la encrucijada / OPINIÓN

La Comunitat Valenciana, luz en tiempos de sombra

1/03/2022 - 

Un día sombrío para escribir. Las radios informan de continuo sobre de la invasión de Ucrania. Tambores de guerra resuenan, de nuevo, en la vieja Europa. Los demonios del imperialismo, que han asolado el continente en el transcurso de su historia, parecen reclamar una vez más su tributo de sangre, tierra y fuego. Una vez superado el gran drama de la antigua Yugoslavia y estabilizado el anterior conflicto entre Rusia y Ucrania, parecía que el diálogo internacional estaba recuperando posiciones. No ha sido así, y lo que más impacto cobra en estos primeros momentos es el miedo de los ucranianos, su estremecimiento ante el rugir de las sirenas, la impotencia, la inseguridad de lo que será su vida diaria a partir de ahora.

El siglo XXI no está siendo amable con los europeos ni con otros muchos pueblos. Se ha sufrido la mordedura del terrorismo procedente del extremismo religioso. Se ha soportado el tránsito de una crisis financiera cuyas pérdidas no se han distribuido con criterios justos, agravando las desigualdades que castigan con mayor dureza a trabajadores y a profesionales, mientras el 1% de la población engorda su porción de la tarta económica. Apenas oteamos el final de una crisis de salud pública que ha confinado a las personas, llevado al límite la resistencia de las infraestructuras sanitarias y hundido en el dolor a los familiares de miles y miles de fallecidos. Nos desconcierta un presente todavía caliente, en el que algunos actores de la política española han mostrado sus miserias y la baja estima que manifiestan hacia la política como arte noble destinado a destapar expectativas positivas, cerrar desencuentros y pactar motivos para la certidumbre; antes bien, han representado una función de pornografía política: corrupción y espionaje como títulos del guión; lucha descarnada por el poder en los términos más bárbaros; ausencia absoluta de remaches ideológicos; afiliados más pendientes de quién llevaba las de ganar que de quién se lo merecía.

Una dejación de las grandes líneas del pensamiento conservador democrático, sustituidas por cartas de navegación personalizadas, que tropieza con el rearme de ideas destructivas postulado por quienes anhelan la transformación de la democracia en un significante vacío, una vez expoliada de sus trazos liberales, humanistas y solidarios. Con las recetas que pregona el extremismo proto-fascista enraizado en EEUU y en la mayor parte de los países europeos. Con el uso manipulado del término democracia presente en la extensa declaración conjunta firmada, recientemente, por China y Rusia: una idea de democracia que anula sus fundamentos permanentes y se transforma en una plastilina que admite cualquier molde ideado por los gobernantes para justificar su continuidad y objetivos; aunque sea cercenando los derechos ciudadanos básicos y manipulando hasta el vómito las reglas electorales. Lo han impuesto Putin y Xi Jinping y lo intentó Trump.

No, no hay ánimo para escribir, pero la pregunta es si, frente a las negras nubes anteriores, se encuentra justificado abrazar la desesperanza y escoger la ruta del cinismo, del yo primero y el que llegue detrás que se apañe; del aprovechamiento amoral de cualquier ventaja material. Si es tiempo para refugiarse en una burbuja donde sólo quepa lo propio y lo más próximo, negando el paso a los demás, regateando hasta el límite cualquier contribución al interés general y borrando del mapa las responsabilidades existentes con las futuras generaciones. Una vía fácil, elusiva de remordimientos y sentimientos de culpa; la vía que lleva al declive de las obligaciones ciudadanas y a la consideración de pardillo aplicada a quien las sigue asumiendo. La vía de quienes consideran más inteligentes a los más listos pese a que, en la manufactura de éstos, se integren falsarios, vivales y pícaros con las mayores pretensiones de entrelazar los mimbres de la corrupción política y económica.

Llegados a este punto, no son los ánimos de escribir los que importan: lo es la importancia de lo que se encuentra en juego si, a las inercias existentes, se añade el abandono de la responsabilidad cívica por parte de quienes la sienten. Si el pesimismo es la única ventana que proporciona imágenes reales de la calle. Y, al menos en lo que a la Comunitat Valenciana respecta, la respuesta es un no que gana solidez. Por más que nos flagelemos, o quizás porque recurrimos a esta práctica ante el triunfalismo que nos decepcionó en el pasado, lo cierto es que, como sociedad, hemos recuperado el prestigio abatido en otros tiempos por la siembra de la corrupción. Los valencianos contamos con tres ciudades integradas por la UNESCO en sus declaraciones de Ciudades Creativas. Observamos una estimulante presencia de otro grupo de ciudades entre las reconocidas por el Ministerio como Ciudades Innovadoras.

Nuestras tasas de conflictos laborales son de las más bajas de España, lo que permite asumir la existencia de unas relaciones sociolaborales dialogantes y fluidas. El asociacionismo avanza por encima de la media. La proporción de donaciones de órganos para trasplantes muestra que los valencianos y valencianas se sitúan entre los colectivos más solidarios de España. Una solidaridad que se está trasladando a la cooperación internacional, como muestra el aumento de presupuesto autonómico destinado a esta finalidad. Solidaridades acompañadas por el deseo de hacer bien las cosas, visible en el número de banderas azules, en la captación de grandes proyectos inversores, como el esperado de Volkswagen. En la actividad de aquellos de los investigadores valencianos que destacan internacionalmente por el reconocimiento de sus logros, en la de las empresas que miran el espacio digital, el cielo y el mar como misión preferente.

Es verdad que no podemos permitirnos la autocomplacencia ante la existencia de otras importantes asignaturas pendientes de superación; pero tampoco deberíamos consentir la inflamación del pesimismo porque disponemos de capacidades creadoras y fuerzas cohesionadoras; porque se valora la libertad, se percibe la fuerza emprendedora y se acepta, por la gran mayoría, que todo ser humano tiene derecho al conjunto de bienes comunes necesarios para sobrevivir con dignidad y sumarse a las energías activas de la sociedad.

La acumulación existente en la hucha de valores de los valencianos es la que proporciona capacidad de recuperación y la apertura de vías generadoras de nuevos impulsos. Este es el espíritu del tiempo que nos corresponde. El que se crece por más que nos sobresalten guerras, crisis, pandemias, barbaridades ideológicas y bribones desvergonzados. Desde su modestia, la Comunitat Valenciana puede ser un actor positivo de los cambios profundos que se materializarán en este siglo. Un actor que, eso sí, deberá tomarse muy en serio el destilado de ideas para resolver los problemas propios y los que comparte con otros territorios. Estamos en un tiempo en el que la creación de conocimiento será la que destacará a las sociedades: ésa es la oportunidad que se le presenta a la Comunitat Valenciana y que precisa ser adoptada sin timideces ni juegos retóricos.

Precisamente, la aspiración a ese tipo de sendas positivas y constructivas es coherente con que, bien en la intimidad del pensamiento, bien en la calle, expresemos nuestra solidaridad con el pueblo ucraniano, clamemos por la recuperación inmediata de la paz y recriminemos al presidente ruso su crueldad. Su afán de pasar a la historia aunque sea imprimiendo huellas de destrucción, dolor y muerte.

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