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el interior de las cosas / OPINIÓN

La sonrisa etrusca

1/08/2022 - 

El pequeño Bruno corretea a los pies de su abuelo Salvatore, un partisano calabrés con el nombre de Bruno en la clandestinidad. Qué orgullo compartir el mismo nombre. El encuentro entre nieto y abuelo es excepcional. El contacto físico es maravilloso. Unas pequeñas manos acarician el rostro surcado de arrugas, abrazan ese cuello cansado y esos hombros que han librado mil batallas por la dignidad. El pequeño Bruno reconoce a su abuelo y las rutas de su cuerpo como el mejor compañero y cómplice de sus primeros años y de sus primeros pasos.

La inmensa ternura que vuelca el abuelo en su nieto reúne todas las emociones. El contacto de la piel antigua con el suave rostro del niño, con esas manitas que empiezan a descubrir las sensaciones que le rodean, la voz ronca de un abuelo, la torpeza de sus movimientos y el gran amor que emiten sus sonidos, que respiran sus fosas nasales cansadas, dolidas y enfermas por un cáncer que está destruyendo su cuerpo.

La Sonrisa Etrusca es uno de los mejores libros de José Luis Sampedro. El más bello, más profundo, más sencillo, más cercano y sensible. El abuelo Bruno, en su corta relación con su nieto, recorre su vida calabresa, la vida de un partisano, la vida en el campo, el arraigo, el amor, la memoria. El pequeño Bruno inicia sus primeros pasos de la cariñosa mano, acurrucándose en el regazo de su abuelo, oliendo la vieja manta que le acompaña en todos sus viajes, de saberse seguro en los brazos de su progenitor. El abuelo está muriendo, despidiéndose, emocionado por ser afortunado de sentir la piel de un bebé, ese aliento que es pura vida. Porque los etruscos, los partisanos y todos los luchadores mueren siempre con una sonrisa.

El pasado martes se celebraba el día internacional de las abuelas y de los abuelos. Una jornada que siempre me había parecido extraña, dedicada a la gente anciana. Pero no es así. Hoy soy una abuela más, una abuela de tres maravillosos nietos. Y, ese mismo día, se iba Joaquín, el mejor abuelo que han tenido mis dos hijos. Un abuelo que sonreía ante las ocurrencias infantiles, que jugaba con ellos, que paseaba con sus nietos y siempre mostraba una sonrisa orgullosa. Un abuelo que feriaba con aquellas pequeñas navajas que eran la transmisión de una especie de costumbre, las navajas para el almuerzo, para ir a la montaña. La Fira de Morella, cada mes de septiembre, provocaba estas felices relaciones de abuelos y nietos.

Un abuelo que quería con locura a sus seis nietos, todos niños que crecieron bajo su atenta mirada y su peculiar forma de estimarlos y protegerlos. Incluso, les enseñaba a conducir cuando aún eran menores, apoyando el carnet de conducir de uno de ellos, con la contra de su padre y su madre.

Ha sido el mejor abuelo, el mejor iaio. Joaquín era auténtico, sencillo, entrañable, muy buena persona. Cuando iba sumando años decidió que aún era joven y el mejor conductor, a pesar de tragarse una rotonda catalana, a pesar de que las curvas de la anterior N-232, las tomara incorporando la espalda, rodeando el volante de aquel Ford Escort verde con los brazos abiertos, como si fuera el volante de un camión, y trasladándose al carril contrario. Imposible olvidar este tesón de conductor amable y empedernido que me llevaba y me traía.

Recuerdo aquella mudanza, desde Castelló a Morella, un mes de julio de 1995, con mi hijo pequeño enfermo de varicela, con aquel mítico camión Ebro cargado con las pertenencias de un hogar que se mudaba. Y subiendo las tremendas curvas del Coll d'Ares. Era el mejor abuelo y una de las mejores personas que me han acompañado en esta vida.

Como en La sonrisa etrusca, el abuelo estableció una relación imprescindible con sus nietos, una conexión anímica que jamás desaparece, que sonreía cada  día y aquellas emocionantes noches de Reyes con los regalos ocurrentes de su descendencia, con la dedicación plena de esos niños que crecieron felices bajo su manta de emociones. Joaquín ha sido el mejor abuelo. Sus nietos se han hecho mayores, han crecido y se han realizado, conservando, todos, la misma mirada bondadosa de su abuelo. Y miran, con toda la ternura y el cariño a la iaia Elodia que se ha quedado sola, pero que va a estar más acompañada que nunca, porque los corazones unidos siguen abrazando a quienes queremos tanto.

Imagino que Joaquín viviría indignado con el devenir de los tiempos y de esta actualidad de calamidades. El iaio Joaquín devoraba toda la actualidad y se cabreaba, y hablaba solo, enojado, de las injusticias sociales. Aquella grande y bella mesa del Carrer del Sol era el espacio de encuentro dominical de una familia luchadora y discutidora. Y el iaio era el alma de aquellas comidas y cenas, aunque no lo pareciera. Era la dignidad de una familia que ha luchado sin detenerse. Gente corriente, la misma que ahora vive asustada por las malditas perspectivas económicas y por los tiempos de guerra que creían olvidados.

El abuelo Salvatore, como el abuelo Joaquín, han luchado porque sus hijos y sus nietos tengan una vida mejor, un futuro sin confrontaciones, sin angustia ni desasosiego. Las abuelas y los abuelos poseemos un amor inmenso, difícil de definir tras haber sido madres de nuestros hijos. Los nietos son otra experiencia. Increíble. Los amamos incondicionalmente, forman parte de nuestra vida, nuestra memoria y el futuro que nos quede. Los queremos y apretamos contra nuestro cuerpo sintiendo que son seres que han venido a rescatarnos, a darnos otras oportunidades para seguir luchando, seguir soñando y amando. Somos transmisores de los legados que nos dejaron nuestros padres, testigos de retos, desafíos, de batallas necesarias, somos el principio del relato de nuestros pequeños.

Los abuelos y las abuelas que se marchan y hemos querido tanto dejan mucha  tristeza. Se fueron de nuestra vida y ya los añoramos demasiado.

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