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la encrucijada / OPINIÓN

Las redes sociales y las libertades de expresión y prensa

1/02/2022 - 

En las escenas finales de la película Los archivos del Pentágono (Steven Spielberg, 2017), una redactora del Washington Post reproduce en voz alta lo que le están comunicando por teléfono: el Tribunal Supremo de Estados Unidos ha votado a favor de que The New York Times y The Washington Post reproduzcan el contenido de los papeles clasificados del Pentágono que contienen las decisiones adoptadas por la administración estadounidense durante la guerra de Vietnam. La periodista añade un punto final solemne: uno de los jueces de la Corte ha manifestado que la libertad de expresión y prensa, contemplado en la Primera Enmienda a la Constitución americana, fue introducida para proteger a los “gobernados y no a los gobernantes”.

La anterior afirmación cobra todo su valor cuando sólo existen los anteriores colectivos y se establece entre ambos una clara línea de separación. En segundo lugar, cuando la libertad de expresión y prensa disponen de cauces conocidos, ajenos a la ocultación y sujetos al contraste, de modo que la aspiración a conocer la verdad siga emitiendo un latido enérgico. Una verdad que puede mostrar diversas manifestaciones y acoger distintos contenidos, dependiendo de los hechos conocidos, de la fiabilidad o credibilidad de verdades anteriores empleadas como argumento de autoridad y de la correcta aplicación de un razonamiento lógico capaz de detectar las contradicciones existentes en los bloques precedentes. Pero, en todo caso, la admisión de distintas versiones de la verdad no impide diferenciar a ésta de la mentira, de la falsedad. Desde la principal teoría científica al suceso más modesto de cualquier lugar, existen métodos y prácticas que permiten detectar las patrañas, las calumnias y las tergiversaciones.

No parece sin embargo que, en nuestro tiempo, las anteriores sean condiciones siempre susceptibles de aplicación; de ahí que exista el temor genuino a que las libertades de expresión y prensa, como camino hacia la(s) verdad(es), pueda ser objeto de daños de difícil o imposible reparación, de expropiaciones interesadas y malintencionadas. Más allá de gobernantes y gobernados, nuestra realidad contempla un tercer grupo que, perteneciendo en apariencia a los gobernados, constituye en realidad una nueva especie de sujeto capaz de crear y modelar la libertad de expresión bajo diversas banderas pirata. Ese sujeto se integra y amaga en las redes sociales; las mismas que concentran a miles de millones de usuarios, vinculados a un puñado de empresas que, como Meta (anterior Facebook, Instagram y WhatsApp), absorben las principales relaciones de los internautas en la mayor parte del planeta. Su presencia, que desborda las fronteras de los países, les otorga un estatus internacional, mientras que su naturaleza privada les concede una plasticidad extraordinaria llegado el momento de eludir normas y reglamentaciones estatales, ya sea en beneficio propio o en el de clientes y usuarios tóxicos.

Con las anteriores redes se ha producido un vuelco en el funcionamiento de la información como vehículo de la(s) verdad(es). La habitual distinción entre editoriales (opinión) e información permitía que conociéramos la orientación de cada medio de comunicación. Posibilitaba entender el motivo por el que prestaban mayor o menor atención a unas noticias concretas o la razón por la que determinadas organizaciones mantenían una relación más fluida con unos medios que con otros. Podían deslizarse imperfecciones, malentendidos e incluso una mala fe ocasional; pero, en conjunto, la organización mediática funcionaba y existía la posibilidad, en los países democráticos, de comparar diferentes fuentes de información para olfatear la existencia de bulos e inexactitudes. Finalmente, siempre quedaba el derecho de rectificación y la protección que constituciones y leyes otorgan al honor, dignidad e imagen de cada persona.

Por el contrario, entre los contenidos perniciosos de las redes sociales se aprecia la confusión de opinión e información. La diferenciación de ambas se enfrenta a elevadas barreras que muchas veces resulta imposible de superar para el usuario individual. Y, a la confusión que suscita la mixtura de ambas, se añade la avasalladora producción y reproducción de teóricas noticias, reemplazadas a elevada velocidad por otras de nuevo cuño que exprimen, hasta el agotamiento, la capacidad humana de distinguir el agua del barro en semejante mezcolanza.

En segundo lugar, las redes han aportado una exponencial intensificación de contenidos que guardan como objetivo alimentar corrientes de ira, desprecio y odio hacia personas concretas o grupos específicos diferenciados por su cultura, sexo, religión, nacionalidad, color o cualquier otro signo distintivo de la pluralidad humana. Accedemos, entonces, al terreno del mensaje deliberadamente destructivo que no busca informar ni siquiera influir: aspira a detectar el más incontrolado de nuestros prejuicios y abastecerlo con nuevas piezas de engorde. Frente a este propósito, la pretensión de poner coto a los esterilizadores de la convivencia se encuentra seriamente limitada por las tecnologías de que hacen uso: algoritmos orientados hacia la manipulación, cuentas falsas que simulan proceder de un colectivo concreto, cruce de datos para la delimitación de perfiles segmentados que compartan orientaciones específicas y sean pasto para mensajes maliciosamente personalizados, ocultación de los servidores que proporcionan la infraestructura a las anteriores acciones y todo un extenso manual de operaciones destinado a pervertir el uso de las redes.

Las mismas redes que, en el plano individual, han creado adicciones y estimulado patologías, incluyendo la frustración ante la escasa recepción de likes, la ansiedad cuando no resulta posible consultar las novedades del móvil, la sensación de impotencia y desamparo cuando se estropea éste, la tablet o el portátil... Sensaciones que están floreciendo con especial intensidad entre los más jóvenes. Y, junto a los anteriores efectos, la expansión de una experiencia de pretensiones dominantes que compite y engulle el tiempo destinado a otras actividades, ya sean saludables, culturales o cauces para la sociabilidad sin pantallas.

De las redes sociales se predicaba que aportaban la democratización de la información. Cualquiera podría acceder a miles de personas y hacerles llegar sus ideas, sus proyectos, su forma de ver y mejorar el mundo. Su cara oscura, entonces desconocida, ha angostado los anteriores objetivos y cedido el espacio a una nueva forma de dominio asentada sobre una manipulación de volúmenes industriales. Ya no se trata únicamente de la influencia sobre gustos y productos comerciales, sino sobre capas de la conciencia humana que resultan críticas para la libre capacidad de pensar, decidir y elegir la propia verdad; algo que requiere poner distancia entre la mente humana y ese mundo que amplifica las manipulaciones de la información, las invenciones retorcidas, el desprecio a las democracias, las pasiones viscerales y la depredación de la convivencia.

Los gobiernos están actuando en algunos lugares contra los negativos poderes de las redes, incluyendo su perverso uso para la erosión democrática; pero su capacidad de reacción siempre podrá argüirse que resulta estructuralmente lenta y escasamente anticipativa; y, aun cuando se maticen las anteriores insuficiencias, la colaboración público-privada, anclada en un marco plurinacional, parece ser la mejor defensa en este campo. Más aún cuando los valores a preservar precisan tanto de regulaciones públicas como de conocimientos, instrumentos y recursos capaces de detectar, en tiempo real, a quienes amenazan el genuino ejercicio de las libertades; entre éstas, como se indicaba al principio, la que sirve para proteger a los gobernados de los excesos de los gobernantes; y ahora, en el siglo XXI, para proteger, a unos y otros, de los nuevos poderes amorales que, desde el espacio virtual, infectan la libertad de expresión, tribalizan las identidades sociales rompiendo la cohesión entre distintos y asaltan la limpia formación de las opiniones e inclinaciones personales.

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