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Los otros enemigos de la libertad de expresión

20/03/2022 - 

"La democracia es la peor forma de gobierno, salvo todas las demás". Se cita con frecuencia esta frase de Winston Churchill que está sacada de contexto y no es original suya, puesto que, según se deduce de su discurso, estaba citando a otra persona para cantar las excelencias de la democracia. La frase completa que, siendo jefe de la oposición, pronunció Churchill en el Parlamento británico el 11 de noviembre de 1947 merece ser recordada: "Muchas formas de gobierno han sido probadas y serán probadas en este mundo de pecado y aflicción. Nadie pretende que la democracia sea perfecta o sabia. De hecho, se ha dicho que la democracia es la peor forma de gobierno salvo todas aquellas otras formas que se han ensayado a lo largo del tiempo; pero existe el amplio sentimiento en nuestro país de que el pueblo debe gobernar y de que la opinión pública expresada por todos los medios constitucionales debe moldear, guiar y controlar las acciones de los ministros, que son sus servidores y no sus amos".

La democracia imperfecta en la que vivimos es la mejor forma de gobierno que hay, muy por encima de la monarquía absoluta, la dictadura fascista, la dictadura comunista, la teocracia o la anarquía. Hace falta recordarlo en tiempos de guerra como el actual, ya que no pocos nostálgicos de no se sabe qué se dedican todos los días a echar pestes de los defectos del modo de vida occidental, en plan: 'condeno lo que ha hecho Putin, pero…', que recuerda mucho al 'yo no soy racista, pero…'. Ellos no son antidemócratas, pero…

La demostración de que ellos y ellas viven en el mejor de los sistemas posibles es que en cualquier otro régimen serían castigados por expresar en público –incluso en privado– su descontento. La Rusia de Putin ha aprobado una ley que castiga con 15 años de cárcel a periodistas que difundan lo que las autoridades consideren mentira, provocando la huida de casi todos los corresponsales de medios occidentales. Es solo un ejemplo, pero hay muchos más: China, Bielorrusia, Arabia Saudita, Cuba, Corea del Norte... 

La libertad de expresión, "la opinión pública expresada por todos los medios constitucionales" de la que hablaba Churchill, es uno de los pilares más delicados de la democracia; es como un animal en peligro de extinción que los ciudadanos debemos proteger de múltiples peligros, empezando por la amenaza de los propios gobiernos democráticos que en cuanto te descuidas te aprueban una 'ley mordaza'. Esa libertad, con todos sus defectos, es por la que están luchando los ucranianos, que saben que el peor defecto de las democracias europeas es mejor que cualquier ventaja que pueda tener la cleptocracia rusa, si es que tiene alguna.

La productora Marina Oysyannikova protesta contra la guerra en el Canal 1 de la televisión rusa. Foto: EP

Una de las reacciones de Occidente a la invasión de Ucrania ha sido, en nombre de una libertad mal entendida, vetar las emisiones de los medios públicos rusos RT y Sputnik con el argumento de que desinforman y difunden propaganda. No se puede estar a favor de la libertad de expresión y aprobar que se censure a quien da voz al enemigo. En el fondo, aunque no en las formas, es lo mismo que ha hecho Putin, imponer un apagón informativo a quienes considera que desinforman. ¿Desinformación? Estamos en guerra y Ucrania también desinforma. ¿Quién decide qué es verdad o es mentira? ¿Quién decide a qué medios o periodistas se veta? ¿Biden, Von der Leyen, Sánchez…? ¿O son Twitter y Facebook, como hicieron con Trump?

Con todo, de lo que uno venía a escribir en esta columna no es de la querencia de este o aquel gobierno por limitar la libertad de expresión, decisión que puede revertirse –un ejemplo es la 'ley mordaza'–, sino de algo más preocupante: la corriente censora no oficial que recorre Occidente desde hace años, corriente que arrancó en los Estados Unidos y que se extiende cual McDonalds a todo el orbe por la costumbre que tenemos de copiar todo lo que hacen los americanos, sea bueno o malo.

Hablo de la 'cultura de la cancelación', esa especie de populismo censor que empezó con el #MeToo contra hombres que habían agredido sexualmente a mujeres en el pasado y que se ha generalizado para todo tipo de desacuerdo sobre determinados asuntos, para personas que simplemente opinan, incluso para manifestaciones privadas desafortunadas que un buen día salen a la luz, da igual el tiempo que haya pasado. Por no hablar de quienes quieren cancelar a Dostoyevski porque Putin ha invadido Ucrania.

Está ocurriendo en las universidades americanas, ¡en las universidades!, y está llegando a España contagiando a mucha gente joven, para sorpresa y decepción de quienes cuando tenían su edad ya vieron limitada su libertad de expresión en la Dictadura. Quién les iba a decir a quienes conquistaron esa libertad después del Franquismo que cuatro décadas después no iban a poder expresarse libremente por miedo a ser socialmente castigados, que los humoristas iban a tener que medir sus palabras y que el canon del arte iba a desfigurarse con dos filtros de lo políticamente correcto, uno para la obra en sí y otro para las opiniones o la vida privada de su creador. 

Un grupo de estudiantes trata de impedir que se celebre un debate en la Universidad Autónoma de Barcelona. Foto: KIKE RINCÓN

Las hordas ideologizadas están generalmente ligadas a ideales progresistas llevados a la rigidez y a la intolerancia, es decir, a que nadie pueda desviarse un milímetro de los dictados de no se sabe quién. Las forman personas aparentemente normales que, igual que algunos conductores dejan de ser racionales cuando les tocan el claxon, pierden la templanza cuando se inicia la caza del librepensador. Campan por las redes sociales sin respeto alguno por el prójimo ni por su dignidad, lo cual no debería preocuparnos si aprendiéramos a usar las redes que nadie nos obliga a seguir, como ya expliqué aquí. Pero, además de por las redes, campan por las universidades, y eso sí que es grave.

No es algo nuevo, hace años que vemos a conferenciantes invitados en esta o aquella universidad boicoteados por grupos de alumnos que tratan de impedir que hablen porque no están de acuerdo con sus ideas. Como le pasó a Unamuno en 1936, solo que en la Universidad de Salamanca el auditorio era de militares y fascistas y ahora es de estudiantes criados en la democracia que incluso se autodefinen como "antifascistas". Nacionalismo exaltado y autoritarismo son las dos características primigenias del fascismo –antes de la desnaturalización de esta palabra– y en algunas universidades hemos visto a rectores, decanos y estudiantes acosados y silenciados por grupos violentos, imágenes que deberían ponerles en clase mientras el profesor les explica como actuaban los fascistas durante la II República.

Aún más preocupante es que, como ha pasado en EEUU, cada vez más profesores universitarios participen de la cultura de la cancelación, que consiste en acosar y perseguir al discrepante hasta que deje su puesto o pierda su trabajo. También en censurar obras de arte, libros o películas de otro tiempo hasta que son retiradas porque no se acomodan al nuevo pensamiento único.

Como en aquel poema de Niemöller (¿o era de Bretch?): "Primero vinieron a por los socialistas, y yo no dije nada porque no era socialista…", la mayoría permanece callada ante estas persecuciones esperando que nunca le toque porque está en el lado de los buenos. Hasta que le toca. Esta semana hemos visto que Joana Gallego, una profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) que iba a dar una clase titulada "La publicidad, agente socializador" en el máster Género y Comunicación, se encontró con que ninguna de la veintena de alumnas apuntadas se presentó, en protesta por su rechazo a la conocida como 'ley Trans'. Gallego, feminista de largo recorrido y fundadora del máster, pidió a la UAB que no permitiera ese boicot, pero la UAB lo ha permitido. La dirección del máster aludió en un comunicado al derecho de las alumnas a no asistir a clase y trató de humillar a Gallego afirmando que el motivo por el que ninguna acudió fue que la profesora "no ha despertado el interés esperado". Además, las alumnas podrán aprobar el máster sin que nadie les haya hablado de la publicidad como agente socializador. Si tan prescindible es esa lección, el próximo paso será quitarla del programa. 

Foto: JESÚS HELLÍN/EP

Pero lo más lamentable no es eso, sino que esas veinte alumnas salen de la universidad sin saber debatir, contrastar ideas, convencer o cambiar de opinión, ni tampoco pedir perdón ni perdonar. Salen con la lección aprendida de que las armas contra el discrepante son el boicot y el silenciamiento, antesalas de la violencia.

Da la impresión de que estamos enseñando a las nuevas generaciones que solo hay una visión de las cosas, la del grupo al que pertenecen, y a quien no la comparte no hay que convencerlo sino impedirle que hable. Y si hay algún resquicio para el debate tiene que ser a gritos porque el de enfrente es el enemigo. La virulencia de los enfrentamientos entre feministas y el colectivo LGTB+ con motivo del proyecto de la 'ley Trans' es solo un ejemplo.

Se culpa a las redes sociales, que la tienen, por sus burbujas de opinión retroalimentada, pero, ¿qué se enseña en los colegios, institutos y universidad para evitarlo? El otro día contaba el profesor y escritor Alberto Torres Blandina en su columna quincenal en Valencia Plaza como, durante una conferencia sobre literatura, había sido "acusado de forma bastante agresiva de machista por un par de personas del público" –es evidente que no leen sus columnas– por una "expresión desafortunada" por la que pidió disculpas. Era una expresión en tono jocoso que, como todas las bromas, tiende a la caricatura, pero se ve que tampoco se está enseñando bien en las escuelas lo que son los dobles sentidos, las ironías y las metáforas.

La libertad de expresión incluye el derecho a discrepar y también el derecho a equivocarse. Quienes participan en las cacerías deberían repasar lo que han dicho o escrito y reflexionar sobre si de verdad piensan que así contribuyen a construir una sociedad más libre.

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