Las manis antivacunas de este sábado en las tres capitales españolas nos revela que ese fundamentalismo de buena familia ya no es cosa de Estados Unidos y Francia (lo de la excepción cultural gala solo vale cuando hay subvenciones por medio), como forma de arte de no aburrirse de las más absurdas maneras cuando no hay que salir a cazar para comer ni la edad promedio de mortalidad de la especie apenas supera los 30 años. Hace un lustro, recogía en una entrevista en esta casa que “no hay movimiento antivacunas en España”, o que, por lo menos, los grupúsculos escampados por el territorio (sobre todo por Cataluña) no se dedicaban al proselitismo.
Pero cosas tenedes en pandemia, amigo Salk. El domingo de resaca, la España superpoblada se levantaba con el debate entre ciencia y creencia (no se olvide que el segundo término deviene en eufemismo de religión), resumido así: las personas que se vacunan saben que si lleva ARN mensajero la seguridad premium está garantizada, y las que no, creen en los superpoderes del papel de aluminio y la lejía. Que cada uno se alinee con lo quiera y que siga con la compra de Navidad.
El movimiento es tan flamante en nuestro país que un hilo de tuits muy clicado como el de Dani Sánchez Crespo, diseñador de videojuegos y speaker, lo escribía erróneamente con guion para enfatizar el “anti”, aunque describa perfectamente de qué va tal corriente, y sobre todo lo que se propone.
Lejos de ponerse a dilucidar sobre ciencia y creencia, dos esferas no siempre tan nítidamente separadas como defienden los cientifistas biempensantes, estos manifestantes no hacen más que darles la vuelta a los discursos contra la migración: reivindicar la obligación de papeles al que viene de fuera en patera se convierte en el derecho a quedar libres de papeles para entrar en un bar en la crisis sanitaria. Tenemos en las calles un problema de identidad que se rebela contra el significado del Estado de derecho, más que contra la ciencia, y que viene a demandar que prevalezca el derecho a decidir sobre la salud individual, sin entender que la enfermedad es un mal colectivo.
Aunque el trabajo científico y la información rigurosa en torno a los avances para acortar la propagación de las mutaciones víricas no alberguen responsabilidad alguna en la multiplicación del negacionismo de las vacunas, las mascarillas, los aerosoles y el pasaporte Covid, el cientifismo poco contribuye al entendimiento cuando el espíritu crítico sale por la ventana, cuando se elude del debate la realidad cada vez más palpable de la ciencia defectuosa, lo que en inglés se está tendiendo a llamar flawed research, o el bullshit basado en datos que la pandemia ha politizado, al promocionar determinados grupos políticos la opinión contra la evidencia de un pequeño número de científicos.
Por mucho que cueste decirlo, la ciencia tiene fallos, si se mira al proceso por el que se determinan si las cosas son ciertas o no. Las personas que investigan se enfrentan desde hace tiempo a la lamentable incertidumbre de que buena parte de los conocimientos de la ciencia y la medicina dependen de investigaciones defectuosas, desafortunadas o fraudulentas (las que nunca se han realizado).
La brecha entre la mecánica y los resultados de la ciencia es real, señala el epidemiólogo y divulgador Gideon Meyerowitz-Katz, pero no está al alcance de todos, un gran mal teniendo en cuenta que la alfabetización científica sigue representando una asignatura pendiente a nivel global. Mientras la primera parte va a más, con equipamientos e instrumental más eficientes y sofisticados, la evolución de los resultados es inversamente proporcional como perjuicio de la cultura académica dependiente de la fiebre de las publicaciones científicas que disminuyen el espacio para la retrospección y la retractación sobre posibles errores. Aunque “la vacuna mata” vende más, los efectos deberían abrumarnos más que las manifestaciones contra las restricciones covídicas: la acumulación de errores sin corregir y el fraude científico circulan con menos peajes.
Estos problemas de la ciencia no tienen una solución ni sencilla ni inmediata. Mientras las propuestas, que van más allá del acceso abierto -por ejemplo, encontrar una vía de compensación económica a la verificación de errores-, se acumulan en la cajonera, una parte no menor de estudios para tomar decisiones sobre la vida de las personas es falsa o altamente problemática, por lo que el alcance de la mala ciencia debería ser la auténtica preocupación en el debate social, en la que la conducta de las personas de ciencia resulta crucial. Tenemos todos los números para replicar los mismos errores de la covid-19 en próximas pandemias.