VALÈNCIA. Mis primeros Mundiales los vi en Genovés, en el chalet que tenían mis padres en mitad del monte. Calculo que sentado en el sofá, allí dentro, en aquella casa algo tosca en las faldas de la Serra de la Creu, estaría a unos 35 grados. Nunca me importó. Si el sofoco llegaba a resultar insoportable, salía corriendo, subía por los escalones de piedra hasta la piscina, me tiraba de cabeza, me secaba lo más rápido que podía y volvía al sofá. Y allí, mientras mi madre me chillaba que me cambiara el bañador por uno seco, ajeno al calor, a lo que hacían los amigos y, directamente, a lo que pasaba en la vida, yo me entregaba al atletismo.
El primero de todos, el de Helsinki, lo vi con trece años. El siguiente ya tenía diecisiete. Y en el tercero, el de Tokio, a los 21, es posible que ya viera alguna prueba en algún garito por la noche. Pero no me perdía ni un minuto. Me sentaba después de comer y no me levantaba hasta la noche, después, quizá, de haber visto a mi admirado Francesco Panetta.
Se dice que el atletismo vivió su época dorada en los 80. Y yo ya no sé si es así o es que todo lo que nos sucede en la adolescencia nos marca el doble. El caso es que el atletismo lo tenía todo para mí. Era un ignorante, pero un ignorante feliz. No sabía la categoría de las marcas hasta que Gregorio Parra las ponía en valor. A veces te avisaba antes y ya estabas pendiente de las referencias que había en la pradera donde tiraban sus artefactos los lanzadores o en si derribaba o no el listón.
Nadie ha contado el atletismo como Gregorio Parra. Pasión, conocimiento y un estilo periodístico en el que no hacía rehenes. Si tenía que criticar, criticaba. Si uno corría fatal, decía que corría fatal. Hoy me temo que eso ya no es posible. Al bueno de Amat Carceller, la voz del atletismo en estos momentos en Televisión Española, lo mandarían a la hoguera, probablemente los propios atletas, si hiciese una crítica lo mitad de descarnada de cualquiera de las que hacía a diario Parra durante un Mundial. También me gustaba mucho la voz extraordinariamente elegante de Carlos Martín. Su timbre elevaba todo lo que pasaba en la pista. Y esas voces, el aguardiente de Parra y el fieltro de Martín, te llevaban en carroza durante toda la tarde. De una carrera a un salto y de un salto a un lanzamiento.
Me gustaban todas las pruebas. Aunque primero estaba Sebastian Coe -que no disputó aquellos primeros Mundiales y que nunca ganó una medalla- y después el resto del atletismo. En Helsinki 1983 venció Steve Cram en los 1.500, pero aún así, en el primer descanso, como hacía siempre que llegaban los anuncios en cualquiera de los mítines de verano desde que era un niño, me levantaba de un salto, le daba un manotazo a la puerta y salía disparado a correr por el camino haciendo en mi cabeza la narración de una carrera con la voz de Gregorio Parra. Yo siempre era Sebatian Coe y siempre ganaba en la última vuelta, que, en la vida real, era en el desvío del camino para entrar en el terreno de mi chalet.
Entonces, jadeante, me sentaba y me deleitaba con Carl Lewis, Edwin Moses, Billy Konchellah, Sergey Bubka, Patrick Sjöberg, Jurgen Schult, Daley Thompson -creo que después de aquel Mundial me compré su camiseta-, Marita Koch, Sonia O’Sullivan, Ingrid Kristiansen, Heike Drechsler o Jackie Joyner. En la siguiente tanda de anuncios iba a la cocina, me cortaba un trozo de pan, le metía unas onzas de chocolate Elgorriaga y regresaba de inmediato al sofá mientras mi madre me chillaba que cogiera un plato y no lo llenara todo de migas.
No había tiempo para platos. En aquella enorme tele de tubo, quizá todavía en la UHF, había llegado el momento cumbre de la sesión. Eso lo corroboré años más tarde, ya en los estadios mientras escribía en el ordenador, que casi todos los días hay un momento, unos minutos, en los que se solapan varias pruebas vibrantes. Un récord del mundo, un concurso en el que ya solo quedan dos saltadoras, mano a mano, frente al listón, el grito salvaje de un lanzador y una jabalina que cruza el estadio de punta a punta, el público en pie en la última vuelta de una carrera sin un claro ganador o un atleta local que arrambla con una medalla. Y es entonces, en ese clímax, con los velocistas chafando el tartán en la recta de los cien metros, cuando entiendes que no hay nada más bonito en el mundo.
En ese preciso instante, con el estadio en ebullición, con las mujeres y los hombres llevando sus cuerpos hasta las fronteras del ser humano y sus capacidades físicas -más rápido, más alto, más lejos-, ya da igual el calor, la rejilla del bañador clavándose en el culo húmedo o el sofá lleno de migas y hormigas. Da igual si la tele es buena o mala. Si es pronto o es tarde. En ese momento solo existe la carrera y esos ocho hombres o mujeres lanzados hacia la meta.
Este viernes empieza un nuevo Mundial, en Eugene, en el Estado de Oregon. Hoy ya sé en unos pocos metros si la carrera va a ser rápida o lenta, si la batida ha sido buena o mala, si la salida ha sido explosiva o si la jabalina que vuela va a caer más lejos que ninguna otra o no. Pero lo que no ha cambiado es la pasión. Y por la noche, mientras duerme la gente de bien y los borrachines van saliendo de los bares de mi barrio, yo seguiré pegado a la televisión -en realidad, el iPad- para ver a las nuevas estrellas del atletismo, el mejor deporte del mundo.