En la era de la economía del conocimiento, cuando la celeridad de los cambios dispara la necesidad de incorporar los avances científicos y tecnológicos para la competitividad empresarial, hay una tendencia todavía difícil de superar. A pesar de que una gran parte de los objetos que nos rodean se deban a la ciencia, es excepcional que sus creadores, el personal científico, sean sus beneficiarios económicos directos. Transformar esa realidad sigue pasando por la multiplicación de programas de capacitación o emprendizaje (aprender a emprender) para que las personas de ciencia evolucionen a personas de empresa, herencia de la Ley de Desarrollo de Innovación de Pequeñas Empresas de Estados Unidos, aprobada hace… ¡cuarenta años! Y todavía pueden decir que nunca será demasiado tarde para la futura Ley de Startups.
Detrás de la paradoja de que los generadores del conocimiento no se beneficien (sepan comercializar) de sus conocimientos, no solo está en que una buena parte de empresas emergentes no lo acaben de hacer bien y que al personal investigador le falle el olfato para convencer al capital riesgo. La cultura académica había permeabilizado durante años la idea de que la carrera científica está reñida con la trayectoria empresarial. En pocas palabras, en esas latitudes no ha acabado de estar bien visto el discurso del éxito de los emprendedores adictos a la adrenalina y dispuestos a correr un gran riesgo para apostar por una idea de “una entre un millón”. Y con razón. La epopeya chirriante de las historias de los fundadores de compañías tecnológicas con una visión superdotada, o que se arriesgaron con una idea que pocos creían que realmente funcionaría, no podía otra cosa que disuadir a muchos científicos, bien acomodándose en el “que lo hagan otros”, bien pensando que no tienen lo necesario para hacer realidad su idea.
A la doble misión universitaria de formar e investigar, muchas universidades en el mundo empezaron a incorporar hace dos décadas la tercera palanca, la transferencia del conocimiento y de la tecnología a la sociedad, orientado la gobernanza universitaria al fomento de un entorno próximo empresarial. Al calor de ese nuevo amanecer, un buen número de mecanismos institucionales han ido apareciendo en escena en los últimos años: oficinas de transferencia, planes de estudio de emprendimiento, parques científicos, centros empresariales e incubadoras. Así, el emprendimiento académico, que toma cuerpo en la nueva figura del investigador-emprendedor, ha calado en el relato universitario y de la política innovadora.
Otra cosa ha sido conseguir alentar a los científicos académicos, cuyas carreras perciben eclipsadas por los nuevos eslabones de la cadena de valor universitaria. Las ventajas del emprendimiento (mejorar la reputación, aumentar los ingresos y obtener una mayor satisfacción) han atraído solo a unos cuantos a generar spin-offs como medio para transferir conocimiento de la universidad y comercializarlo en forma de productos o servicios comercializables. Unos pocos científicos académicos se comprometen a fundar estas empresas de nueva creación para que sus investigaciones lleguen al mercado, mientras la mayoría tiende a permanecer en sus ocupaciones tradicionales, como científicos a tiempo completo o eligiendo un camino menos comercializado (patentes, licencias, consultoría).
El estímulo a los productores de conocimiento, personas con una alta cualificación que integran el personal docente e investigador, se ha enfocado de manera errónea a los atributos de los empresarios (asunción y nivel de riesgos, competencias y vínculos sociales) como precursores del emprendimiento, obviando un elemento crucial, la psicología del investigador-emprendedor y cómo emerge su autoreconocimiento, el cual empieza por la aceptación de las limitaciones propias, que pasa inevitablemente por poner a trabajar la humildad.
Para quienes se enfrentan al fracaso de creer tener una tecnología que revolucionará el mundo que en realidad no interesa nadie, o no entienden las necesidades del mercado, no es suficiente con señalar en un pósit que el mayor reto es entender quién es el cliente y qué podría querer, porque una gran innovación científica o tecnológica no tiene nada que ver con su implementación y la financiación del negocio. Steve Blank, uno de los padres del emprendimiento moderno y cofundador de Silicon Valley, lo resumió así : “Debe darse cuenta de que solo porque usted sea la persona más inteligente en el edificio no lo hace capaz de dirigir una empresa. No todos los científicos se sienten cómodos con esa idea. Necesitamos que las personas reconozcan que, además de mejorar la tecnología, acepten que aún no tienen los conocimientos de comercialización que necesitan. Al inicio, todo es un montón de hipótesis no probadas”.
En la diversidad que habita las diferencias culturales entre el conocimiento y la empresa, se torna esencial ahondar en la relación entre la percepción y la intención de las personas en el esfuerzo para apoyar el espíritu empresarial académico. La necesidad de una mentalidad emprendedora para identificar oportunidades, organizar recursos y crear nuevas empresas urge a los científicos académicos a construir una identidad empresarial, además de la científica.
Convertir una nueva tecnología en un producto que aporte mayor bienestar a la sociedad es, probablemente, una de las cosas más emocionantes que un científico puede conseguir en su carrera. Sin embargo, ser simultáneamente empresario y científico puede causar conflictos en su identidad.
La investigación académica queda lejos de la temida obsolescencia programada. No obstante, los diseñadores de las políticas públicas de ciencia e innovación no deben perder de vista que, aunque la presencia de científicos estrella o académicos prolíficos en el proceso de comercialización es cada vez mayor (y es una buena noticia), todavía escapan del escrutinio de la propia ciencia los conflictos y el impacto en su comportamiento empresarial. No lo olviden. Sin transparencia, poco se puede contribuir a mejorar las estrategias para incentivar el emprendimiento científico, controlar las malas prácticas. Los riesgos de caer en falsas visiones utópicas pueden ser altos.