Tiempos de vorágine. La pintada en la pared cambia de semana en semana. Se difumina la del covid. La cubre la huella de Ucrania. Se añade la plasmada por gobierno de España con su decisión sobre el Sahara. Las anteriores modulan su intensidad a medida que las familias, el transporte, los agricultores y la industria experimentan el feroz zarpazo del aumento de los precios energéticos. Asistimos a nuevos tiempos. Tiempos de cambio de época, más que de transformaciones inerciales de un pasado conocido y, en cierta medida, controlado. La irradiación positiva que emanó de los países occidentales durante la segunda mitad del siglo XX, -años de vinos y rosas-, se atenúa. Los pilares de la gobernanza internacional muestran fisuras. La globalización, que pretendía ser el bálsamo para integrar las economías y convertirlas en argumento de paz mundial, se enfrenta a lo utópico y unidimensional de su planteamiento.
La historia se reinicia resucitando parcelas del pasado, esto es, imitándose a sí misma como si el ser humano no consiguiera transformar en pasos hacia adelante los fenómenos que inundan los mapas geoestratégicos y geoeconómicos de incertidumbres inéditas. Los relativismos de la realpolitik se vigorizan a costa de los valores democráticos, observados como material maleable, ajustable al molde decidido por la voluntad autoritaria de Putin. Sin embargo, frente a la guerrera aplicación de sus fantasías megalómanas y narcisistas, la reacción ante la invasión rusa de Ucrania ha horneado una viva masa de solidaridades. Solidaridades de personas y organizaciones. Solidaridades que, desde la paz, combaten las crueles consecuencias perseguidas por déspotas y autócratas insensibles a la vida y dignidad de lo humano.
Solidaridades valencianas, que abrigaron la llegada de los autobuses procedentes de aquel país, a los que esperaban decenas de familias de acogida, parte de ellas forjadas tras la recepción, durante años, de niños afectados por la explosión de la central de Chernobyl. Solidaridades de floración rápida en otros muchos puntos del país. Me limitaré a describir lo sucedido en un viaje de tren entre Madrid a Málaga, al que subieron una madre ucraniana y sus dos pequeños hijos, de 3 y 7 años. Llevaban acumulados tres agotadores días de viaje, huyendo de la barbarie. Dos pequeñas maletas constituían todo su equipaje.
La madre, una joven de poco más de treinta años, mostraba en sus ojos la huella de la tristeza eslava, una marca de sufrimiento y melancolía, de cielo azul apagado que acumula la historia de pueblos que, como el suyo, han sido testigos de guerras mundiales, grandes emigraciones forzadas y catastróficos accidentes nucleares. Una mirada que, siendo espejo del desconsuelo, manifestaba al mismo tiempo su fortaleza y determinación: el coraje de una madre capaz de recorrer cerca de 4.000 kilómetros sin medios y cuidando a sus hijos. Únicamente con el bagaje de la esperanza y la determinación de protegerles. De ellos, el pequeño todavía habitaba en la burbuja de inconsciencia propia de su edad; era el único que se sentía capaz de sonreír, mientras su hermano recogía, en su pequeño rostro, el peso de la tristeza. La suya ya era una infancia capaz de detectar lo extraordinario de su destino, el brusco y cruel cambio de una niñez feliz a otra fracturada por la infame brutalidad de la guerra; por el recuerdo de un padre que quedó más allá de una maldita línea llamada frontera.
Con su llegada, algo cambió en aquel vagón del AVE. Nuestros refugiados subieron al vagón asistidos por un voluntario de la Cruz Roja y, tras éste, vinieron la sobrecargo y el revisor del tren. Con la complicidad de los restantes viajeros, se proporcionó a la familia ucraniana asientos contiguos que les permitiera estar juntos. Una cadena de solidaridades les había acompañado desde su llegada a España; la coordinación entre la Cruz Roja y RENFE había permitido la organización del viaje y que, en todo momento, les acompañara alguien responsable de atenderles y proporcionarles seguridad. Ejemplar la dedicación de la empleada de RENFE que, con sus detalles y delicadeza, nos mostró lo mejor del alma humana.
Al arribar a Málaga, otra persona de RENFE tomó el relevo para acompañar la familia a su destino final. Los niños fueron agasajados con dos pequeños juguetes. De nuevo, la chispa de alegría del pequeño contrastó con la ausencia de reacción en el mayor. La madre dio una y otra vez las gracias, con su limitado castellano, mientras sujetaba con dificultad las lágrimas que se asomaban a sus ojos. Les dijimos adiós, mientras disimulábamos nuestras propias emociones.
Sólo una fila de asientos nos había separado de uno de los dramas de la guerra; algo que no se percibe cuando se refleja en la imagen de televisión y se repite, día tras día, levantando cierta sombra de creciente insensibilidad. Un drama que, como tesela individual, forma parte de ese mosaico de horrores que representa la huida de Ucrania de un número que pronto será, si ya no lo es, de 4 millones de mujeres, niños y ancianos, principalmente. ¿Cuánto sufrimiento cabe en una cifra tan exorbitante de refugiados? ¿Cuánto en los 40 millones de ucranianos que permanecen en su país, bajo terroríficas tormentas de obuses y misiles? No son preguntas retóricas, aferradas a un momento y un lugar concretos, fugaz pasto del olvido. Son preguntas con intención de quedarse; con el propósito de hallar y sostener, entre el maremágnum de este tiempo sombrío, el valor de la justicia. Los acusados son los responsables de la invasión de Ucrania, matones que se ríen de la legalidad internacional y déspotas que se sienten protegidos por la impunidad. Que la paz sea una paz con memoria de lo sucedido.