A todos nos han hecho promesas que el tiempo se ha encargado de transformar en traiciones. Era un crío, acababa de meter la cabeza en política y sentía el apoyo moral de los que mandaban en el partido; estaba en una nube, cómo iba a pensar un pipiolo como yo cuando se afilió que le iban a mimar tanto las cabezas orgánicas.
Aquella complicidad llegó hasta tal punto, que uno de los gerifaltes me dijo que sería su persona de confianza en un cargo de relumbrón; me había tomado dos Red Bulls, iba como una moto, como diría Pedro Sánchez. Me veía cruzando el Rubicón siendo un alevín imberbe con la cara tan suave como un bebé. Se me hacía imposible retener ese rumor y se lo terminé contando hasta al frutero de la esquina. Fue pasando el tiempo y me costó descubrir que sólo había sido víctima de la técnica de la zanahoria. Todo aquello me enseñó, primero, que no hay que decir más de lo necesario, y segundo, que las promesas son eso, promesas.
Me siento afortunado del desenlace que tuvo mi breve trayectoria, tardé poco tiempo en percatarme de que las diferencias entre la nueva y la vieja política recaen únicamente en la innovación de los métodos para perpetuarse en el poder.
Creo que de haber entrado en la rueda habría sido menos libre de lo que soy ahora. La perspectiva del tiempo me ha hecho renegar cada vez más del sistema de bienestar político que tienen montado en España; se ha apagado de mi corazón todo el romanticismo hacia el poder que uno tiene siendo más joven. Reniego tanto de mis experiencias pasadas que a uno de mis mejores amigos le han nombrado asesor en una institución y creo que aceptar ese puesto es una de las peores decisiones de su vida; llevado por la inercia corre el riesgo de apalancarse años y años en un cargo público.
Estamos asistiendo a un goteo permanente de designaciones por parte del nuevo gobierno de la Generalitat y seguro que muchos se sienten traicionados al ver que su situación no ha cambiado durante estos meses; esas insinuaciones han permanecido en sus anhelos y se han desvanecido en el tiempo. Cuántos de los perfiles que han aparecido en las quinielas durante estos meses al final se han quedado en su casa, el único cargo que han ocupado ha sido en el mundo virtual de la rumorología fabricada por los medios. Al ver sus nombres en esas ternas de futuribles se despertó en ellos una esperanza con ecos de promesa imperativa. Ya se veían en Valencia dando ruedas de prensa como consellers o firmando como secretarios autonómicos, su ego estaba inflado por las encuestas como el de Feijóo el 23-J.
Ahora muchos están como su jefe nacional, desorientados, cabizbajos, deprimidos y han entrado en el trance en el que permanecen todos los que están en política de no fiarse ni de su madre. No asumen que no han sido nombrados para lo que presuntamente alguien les dijo que estaban predestinados. Hace unas semanas uno de estos futuribles me dijo que había varias personas que le habían dicho que hubiese sido un gran conseller. Lo expresaba mirando a la nada, melancólico, fantaseando quizá en lo que pudo ser y no fue.
Me recuerda a Número dos, la novela de David Foenkinos en la que narra la crisis existencial del actor frustrado que se quedó a las puertas en el casting para interpretar el papel de Harry Potter; se imaginaba como hubiera sido su vida si el éxito cosechado por el actor que lo interpretó hubiese sido él y no otro. Descolocados, marginados, enrabietados, se les pone un nudo en el estómago cuando ven acaparar titulares a los consellers elegidos cuando podrían haber sido ellos los protagonistas. Están hundidos anímicamente, cada vez que sale una nueva lista de nombramientos y su nombre no está, sienten lo mismo que cuando juegas al sorteo nacional y no te toca ni el reintegro. Quizá haya suerte y les caiga algo de la pedrea en esta tómbola de cargos institucionales.
Ya llega la Navidad… (se acaban de acordar de Raphael en ese terrorífico anunció de 2013, lo sé)