La ganadora del Primer Premio Lumen de Novela publica Vladimir, que se inspira en la Lolita de Navokov y plantea un cambio de roles de género en un contexto distópico
VALÈNCIA. Pasan los años y siguen las polémicas de siempre. En la literatura, una de las más recurrentes es el punto de vista de Lolita, la novela de Vladimir Nabokov en la que el protagonista, Humbert Humbert, cuenta en primera persona una relación pederasta con su hijastra. En el estricta pensamiento de la relación entre la obra y el artista, a Nabokov se le ha despojado de su excelente capacidad de generar, a través del lenguaje, un dispositivo perturbador que parece apelar a la empatía hacia el monstruo.
Leticia Martin toma a Lolita como inspiración para darle la vuelta en Vladimir, obra ganadora del Primer Premio Lumen de Novela. En ella, Guinea, una mujer que huye de Estados Unidos para escapar de la escandalosa relación con un alumno, llega a una Argentina distópica y colapsada y es acogida por un hombre... y su hijo de 13 años.
La escritora, que ha estado presentando el libro por España, habla en esta entrevista sobre el papel de Lolita en su creación, sobre el deseo, y sobre su proceso creativo.
- La pregunta más evidente sería cuáles son los puntos de encuentro con Lolita. Yo te quería plantear lo contrario: Siendo una referencia tan clara, ¿qué había en la narración de Nabokov que te querías esquivar más allá del cambio de roles?
- Es alucinante cuando Nabokov va a buscar a la niñita al campamento a avisarle que su madre está muerta y se la sube al auto y la lleva. Es hermoso, delirante, perturbador, oscuro y hermoso a la vez. Luego van de hotel en hotel y no tiene nada tan erótico en el sentido de contar las relaciones, que eso era algo que yo sí iba a hacer porque entendía que ahí había algo que podía atraer al lector de hoy, que es un lector muchísimo más disperso, que está viendo series que tienen giros dramáticos repentinos.
En otro momento de la novela de Nabokov, Lolita crece, tiene una pareja y el tipo insiste en ir a buscarla. Todo eso yo sabía que no iba a suceder, pero sí que iba a tratar de replicar la ausencia de padre en Lolita con la ausencia de madre en Vladimir, y en los dos casos aparece un tercero que entra en ese núcleo familiar disfuncional. Así, hay un embelesamiento entre padre e hijo, que Guinea viene a romper como Humbert Humbert en Lolita.
Eso eran las condiciones de base que yo iba a tomar como punto de partida. Lo demás sí quería dejarme llevar por la trama, algo que a mí me asegura algo más genuino y que tiene que ver con una búsqueda mía cuando escribo.
-¿Por qué era tan importante que la trama con Vladimir y con Rostov ocurriera en un mundo casi apocalíptico, que se apaga? ¿Y hasta qué punto intentas contener que ese contexto se coma totalmente la trama principal?
-Era importante porque yo no quería que la historia fuera un drama íntimo y personal de una persona mayor con un menor. La distopía me sacaba de un miedo mío que era caer en 50 sombras de Grey. Hubo una sucesión de escenas eróticas y yo no quería que la estructura narrativa estuviera tan rota y que alguien la leyera pensar que se iba a calentar con la novela. Yo tenía una intención mayor con eso.
También porque Piglia dice que una historia son siempre dos historias. A mí me gustaba que se cruzaran y así separarme un montón de Nabokov. El argumento y el contexto tenía que ser otro porque si no sería un robo y no una inspiración.
-Lo que parece una novela distópica se convierte en otra cosa cuando el peligro está dentro de la casa. Y aparece entonces una falsa sensación de estar protegidos del exterior, mientras la miserabilidad de fuera se va colando poco a poco.
-Claro, el adentro también puede ser amenazante. Si se metía un paria de los que intentaba entrar o si los perros se ponen agresivos porque están muertos de hambre y la comida se está acabando… Ahí hay un punto en el que hay que elegir.
Pienso en Viven, la novela sobre el accidente de avión en los Andes donde se ven obligados a sobrevivir como pueden con lo que hay en el avión y acaban con el dilema de respetar el cuerpo de sus amigos o sobrevivir a través del canibalismo si los amigos están muertos. Esas son las preguntas que a mí me interesan, y en Vladimir se plantea: ¿sobrevivimos con el deseo o sin él?
-Tenemos muy claro cómo se puede generar en una novela la sensación de ternura o de terror, pero otra sensación mucho más misteriosa, que es la de la perturbación, que está muy presente en tu libro. ¿Cómo lo haces?
-Yo creo que siempre es con acciones. No sabría responderle de otra manera porque es la forma en que trabajo: Cómo hago para narrar esto sin ponerme pensante, teórica, maestra… ¿cómo hago para que el personaje le pase esto?
Por eso es interesante escribir, porque uno se pone en la piel de otra persona, de una construcción, de un Frankenstein, de cada fuente a la que uno acude para poder abordar una psique… Ahí, caminando en esos zapatos que no son propios, uno empieza a entender el otro,
La perturbación siempre se crea desde un acto donde el otro mueve una pieza, como un juego de ajedrez. Mueve una pieza, y entonces el otro tiene que reaccionar a eso. Y a veces, uno cuando escribe no sabe bien si mueve una pieza qué va a pasar porque después hay que conservar el verosímil.
A lo que hace Guinea, Vladimir tiene que responder como un niño de 13 años, y el padre tiene que responder como lo que es. Ahí se va armando un punto de no retorno donde cada uno juega el rol que le toca jugar en la novela para ser verosímil y vos ahí estás atrapado en gente que ya no sos vos.
-Guinea dice en un momento ”no quiero que mi cuerpo haga lo que mi cabeza pide”. Ese es el gran debate de esta novela: ¿cuándo se convierte un pensamiento, una voluntad, en algo abyecto? O, ¿cuándo debemos como sociedad considerarlo abyecto? ¿Has encontrado en tu escritura una respuesta para ello?
-Uno escribe para seguir haciéndose mejor esa pregunta. Es difícil tener una respuesta a eso, porque siempre cambian las condiciones, las personas… Cambia el deseo. El deseo es una bola oscura, digamos, que nos habita. El dilema del deseo es vital porque sin deseo no avanzamos hacia ningún lado interesante en la vida, no damos pasos, no pasamos a actos; pero, a la vez, el deseo es un lugar oscuro, porque cuando uno desea algo, lo desea con intensidad, durante mucho tiempo, de forma insistente, recurrente. Y eso no siempre te lleva a un lugar bueno.
Cuando uno va atrás de su deseo puede salir bien y puede lastimar. Hay una frase alucinante de Kureishi que a mí me encanta, de la novela Intimidad, que dice “uno no puede ser honesto y hacer algo grande en la vida si no comete esa traición cotidiana que es necesario cometer contra los otros”. Esa es una gran dificultad y una respuesta imposible.
-No sé cómo es la realidad política en Argentina, pero en España ha cobrado mucho protagonismo el pensamiento feminista en los últimos años, es el gran cambio social que hemos vivido aquí a nivel político. Los feminismos se han centrado en hablar de temas como la diferencia entre abuso y agresión, o el consentimiento… y, entre medias, se han apartados otros debates, como el del deseo, que es una cosa de la que ni las mujeres ni los hombres podemos escapar y que es muy difícil racionalizar hasta cierto punto. Desde tu realidad y contexto, ¿sientes que hay pocas ganas de abordarlo como un debate público?
-El deseo está corrido del lugar protagónico que tuvo en el siglo XX, a partir de los 60, con todo el mayo francés en adelante. Lo que yo siento como mujer y feminista, o lectora de muchas feministas, es que a veces cada micromachismo por el que luchamos nos tapa el bosque.
Discutir un piropo o cómo un hombre levanta o no levanta la mesa… A veces hay que ceder. Hay una parte del feminismo que no tiene en cuenta que negociar es ceder. Cualquier persona, hombre, mujer, que negocie con otra gana una parte y pierde otra. Y eso me parece que no está pasando.
Me parece que es un momento pendular donde se abrió una posibilidad de empezar a decir cosas de parte de las mujeres y tocará elegir qué causas valen la pena. Qué sé yo, ganemos lo mismo, igual trabajo, igual salario. Me parece más importante que discutir si un tipo me dijo linda por la calle.
Por eso el abuso de una mujer es un tema para mí en esta novela, porque me parece que de repente tenemos que sacralizar a la mujer. Y eso es todo lo que no habría que hacer. ¡No vayamos de vuelta a la Virgen María!
“Cuidémosla porque ellas no saben decirle a un tipo andate a la puta madre en la calle”. En Argentina salieron aplicaciones para denunciar en qué calle alguien te dijo un piropo. ¿De dónde salió ese delirio?
-Guinea es muy consciente de lo que está pensando, aunque luego acabe haciendo lo mismo. Hay un momento en el que dice “No sé si es amor o deseo. Bueno, sí, es deseo”. ¡Qué interesante es esa conciencia de poder separar el amor del deseo!
-Es un pensamiento que como que me atraviesa como persona: dónde empieza el amor y dónde termina el deseo. A título personal, yo quiero amar, pero, en el camino de amar a alguien, no quiero dejar que se cristalice el amor como lo define Lacan y perder todo lo que tiene que ver con el deseo. Lo quiero todo.
Entonces, ¿se puede sostener el deseo cuando uno pasa a la instancia del amor? ¿O cuando se pasa a la instancia del amor se mueve el deseo? ¿Cómo son esos límites? La lucha para mí es esa: ¿cómo poder amar y desear, si querés, no tan oscuramente, desear sin perjudicar a otros, sin arruinarle la psiquis a un menor? ¿Cómo se puede ampliar todo lo posible el deseo con responsabilidad sin que, por ser responsable, se enfríe todo?