VALÈNCIA. Algunos veranos, hace mil años, mis padres nos metían a los cinco hermanos en un Seat 1500 y, muertos de calor, por carreteras nacionales inmundas, te tirabas más de medio día de viaje hasta llegar a Mula, el pueblo de Murcia donde vivían mis abuelos y los hermanos de mi abuelo Fernando. Los pequeños, generalmente, nos quedábamos en las casas que tenían mis tías abuelas en mitad de la huerta, a las afueras de Mula. Si venía el hermano pequeño de mi madre, mi padrino, por la mañana le gustaba llevarnos a los baños de Mula para disfrutar de sus aguas termales, y, al salir, se iba directo al Salazar, un bar fundado en 1925 donde se tomaba unas cervezas acompañadas de mojama y unas almendras fritas que eran una locura.
Años después me llamó la atención la irrupción de un atleta, Mohamed Katir, que decía que era de Mula. Aquello, lógicamente, despertó mi atención y ya no dejé de perderle la pista. Primero por su procedencia y después porque empezó a hacer marcas de rango mundial. Hace dos o tres años leí una entrevista en un periódico de Murcia donde contaba que a él le gustaba correr por los campos de huerta que había detrás del campo de fútbol del Muleño. Y que allí, entre los caminos, había una balsa.
Aquella información me emocionó porque eran los campos de mi abuelo y sus hermanas. Y en aquella balsa, que se utilizaba para regar las plantaciones, con las paredes llenas de algas y el agua transparente y congelada, te bañabas en verano con la ayuda de un neumático convertido en flotador.
Hace unas semanas, al finalizar el Campeonato de España de Nerja, abordé a Katir. El atleta, que tiene sangre marroquí y sangre egipcia, a quien no le gusta mucho hablar, o, más bien, las preguntas de los periodistas, me hizo un gesto como de ‘déjame en paz’. Pero le hice una pregunta que le sorprendió: “Mo, ¿en qué colegio estudiaste?”. El muleño me miró extrañado y entonces, aprovechando su aturdimiento, le conté que la penúltima de las hermanas de mi abuelo -eran siete hermanos-, Anita Arnao, una mujer nacida en 1911, había sido una de las primeras maestras que hubo en España y que por eso daba nombre al Colegio de Educación Infantil y Primaria Anita Arnao.
Katir abrió mucho los ojos, sonrió por primera vez y empezó a contarme que su hermano pequeño estudia en el colegio Anita Arnao, entonces yo presumí de mi tía abuela diciendo que era una de las pocas mujeres de toda Murcia que conducía, recordando aquel Simca 1000 que pasaban los años y mantenía como nuevo. El atleta me escuchaba divertido, aunque pronto le reclamaron para ir a por las medallas y se marchó sin decir adiós.
Mo Katir ganó la medalla de bronce en el Mundial de atletismo que se está celebrando en Eugene, en el Estado de Oregón, donde otro atleta español, uno que me tenía enamorado, Mario García Romo, un tipo educado y muy inteligente, acabó cuarto en esa fantástica carrera de 1.500 donde rebajó su marca en cinco segundos: de 3.35 a 3.30. Una salvajada.
A Mario también lo abordé en Nerja y, la verdad, fue mucho más receptivo. Allí le pregunté si esa habilidad para andar siempre bien colocado era algo innato o algo que había trabajado. En la final volvió a hacerlo y, perdón por la comparación, que se ciñe exclusivamente a su aptitud en carrera, pero me recordó a Marta Domínguez, que jamás abandonaba la cuerda porque sabía que, si mantenías la calma, si no te entraba el susto con cada cambio, el pavor a quedarte encerrado, al final siempre se abría una puerta y llegabas a la recta haciendo hecho menos metros que tus rivales. A Mario solo le valió para ser cuarto, pero yo creo que, a su edad, 24 años, eso es mucho, y más viendo el bocado que le pegó a su plusmarca.
Tras la carrera, Mario García Romo se acordó, como siempre que le entrevistan, de su hermano Jaime. Jaime García Romo, que también fue atleta, tiene cuatro años y medio más que el cuarto del mundo en 1.500 y, como hermano mayor, se esforzó por guiar y cuidar al pequeño.
Los García Romo son de Villar de Gallimazo, un pueblo de 210 habitantes, prácticamente una aldea, que, en invierno, según me cuenta Jaime, “se queda en menos de cien”. Esos meses son duros. Salamanca, gracias a la autovía, está muy cerca, y a veces es mejor irse allí y salir de este municipio, que vive básicamente del cereal y la ganadería, durante esas semanas donde llegan a los diez grados bajo cero y tienen días con máximas de un grado. Aunque alguna se quedaba y se queda, como los García Romo, que vivían de la pequeña empresa familiar con la que el padre y sus tres empleados se encargan de hacer todas las obras de albañilería de la zona.
Su vida, durante la infancia, fue la vida de todos los niños de la España vacía. Los pueblos juntan a sus chiquillos para no perder al maestro y así no tener que desplazarlo a otro lado cada día. “Éramos muy pocos en el colegio: seis o siete, algunos años cinco. No más”. Eran tan pocos que no podían jugar al fútbol, el deporte nacional, así que se entretenían saliendo a correr por los caminos de alrededor de Villar de Gallimazo, un pueblo que está a casi mil metros de altitud. “Primero empecé yo y después Mario. Yo tenía más experiencia y me gustaba mucho”, relata el primogénito. De vez en cuando su padre los llevaba a competir: los juegos escolares, la Carrera del Turrón, la San Silvestre… “Sin entrenar ni nada. Hasta que empezamos a entrenar en el grupo del Azul y Blanco de Salamanca con Lucio Rodríguez”.
De pequeños compartían habitación pero, en cuanto crecieron, ya tuvieron cada uno la suya. Jaime hace un esfuerzo por recordar cómo era la habitación de su hermano y le vienen a la memoria un corcho que tenía encima del escritorio de donde colgaban las fotos con el autógrafo de atletas como Arturo Casado, Juan Carlos Higuero, Reyes Estévez… Ídolos a los que, curiosamente, acaba de dejar atrás, al menos en cuanto a marca, en Eugene.
A Mario le encantaba el atletismo y su hermano tenía que frenarlo cuando salían a correr. “Hacíamos 25 minutos, progresivos, mucha técnica… Y allí iba él, por aquellos caminos interminables, con solo nueve años…”. La técnica, en un pueblo sin pista de atletismo ni gimnasio, la trabajaban como podían. Un día, con la ayuda de su padre, hicieron unas vallas con unos tubos de poliuretano que pegaron como pudieron. “Esas vallitas aún las tenemos. Era todo muy rudimentario. Y el gimnasio, madre mía, era una esterilla y un arrastre que hizo mi padre soldando unas placas. Eso también sigue por ahí”.
Hace diez años, Juan Carlos Granado, un gran entrenador de fondo y mediofondo de Valladolid, el hombre que llevó a Mayte Martínez al podio de los 800 metros del Mundial de Osaka 2007, vino a València en pleno mes de marzo. Quedamos a comer y antes le llevé a ver la mascletà. Después, delante de un arroz en un restaurante junto a las Torres de Quart, le pregunté si venía algún chaval interesante. Juanki me dijo que había un chico de Salamanca que se llamaba Mario García Romo y que le recordaba, por la forma de correr, a Sebastian Coe. Cuando Mario se impuso en la final de los 1.500 en el Campeonato de España, casualmente, Juan Carlos Granado estaba sentado delante mío, así que se giró, sonrió y recordó aquel día en València.
“Es que era una exageración desde el principio”, rememora Jaime García Romo. “En los Juegos Escolares empezaba la carrera y ya se iba solo. El segundo año ya ganó el campeonato de cross de Castilla y León. Pero nunca quemó etapas. Ganaba de forma natural, no hacía nunca una burrada en un entrenamiento. Pero si iba a un campeonato y volvía con la medalla de oro en 60, longitud y 1.000 metros…”.
Los estudios, pese a esa exuberancia en las pistas de atletismo, siempre fueron importantes en casa. Los dos hermanos fueron alumnos aplicados y con un buen expediente. “A la gente le extraña, pero a nosotros nos benefició la educación que tuvimos. Al ser tan pocos alumnos tenías una educación más personalizada. Mi hermano sacó un diez de media y la máxima nota en la Selectividad, y entró en Biotecnología, en Salamanca, que era la que tenía la nota más alta de toda la universidad. Mario siempre ha tenido clara la importancia de los estudios Él, de hecho, no se ve en el atletismo con 35 años sino en la Química y en la investigación”.
Eran buenos estudiantes y buenos atletas, aunque ninguno de los hermanos hubiera prosperado si sus padres no se hubieran sacrificado por ellos. “Siempre lo han vivido muy de cerca. Nos llevaban todos los fines de semana a Salamanca a competir, y en invierno, se levantaban a las cuatro para ir a Soria, Atapuerca, Cantimpalo… Les gustaba que hiciéramos deporte”.
Cuando Jaime acabó la carrera se marchó a Estados Unidos, a la Universidad de Kentucky. Su hermano empezó Biotecnología, pero era tan exigente y encontraba tan poca colaboración en la universidad, que se hartó. Y pese a que ya había acabado entre los treinta mejores en un Mundial de cross, decidió que él también se iba a Estados Unidos. Ahí volvió a ser clave la experiencia del hermano mayor, que le ayudó en el siempre farragoso proceso de traslado y en la búsqueda del entrenador más idóneo, que al final fue Ryan Vanhoy en la Universidad de Mississipi, donde ha hecho la carrera de Química.
El primer año, por contraste, fue complicado. Mario se instaló en Oxford, donde está Ole Miss, como se conoce esta universidad, y sufrió con el choque cultural, el sistema de entrenamiento, la comida, el idioma y hasta con dónde vivía. “Por eso el primer año fue de adaptación y el segundo, cuando comenzaron a llegar los resultados en pista cubierta, llegó la pandemia”. Pero en cuanto pasó la pandemia explotó: campeón de la NCAA en la milla y segundo, en el mismo estadio donde se quedó a las puertas del podio en el Mundial, en los 1.500 al aire libre.
Mario llegó el jueves por la mañana a Madrid. Sus padres, como cuando eran niños, cogieron el coche desde Villar de Gallimazo y fueron a recoger al chico a Barajas para llevárselo de vuelta al pueblo. Después del Mundial viene el Europeo de Múnich, donde será uno de los claros favoritos, aunque los cinco primeros del Mundial fueron europeos… Y en cuanto acabe la temporada regresará a Estados Unidos, pero ya no a Oxford sino a Boulder (Colorado), uno de los grandes centros de entrenamiento de fondo y mediofondo del país. “Allí se vive un ambiente muy parecido al de Eugene (Oregon) o Flagstaff (Arizona), lugares donde se respira atletismo y correr. Todo está hecho para eso”.
Mario García Romo ya no es aquel niño conocido como el Coe de Castilla y León, aquel chaval que, con doce años, batió el récord de España de 500 metros con 1:11. “No hacía series ni nada. Dos días por semana de entrenamiento, un poco de rodaje, técnica y algún jueguecillo”, recuerda su hermano sobre los inicios del que ya es uno de los grandes mediofondistas del mundo. Junto a Katir, claro. Uno de Villar de Gallimazo y el otro de Mula, que la periferia también existe.