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LA LIBRERÍA

'La divina probabilidad de los recuerdos extintos' de Iury Lech

Jekyll&Jill acoge en su catálogo esta mitología personal de lo humano, lo posthumano, el colapso, el recuerdo y la desolación propia de la caducidad

5/12/2022 - 

VALÈNCIA. Es como cuando estamos convencidos de ser algo que en realidad no somos: conocerse es un trabajo ingrato, áspero, y lleno de incertidumbre. Solemos afirmar verdades sobre nuestra naturaleza que se corresponden poco o nada con lo que demostramos ser con nuestras acciones. Aquellos de obras son amores, y no buenas razones. El caso es que ser alguien (un ser humano) no es sencillo. Es un proceso sembrado de contradicciones y sinsabores. Por suerte, nuestra habilidad para recordar es muy limitada. Quitando de una mujer con síndrome de Savant que al parecer lo recordaba todo de sus días con total nitidez, los demás lo que tenemos es una adaptación inexacta de la realidad, cuyos contornos se van desdibujando con el paso del tiempo y con el almacenaje de nuevos recuerdos. Por si fuera poco, pagamos un precio por recordar: consultar al archivo de un recuerdo lo sobrescribe; quizás cambie la ubicación, los protagonistas, la compañía, lo dicho o el resultado. El recuerdo se vuelve otra cosa: una creación. En ocasiones acaba tan alejado de lo que fue en su momento que ni siquiera nos atrevemos a afirmar que sea un recuerdo, y sospechamos que podemos estar tratando con un sueño. Eso pasa mucho con los recuerdos (¿o sueños?) de la infancia o la adolescencia. Los recuerdos no son fotografías o vídeos, sino bosquejos rápidos a mano alzada. Por supuesto, además, disponemos de mecanismos de borrado. Los recuerdos se extinguen. A veces en masa. Generalmente querer activamente que un recuerdo desaparezca, termina por fijarlo más todavía. Esforzarse por no olvidar algo no garantiza nada: hasta las caras de nuestros seres más queridos se diluyen en la memoria. ¿Cómo puede ser? Solo se explica asumiendo que nuestra capacidad para recordar es tremendamente defectuosa. Recordar es en parte imaginar. Hasta la fecha, eso sí, incluso en su imperdonable imprecisión, esta herramienta nos ha ayudado a medrar como especie. Ahora hemos llegado a un punto en qué recordar ya no es tan necesario: hemos externalizado la memoria en diferentes dispositivos y aplicaciones. No hace falta que recordemos una ruta: tenemos GPS. Tenemos correctores de texto, bibliotecas de imágenes vastísimas y portátiles. Internet en el bolsillo. Todo. 

La solapa que contiene el genio de Iury Lech en la fabulosa edición que ha dedicado Jekyll&Jill a su libro La divina probabilidad de los recuerdos extintos es una síntesis de lo que como sociedad vamos a recordar del autor. Por ejemplo: artista multidisciplinar, descendiente de la diáspora ucraniana, pionero de la música electrónica y de la escena poética y audiovisual digital. A continuación damos con un índice evocador: La desambiguación del amnésico / Tribulaciones en el ruedo nihilista / Las alegrías del fracaso / La levitación acústica de los pensamientos / Una grandiosa biblioteca cósmica / De la ontonanología / Del viaje hermético al silencio efímero / La precipitación aceleracionista. Conoceremos a Wolef, a quien seguiremos en un viaje mnemotécnico  a través de experiencias que suceden o que sucederán, que se están recordando y creando, quizás también destruyendo. El viaje de Wolef es a lo largo de sí mismo: es un auténtico egonauta que se contempla y que en determinados momentos llega a verse. Lo que piensa Wolef que es, lo que los demás piensan que es, lo que es o podría llegar a haber sido se combinan en un poliedro de probabilidades. Wolef es, en cierto modo. Wolef es una máscara. Mejor: una carcasa. No: un disfraz. Un gólem. “En una nueva circunvalación a la rueca de sus extintos recuerdos, Wolef tuvo la repentina certidumbre de que su padre había sido la encarnación del Inframundo […] En su nebulosa neuronal, Wolef sospechaba que podría tratarse de Levkoz ("), el arqueólogo del celuloide, el cual se había quitado la vida a los cuarenta y dos años, el mismo factor numérico que lo había perseguido toda la vida, en un hotel de la localidad turística de Ost, donde Wolef también creía recordar haber veraneado en su infancia. Este suceso habría acaecido en el mismo año, mes y día en el que Wolef cumplió los trece años, edad en la que alguien muy próximo a él, según la revelación posterior de la maga Oxis, lo maldeciría con un conjuro inquebrantable, ocasionándole el destino trágico de quien siendo el afortunado poseedor del árbol de las manzanas de oro, al ir a recogerlas para disfrutar de su tesoro descubriría que todas estaban podridas. Por esta causa, Wolef volvía una y otra vez a las playas pretéritas de su infancia y solo conseguía rascar de la experiencia una sensación de olvido carcomido en su interior por los años exangües”.

Existe la posibilidad, pensamos a veces, de que todo sea un decorado dispuesto para mí, que yo sea el protagonista de toda esta historia, que nadie muera en realidad, que esto sea la preparación para una gran fiesta sorpresa que dará comienzo al final, cuando me revelen la verdad. O puede ser incluso que esté jugando a un juego al que yo he decidido jugar y que con el game over vuelva en mí, y descubra que no soy ni siquiera humano. La vida es sueño, como escribía Calderón de la Barca, y como han creído intuir tantos congéneres desde que emergimos de las tinieblas de la ignorancia para caer en las garras de la sapiencia estrecha con los ojos todavía borrosos, y con el recelo de quizás en realidad aún no hayamos despertado. Y sobre partidas que terminan, o que pueden terminar, escribe también Lech pensando en el apagón final, en el cierre definitivo de la ópera espacial de ese animal venido a más que es el Homus Negator: “¿Y si la partida ha finiquitado, qué hacemos jugando a los dados con Deus? -Dios no ha muerto, ni siquiera lo han hecho la filosofía o la poesía. En realidad, quien ha desaparecido es el hombre. Se ha eclipsado por su desprecio hacia lo absoluto de la realidad”.

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