercado, al dinero le gusta lo seguro, o lo mismo hay un fenómeno propio de la burguesía de adorar el miedo para apreciar sentirse seguro o, al revés, impulsos criminales entre las gentes que se alimentan de la literatura del ramo. Me da igual.
El problema es que o te rindes y ves productos relacionados con el crimen o no ves la tele y eso sí que no va a suceder en esta casa. Tolstoi se queda en la estantería mientras nos suicidamos engullendo cereales azucarados con empecinamiento de Mercadona y capítulos de lo que nos pongan por delante.
El último gran estreno ha sido Monstruos, que es a su vez segunda temporada de Monstruo, otra miniserie dedicada esta vez a Jeffrey Dahmer. En mis tiempos, era muy popular entre las huestes metaleras un disco de Macabre, grupo natural de Illinois, titulado Sinister Slaugher, porque su portada parodiaba la del Sgt. Pepper's de los ínclitos, pero solo aparecían en ella famosos asesinos en serie. Era 1993 y la fascinación por estos personajes era cool. El disco era un thrash-grind soberbio, pero quién me iba a decir a mí que no estaba ante una expresión contestataria de unos inadaptados, sino ante la futura programación de la plataforma de televisión más importante del siglo XXI.
De hecho, en la tercera temporada será Ed Gein el protagonista. Se conoce que Netflix ha visto el negocio, lo ha mirado por un lado, lo ha mirado por el otro, y ha dicho: mira, vamos a hacer a todos los asesinos en serie del Hall of fame uno por uno, parsimoniosamente, hasta que la tierra se quede yerma.
En esta ocasión, se ha tratado el caso de los hermanos Menéndez, que no eran asesinos en serie, pero sí célebres, puesto que su caso explotó en los años en los que la televisión era todopoderosa. Como es sabido, mataron a sus padres, pero no está claro, existe un gran debate al respecto. Se discute si lo hicieron en venganza por haber sufrido abusos sexuales presuntamente o si lo que querían era heredar y darse la gran vida como, y esto es un hecho, hicieron inmediatamente después.
El autor, Ryan Murphy, siempre ha sabido muy bien lo que se traía entre manos. Para el recuerdo, su maravillosa Nip/Tuck de los tiempos en los que había pocas series. Como el caso de los Menéndez es controvertido, Murphy ha hecho una aproximación poliédrica a la historia en la que se muestran todas las versiones y sus consecuencias, de modo que el espectador pueda situarse donde mejor le parezca. Es loable el esfuerzo, pero, ciertamente, el interés de este suceso es limitado y la emoción se desinfla en los últimos compases. Aun así, la serie está por encima de la media.
Independientemente de todo esto, hay detalles irresistibles. Beberly Hills a finales de los 80, así, a secas, es un foco de interés. Solo la estética constituye una narración paralela. Los Angeles en aquellos días vivió momentos históricos. No solo por el posterior juicio de OJ Simpson, también por los terremotos, las revueltas…
Con la chapa de los aniversarios, se rodaron buenos documentales sobre las insurrecciones, como Let it fall o LA’92. El efecto que causaron en la población, sumado al caso OJ Simpson, se sugiere que influyeron en la condena que le cayó a estos dos. Sea como fuere, esa LA es la de Short Cuts, un lugar que no volverá y que forma parte de la geografía emocional de toda aquella persona alienada por la cultura estadounidense, como es mi caso.
Con la complejidad de una narración tan ambigua, en la que las interpretaciones tienen que valer para quien cree que son inocentes y para quien piensa que son culpables, Javier Bardem, en el papel del padre malvado o, simplemente, acreedor del dicho cría cuervos, hace un trabajo muy aceptable. Difícil de olvidar, aunque por momentos el maquillaje nos recuerde más a La Hora Chanante que a una caracterización cinematográfica digna.
Dicho todo esto, lo más gracioso es la polémica que ha acompañado a la serie. En la primera hubo quejas de los familiares de las víctimas. A la gente no le suele sentar muy bien que el descuartizamiento de un ser querido por un perturbado se convierta en el entretenimiento de millones de personas. En este caso, en cambio, se han quejado los hermanos Menéndez.
La respuesta del autor no ha estado exenta de prepotencia: “Los hermanos Menéndez deberían enviarme flores. No han recibido tanta atención en 30 años. Y ha captado la atención no solo de este país, sino de todo el mundo. Hay una especie de efusión de interés en sus vidas y en el caso. Sé a ciencia cierta que muchas personas se han ofrecido a ayudarlos debido al interés de mi programa y lo que hicimos”. Una de ellas ha sido Kim Kardashian. No sé si antes ya estaba interesada, porque la búsqueda de indultos es su última ocupación, pero que se sume no hace más que animar el cotarro. En su día, la sentencia fue aleccionadora como consecuencia del show de OJ Simpson y las revueltas, ahora se hace caja con el caso y revolotean alrededor las influencers. Todo made in USA, el país que superó su propia parodia hace muchos años.
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame