Cada agosto, en aquella casa esquinera, junto al lavadero de Gavarda, cumplíamos un ritual que cada año exprimía nuevas experiencias y sensaciones. En la frondosa sombra que se dibujaba en el corral, entre la higuera y el limonero, mi abuela se sentaba en su baja silla de enea. Era la imagen de cada verano. Vestida con su bata de medio luto y su delantal, sentada, con aquel plato descascarillado de acero esmaltado en el regazo, iba pelando patatas, desgranando y cortando verduras, depositando en el suelo, sobre papel de periódico los restos que, después, se reutilizaban en compost para el huerto. Cada agosto, el ritual era un ocupación celestial. Hojas del limonero, de la garrofera, de morera para que el fruto no se ablandara, pebrella, agua del pozo, vinagre, una ramita de romero y sal. Aquella vieja tinaja de barro, tapada con un pequeño plato, guardaba durante casi todo el año uno de los manjares que nos alimentaba en verano.
La pócima que preparaba mi abuela se llenaba de carnosos pimientos amarillos y verdes, algún tomate y el delicioso alficoç, presionados por una cruz de caña para que todo quedara sumergido. Creo que de pequeña debí de caer dentro de aquella tinaja. Seguro, porque la samorra ha marcado una vida mediterránea cargada de estos ingredientes autóctonos y maravillosos; tan orgullosa como la samorra. Mi prima María Antonia, -que también debió caer en aquellas tinajas-, y su prodigiosa memoria han logrado que volvamos a comer bocadillos de pimiento en samorra cada tarde de este verano tan atípico. Desde la distancia compartimos este sabor de la memoria. Nos estremece aquella felicidad de la infancia, aquellos corrales de nuestras abuelas, de olores a jazmín y suelo regado al atardecer, sentadas tras las persianas de madera, sostenidas sobre nuestras espaldas. Y viendo la vida pasar.
"El confinamiento, la desescalada y la tremenda nueva-mejorada normalidad nos está llevando a reventar la receta de la felicidad y de la esperanza".
Entre estas palabras de domingo surge el último artículo, en el diario Levante, de mi estimado Tonino Guitián, amasando la memoria de una compota de albaricoques que cocinaba su bisabuela italiana los primeros domingos de agosto. Tonino también debió caer en el hechizo del aroma y las historias de la cocina anímica. Metáforas de la vida sencilla, real y cercana. Esa vida necesaria que el marketing del confinamiento nos hizo creer que volvía a pertenecernos. No ha sido así. En las tinajas de la samorra han caído demasiados ingredientes invasores. Un exceso de vanidades que está emulsionando ideas, populismo y estrategias que nos llevan al abismo de las cocinas emocionales. Pasa en las mejores familias, en las cumbres de monasterios, en las reuniones palaciegas y en los pasillos de los edificios institucionales. Este confinamiento, la desescalada y la tremenda nueva-mejorada normalidad nos está llevando a reventar la receta de la felicidad y de la esperanza. Casi todo son espejismos. A pesar de excelentes cocineros, la actualidad nos deja la soberbia de unos pinches de cocina incapaces de interpretar la realidad. Y son una especie invasora, como bien descríbale mi querida colega T.C., están en todas partes y, curiosamente, en ninguna de las actitudes resolutivas.
Este verano puede terminar con un nuevo confinamiento. Las cifras de contagios son desoladoras y no se intuye un orden institucional que controle la situación. La irresponsabilidad ciudadana es una constante. En Berlín se manifestaron este fin de semana miles y miles de personas en contra del uso de la mascarilla al grito de lemas fascistas exigiendo ‘libertad’. Aquí puede pasar en cualquier momento. La falta de acuerdos conjuntos entre los territorios están provocando ciertos brotes de desobediencia programada. Las redes sociales se están llenando de peligrosas consignas de quienes ven oscuros intereses en la desinformación. Los bulos brotan como el peor contagio así como los rumores que estigmatizan a sectores de la población, convocando a la exaltación del odio. La transparencia y la información tiene que ser el antídoto a esta evolución de los virus sociales. Y, por si fuera poco, desde Europa siguen pensando que somos el país sureño de los despropósitos. El sur siempre es culpable de algo.
"Este verano puede terminar con un nuevo confinamiento. Las cifras de contagios son desoladoras y no se intuye un orden institucional que controle la situación".
Aquí, además, no somos el Levante Feliz, nunca lo hemos sido. Ni siquiera cuando aquel ministro franquista de Información y Turismo, Manuel Fraga, vendiera alegremente aquello del “turista 1 millón”. El turismo en tiempos del Coronavirus puede acabar como el Amor en los tiempos del cólera, la excelente novela de Gabriel García Márquez. “Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”. La relación del turismo con esta tierra, con tantos y tan rápidos frutos económicos, no deja de ser una relación de poca memoria y desamor. Como los personajes de García Márquez, Florentino Ariza que reitera su promesa de amor a Fermina Daza, que ha cumplido durante cincuenta y un años, nueve meses y cuatro días. En medio de una epidemia, -en la novela era de cólera-, la rabia y las excusas se imponen para ocultar el miedo. Pero cabe la esperanza, la ilusión de amores reales se está demostrando en el turismo rural, en los pueblos del interior de este pequeño país mediterráneo, que ha perfeccionado un producto cercano, selectivo, amable, sostenible y perdurable. Es el momento de reflexionar y definir qué amor turístico deseamos. No podemos seguir envueltos en el olor de las almendras amargas.
En Castelló, por ejemplo, el turismo se enamora con los placeres de la vida. Unas playas excelentes, sin barreras arquitectónicas, una gastronomía que transcurre del mar a la mesa, un paradisiaco Grau de Castelló, ese espacio urbano habitado todo el año que guarda celosamente su carácter marinero. Turismo de proximidad y de excelencia, un maridaje de experiencia y responsabilidad, un camino recorrido poco a poco, sin perder la esencia del destino. Perdurar en el tiempo, a pesar de las dificultades, prolongar la temporada turística, más formación y profesionalización, mejores condiciones laborales, un sector que crezca con las nuevas tecnologías, que entienda la definición del turismo deseado, comprometido con el respeto con el medio ambiente. Así debería ser la meta y el destino de esta tierra.
"Aquí, además, no somos el Levante Feliz, nunca lo hemos sido. Ni siquiera cuando aquel ministro franquista, Manuel Fraga, vendiera alegremente aquello del “turista 1 millón”.
Acabo el artículo envuelta en la estridente música de mis vecinas colombianas que no dejan de perrear y exaltar los domingos mediante el abuso de debilecios, esa presión acústica que, por cierto, no deja de ser maravillosa si suena un merengue o una bachata dominicana. Pero el perreo es insoportable. Mi vecino de otro rellano sigue hablando en solitario por las noches, hasta la madrugada, explicando que estamos viviendo al borde de un precipicio y que el amor puro es lo único que nos salvará. Mi vecina Carmen está muy preocupada por la evolución de los contagios, su edad no le permite la confianza. Hablamos y acordamos que somos autoconfinadas por ser población de riesgo. Ha cocinado un sencillo y sabroso bullit, “para las dos”, porque en ese caldo transparente y sabroso se esconden todos los significados del momento que estamos viviendo.
"El paso del tiempo está siendo un vivir vertiginosamente, frustrados, tristes y, a pesar de todos los gobiernos planetarios, enamorados de la felicidad, la memoria, la igualdad, de la rutina, la cercanía, tan pequeño como vital y hermoso."
Mi abuela me decía, cuando me pillaba metiendo la mano en la tinaja de barro, en la despensa oscura de la cocina, María Amparo, mante, deixa de marejar la samorra que això no acabarà bé. Pero también sabía que mis manos buscaban trocitos de pimiento para comerlos antes de tiempo y se sentía orgullosa (como a mí me gustaría que mis dos nietos, Aimar y Biel, metieran la mano en la tinaja de mi memoria y de mi corazón). Aquella pócima era el caldero de los poderes mágicos que las mujeres hemos ido engendrando para ser fuertes y visibles, los poderes de ser personas reales. De estas raíces hemos bebido mujeres y hombres, las mismas cepas que nos ha planteado esta pandemia y que nos tienen como personas prisioneras en este cambio de vida que aún no hemos digerido. No sirven discursos ni demagogia. El paso del tiempo está siendo un vivir vertiginosamente, frustrados, tristes y, a pesar de todos los gobiernos planetarios, enamorados de la felicidad, la memoria, la igualdad, de la rutina, la cercanía, tan pequeño como vital y hermoso.