El periodista musical publica Macrofestivales, el agujero negro de la música, un libro donde disecciona al detalle una industria que ha crecido hasta desbordarse
CASTELLÓ. "¿Los festivales son a la música lo que los cruceros al turismo?". Una usuaria del Primavera Sound lanzaba esta pregunta por Twitter el año pasado, cuando después de un largo parón se esperaba que los macrofestivales volvieran renovados. La realidad fue otra: los problemas de 2019 continuaban presentes e incluso se originaron nuevos. Overbooking, barras desbordadas, colapso en hoteles y centros médicos... Una oleada de descontento se extendió entre público de todo el país y también entre los trabajadores que ayudan, desde sus vulnerables puestos, a sacar adelante el negocio.
En Macrofestivales, el agujero negro de la música el periodista Nando Cruz desenmascara todo el entramado que hay detrás de cada macroevento. Al caché que cobran los artistas se le dedica un capítulo, como también a la ansiedad que genera un evento al que debería irse solo para disfrutar. También, la precariedad, la relación que se teje con los vecinos, el turismo y la tajada que las grandes marcas se llevan con su celebración son digno apartado de su estudio. Los festivales funcionan. No hay ciudad, grande o pequeña, que no apueste por el suyo, pero ¿a cambio de qué?
Nando Cruz atiende la llamada de Castellón Plaza para profundizar en las consecuencias económicas, sociales, culturales y políticas de los macrofestivales. Y es que, precisamente, Benicàssim o la Comunitat Valenciana, en general, son protagonistas de su libro.
-Los representantes políticos no dejan de repetir que esta es ‘tierra de festivales’. Pero, en el libro se pone en entredicho que esto sea algo positivo. ¿Qué consecuencias tiene para un territorio?
-Era una de las preguntas que yo me hacía. Cuando los directores de festivales dan ruedas de prensa venden un modelo de negocio que dinamiza la zona y que enriquece a esta de muchas maneras; crea aficionados y va a repercutir en las salas. Precisamente he escogido Benicàssim como protagonista del capítulo 'Desierto' para hablar de lo que aquí ha sucedido. Un festival que lleva 25 años celebrándose puede demostrar en cifras si ha dinamizado o no una ciudad y hablando con músicos, profesores de música y gente que lleva bares en Benicàssim coinciden en que la respuesta es que no, no lo hace. Me contaban que había más bares en los años 80 que ahora. Incluso más grupos. No solo no ha dinamizado la zona, sino que ha provocado lo contrario. Vas en octubre y no tienes sitios donde tocar, a no ser que vayas al Corb, un local con capacidad para 50 personas que solamente puede organizar seis actuaciones al año, porque el ayuntamiento no le permite más.
La voluntad de los macrofestivales no es impedir que se celebren actuaciones, pero por su naturaleza no tienen esa capacidad de dinamizar. Son monstruos demasiado grandes, a menudo despegados de territorio. A veces están dirigidos por empresarios que ni viven en la zona. Les ha cuadrado paisajísticamente y una semana después de celebrarse se marchan. Su único contacto con el territorio es a través del departamento de cultura del ayuntamiento. Pero los macrofestivales son máquinas que concentran, no que reparten recursos.
-¿Y por qué a los ayuntamientos les gustan tanto?
-Los ayuntamientos asocian el macrofestival a la atracción de turismo y generación de ingresos para los comerciantes, hoteles y restaurantes. Es una asociación peligrosa, porque cuando entiendes la música como un generador de ingresos, estás extirpando toda la potencia que tiene como elemento cultural. Los festivales sirven para vender más paellas, pero también para acercar personas entre sí. La cultura ejerce como pegamento social y puede servir para desarrollar un espíritu crítico. Desde la política y los ayuntamientos no son tenidas en cuenta estas cuestiones. En el momento que queda demostrado, a través de un estudio, que los festivales traen dinero no solo borrachos, se agarran a eso. De hecho al FIB, el ayuntamiento le tenía mucho miedo, pero al cabo de cinco años pusieron dinero para que no se lo llevara otra ciudad, porque los organizadores amenazaban con irse si no recibían más dinero.
-En 2022 todo volvió a su cauce, pero no de la mejor manera. Cancelaciones, anuncios de última hora, denuncias por malas prácticas… ¿Se ha instaurado un modelo difícil de cambiar?
-Si es difícil de cambiar es porque las administraciones dejan hacer lo que sea y en algunos casos incluso echan leña al fuego. Se les financia sin exigirles, por ejemplo, un trato digno a la gente que trabaja en festivales. No solo los trabajadores como tal, sino incluso los músicos. Hay quienes cobran una millonada y otros tocan por 600 euros. Existen muchos abusos económicos y de trato laboral ante los cuales la administración se desentiende totalmente.
Cuando llegó la pandemia parecía que había interés en el propio sector por reflexionar sobre hasta dónde se había llegado. Y se repitió la cantinela de que había que cuidar al artista local. Básicamente se contrataron artistas de aquí, porque en la pandemia no podían venir de fuera. Cuando acabó esto, no solo volvimos a 2019, sino que fue peor, porque estas empresas llevaban dos años sin ingresos y esto ha implicado más abusos. También al consumidor, los precios de la cerveza se han disparado y se han instaurado cuotas ridículas como hacerle pagar por salir del recinto. La administración no hace nada. El espectador lo poco que puede hacer es denunciar.
-Este diario preguntó al secretario autonómico de Turismo, Francesc Colome, si se planteaba tomar medidas ante el FIB por, entre otras prácticas, cobrar un extra de 10 euros para reacceder al festival, ya que recibe subvenciones de la Generalitat. Su respuesta fue que todo está en “manos de quien tiene que estar, que son las asociaciones de consumidores”.
-Me parece muy fuerte esto, que la administración pase la pelota a asociaciones de consumidores. Muchas denuncias quedan escondidas o se traducen en multas rídiculas. Hay una dejadez total por parte de la administración. Un festival que prohíbe entrar comida o bebida puede estar generando 80.000 euros por eso y después le llega una multa de solo 8.000 euros. Es como una autorización velada de que lo hagan. Y además, a muy pocos les llega la multa. En el libro lo explico, solo cuatro o cinco festivales han sido multados. Mucha se han quedado perdidas. Es alucinante que la administración proteja claramente al empresario y se desentienda del consumidor.
-¿Por qué incidentes como el del Medusa, el verano pasado, no les lleva a activar todas las alarmas y corregir todo este descontrol?
-Lo que pasó en el Medusa fue muy grave y todos coinciden en que lo que ocurrió no fue una excepción, puede seguir pasando. De hecho, dos semanas después del incidente, al Rototom también se le saltó el escenario por las fuertes rachas de viento. No hablamos de una cosa que puede que no se repita en treinta años, es que los meteorólogos advierten que este verano puede suceder algo similar. Habría que replantear mucho los protocolos de seguridad, que desconozco si se está haciendo. Pero no hay que negar la realidad, porque es peligroso. El año pasado un chico de Ciudad Real murió cuando iba a disfrutar de unos conciertos.
-A lo contrario de lo que muchos dicen, en el libro señalas que de momento no existe ninguna burbuja, si bien hay festivales que han tenido que cancelarse ante la falta de público. ¿Es normal que esto suceda en un modelo relativamente joven?
-Se están organizando muchos festivales y evidentemente todos no pueden sobrevivir. La tendencia es que los grandes se están empezando a comer a los chicos. Pero cuando digo que no veo claro que la burbuja vaya a explorar es porque si fondos americanos no dejan de comprar festivales españoles es porque creen que darán beneficio durante un tiempo. Que empresas que no tienen nada que ver con el ocio de la música estén comprando acciones para sacar dinero aquí, significa que la burra va a seguir.
-El Arenal Sound saca pulso cada año vendiendo todos sus abonos antes de dar a conocer su cartel. ¿Han logrado los festivales un poder sobre el usuario que otros sectores nunca van a tener? Es decir, no sé si alguien compraría las entradas para ir al cine sin saber de qué película se trata…
- [Ríe] Cierto. Es que hay dos tipos de público. El público melómano muy aficionado a la música, que es con el que creció el FIB, y hay otro que es gente que quiere pasarlo bien y ha visto que el macrofestival es un modelo de ocio que hay que probar en algún momento en la vida. Del mismo modo que hay gente que quiere ir a PortAventura, o un fin de semana a París, o a un espectáculo del Cirque du Soleil. Es un modelo que atrae a más público no necesariamente afín a la música. Puedes comprar el abono sin saber quién va a tocar, porque en realidad es interesante pero no es el motivo principal. Cuando se hacen encuestas y se le pregunta a la gente por qué va, el porcentaje de motivos sociales es bastante elevado y la motivación musical no es la principal. A mi esto me parece ni bien ni mal, pero es lo que explica que los abonos se vendan antes de tiempo.
-Otro tema son los cachés. ¿Podría decirse que se manejan precios igual de desorbitados y desiguales que, por ejemplo, en el fútbol?
-Compararlo con el fútbol me cuesta un poco. Pero si que es verdad que cuando un equipo ficha a un jugador por un dineral igual te sale rana, a menudo en los macrofestivales sucede que se paga un dineral por grupos que no tienen poder de convocatoria. Igual pagan un millón -por decir una cifra- por un artista que si viniera a Madrid o Barcelona solo no generaría ese dinero, por eso si que se está sobrepagando. También sucede en el mundo del arte. Y en los macrofestivales está pasando que no solo se sobrepaga a macroestrellas, sino también a otros artistas. Igual pagan 500.000 euros por gente que tiene una capacidad de convocatoria de diez mil personas. Esto es igual de bestia que si se paga 10.000 euros a quien tiene una capacidad de convocatoria de dos mil. Es una inflación que existe en todos los escalones del gremio.
-También alertas del peligroso ‘elitismo’ que se teje en un festival de manera inocente: desde las zonas vip, a las diferencias de servicios entre campings…
-Es que todo forma parte de la misma espiral. Necesitas recuperar el dinero que inviertes en cachés, y ¿cómo lo haces? Poniendo las entradas muy caras, la cerveza también... Así 'expulsas' a gente que no quiere pagar seis euros por una bebida. También haces que gente dispuesta pague 250 euros por una zona VIP. Ya no solo se genera una ruptura entre quienes pagan o no por ir a un festival, sino también se crean clases sociales o por ingresos económicos. Lo convierten en un espacio segregador. Todo esto no es por un experimento social, sino porque es la única forma que tienen de recuperar el dinero que tienen.
-Algo que se les achaca mucho a los festivales es que dejen fuera al talento local y, en cambio, propongan carteles cada vez más parecidos.
-Las empresas festivales lo que intentan es copar el mercado y aprovechar que tienen una estructura, duplicándola y triplicándola. Utilizando los mismos recursos humanos e incluso los contactos con agencias para clonar estos eventos y sacarles el mejor rendimiento, porque como empresa destinar el esfuerzo de todo el año a tres días es arriesgado, si lo puedes repartir en diferentes eventos el riesgo es menor y el beneficio mayor. Ahora, cuando una misma empresa monta seis festivales la posibilidad de que se parezca aumenta. A lo que esta tendiendo este negocio es a la concentración de poder.
-La última Fira Valenciana de la Música, organizada por el Institut Valencià de Cultura, sumó a su programación de conciertos habitual una oferta paralela en las salas de Castelló. ¿Debería ser el camino a seguir?
Hay dos maneras de fomentar el hábito de ir a conciertos: una son los macroventos y otra es dar dinero público o enriquecer a estos espacios pequeños que permiten que el público de cualquier ciudad disfrute de la música de manera más natural y con regularidad. Es lo que genera afición a la música. Consumirla de forma desaforada y de manera compulsiva durante tres días no deja tanto poso como de forma regular e integrada, sin pegarte estos maratones. La idea de apoyar el circuito de salas y fomentar que existan espacios en cada ciudad es mucho más útil culturalmente. Dicho esto también hay que alertar que se están produciendo movimientos inquietantes y los mismos macrofestivales se están convirtiendo en promotores en salas. De forma que lo que hacen es quitar terreno a los promotores pequeños.
-En Burriana, el año en el que no hubo Arenal Sound se puso en marcha el primer autocine al aire libre de la provincia, una propuesta que duró lo mismo que el descanso de los macrofestivales. ¿Además de ser competencia para salas, suponen un obstáculo para otros sectores culturales?
-Los ayuntamientos tienen el dinero que tienen y cuando este solo va a un macroevento, el resto del tejido se resiente. No conozco esta historia de primera mano, pero deberían darse cuenta que garantizar el acceso a la cultura no pasa por montar macroeventos a los que todos los habitantes tendrían que ir. Además, no tiene sentido que el consumo cultural se concentre en verano. Yo que soy de Barcelona veo como los festivales no están hechos para la gente de Barcelona, sino para el turista. Todo lo que sitúa a mi ciudad, o a Burriana o Benicàssim, en el mapa no está pensado para la gente de ese lugar. En el caso de Benicàssim es clarísimo. A las últimas ediciones que fui me atendían en inglés. Esto sirve como gancho para que la gente venga a disfrutar, pero no implica cultura en algunos casos.
-No quería acabar sin preguntarte si hay alguna cita que, dentro de lo que cabe, está haciendo las cosas bien. Y si crees que todo puede mejorar con la implantación de los ‘recintos inteligentes’.
-Lo de los festivales inteligentes es una vuelta de tuerca más para exprimir el modelo macro. Sirve para ver cómo pueden vaciar más el bolsillo de la gente. También para controlar flujos de gente sí, pero especialmente para saber qué tipo de cerveza te gusta, a qué hora bebes y monotirzarte para colarte más productos a la venta. De hecho, están pensadas para que bebas más cervezas. Con una pulsera gastas más que si tienes que comprarte cada vez un ticket. No es inteligencia para mejorar tanto tu experiencia.
El problema de todo esto es el modelo mismo, el macro. Aplicar a la cultura la idea de crecimiento desaforado es un error y super nocivo tanto para los grupos, como para los espectadores y el entorno. Un festival de mil personas no es tan agresivo como uno de 30.000, da igual de que sea. Pero empresarialmente interesa juntar al máximo de gente y de grupos en un recinto y culturalmente esto es devastador. Por lo tanto, llámalo festival inteligente o ecosostenible, que cualquier cosa que tenga un tamaña grande será molesto. Y te añado, la diferencia entre un festival macro y sobrehumano y uno en el que puedes estar tranquilamente son principalmente dos cosas: las pantallas. Si un escenario monta pantallas te está demostrando que no vas a poder ver el concierto bien, porque es demasiado grande. Y otro elemento super perjudicial son los solapamientos. Cuando haya dos conciertos o tres a la vez, supone un timo, porque crees que pagas por ver a muchos grupos y en realidad solo verás a una tercera parte. Debería ser un elemento a exterminar. Cualquier festival que no necesita eso, es un festival más humano y más apetecible. Yo intentaré aparecer lo menos posible en un macrofestival. No niego que volveré a uno, pero no lo haré hasta que sepa con exactitud los grupos que tocan, los horarios y solo si todo el resto me encaja, iré.