VALÈNCIA. Las ideas, como los seres vivos, nacen, crecen y mueren o, al menos, languidecen en el olvido. La lucha de clases es una de esas referencias que tuvo su tiempo en Sociología y Economía Política y que hoy es casi desconocida para las nuevas generaciones y, también, para las menos nuevas.
Para empezar, hay que hablar de las clases sociales en general, que tampoco es algo que se oiga mucho. La opinión general es que las clases sociales se corresponden con el nivel de ingresos, y así se habla de clase baja, media o alta, según lo pobre o rico que sea cada cual en términos relativos. Pero esta concepción, tan simplista como equivocada, esconde una falsa idea: que la realidad puede ser como queramos que sea.
La clase social no se basa en la renta, que establece una clasificación puramente estadística, y tampoco es el efecto de la renta, sino su causa. Lo que define una clase social es la identidad de sus miembros —que no conciencia, que eso es otra historia— y la capacidad de los mismos en obtener réditos e influir en las decisiones colectivas a través de los recursos que posee y controla, según lo que dictaba la economía clásica: los propietarios de la tierra, del capital o medios de producción y quienes solo cuentan con su trabajo personal.
Hasta mediados del siglo XX era sencillo constatar que existía una clase burguesa y una clase trabajadora, una clase terrateniente y una clase campesina. Es lo que conceptualmente representaba a la perfección aquella famosa serie británica de televisión Arriba y abajo. Existían otras clases satélites: profesionales, pequeños propietarios, clero, artesanos…, pero, en esencia, la sociedad se dividía entre quienes decidían y quienes no, quienes vivían y quienes sobrevivían.
La noción de lucha de clases fue desapareciendo conforme el modelo que describió James Burnham en su famoso libro 'The Managerial Revolution'
En el siglo XX aparecieron grandes corporaciones en las que la propiedad de las mismas se separó de su gestión. No se trataba ya de capataces tradicionales, sino de auténticos directores, con o sin participación accionarial, que sin ser exactamente los dueños, hacían sus veces. Y este esquema se fue extendiendo a todas las escalas.
Así, la noción de lucha de clases fue desapareciendo conforme el modelo que describió James Burnham en su famoso libro The Managerial Revolution (La revolución gerencial) difuminaba un nuevo tipo de sociedad más compleja y enrevesada, donde los que cortaban el bacalao eran los managers. Burnham fue un caso curioso: describió este cambio de paradigma desde una óptica socialista que influyó en Orwell y su 1984, aunque su tesis fue incorporada plenamente al pensamiento neoconservador norteamericano.
El término lucha de clases puede resultar inquietante para quien lo interprete como guerra social. Pero, desde la victoria de la burguesía sobre los nobles en la Revolución francesa, la cosa no ha sido para tanto; lucha significa intereses opuestos, como lo es la competencia comercial. El conflicto es el origen del Derecho, de las leyes y de la civilización y, además, es inevitable y universal, porque se trata de cómo repartir la riqueza o la escasez.
La actual involución del pensamiento teórico en Occidente hace que el concepto de lucha de clases —como el de plusvalía o clase obrera— haya sido aparcado en las bibliotecas de la Economía Política a estantes poco visitados. Los trabajadores jóvenes se sienten más identificados con tribus urbanas y realities, y si escuchan lo de clase obrera les suena al antiguo Egipto. Por eso es posible asistir atónitos a protestas como la de los repartidores de una conocida plataforma amarilla, que reclamaban no tener derechos laborales. Quizás esto era el fin de la Historia de Fukuyama.
Pero las ideas son una cosa y la realidad, otra. Al igual que en Matrix o La caverna de Platón, la realidad no tiene por qué ser lo que percibimos, y el conflicto de clases -las que sean- seguirá ahí, aunque estemos en paz.
Este artículo se publicó originalmente en el número 116 (junio 2024) de la revista Plaza