Pelos fritos, teléfonos inalámbricos, hombreras, baterías electrónicas… los años 80 en toda su expresión están retratados en la serie australiana Newsreader, que además está grabada con objetivos que imitan la fotografía de los 70 y 80. El pretexto de la serie es el periodismo televisivo, pero en lo que indaga es en la mezquindad y ambición en los entornos de trabajo, además de tratar otros aspectos de la época como la epidemia de heroína
VALÈNCIA. Pueden decir misa los periodistas sobre si la serie australiana Newsreader refleja con exactitud o no el ambiente de una redacción televisiva. No tiene ninguna importancia. La historia está centrada en media docena de personajes y, a tenor de su protagonismo, parecería que la cadena de televisión es una radio comunitaria de barrio y no un canal nacional, pero es lo de menos. El valor de Newsreader reside en que es un excelente melodrama en un contexto profesional o lo que llamamos, en román paladino, un curro.
Ya contamos al término de la primera temporada que se trata de una cadena de televisión australiana, que un presentador de la vieja escuela acaba desplazado por gente más joven, una pareja de periodistas que para trepar recurren al morbo que da su romance en la prensa del corazón. Teníamos a un delegado sin escrúpulos, que le exige a los periodistas que den más carnaza y se dejen ser “sociales”. Y sobre todo se mostraba una época en la que todavía no era fácil salir del armario y mucha gente se veía forzada a fingir una heterosexualidad por motivos laborales, pero también por familiares.
Desgraciadamente, las temporadas son solo de seis capítulos y solo con la primera te quedabas incompleto, deseando más. Con la segunda no ocurre lo mismo, sino que es peor. Ahora no queremos otra temporada, queremos seis. Es puro síndrome de abstinencia, una metáfora que viene a cuento porque además en la última tratan el tema de la heroína ochentera.
Los motivos por los que es tan sumamente buena la serie son amplios y variados, pero hay uno fundamental: no viene con subrayados. Se tocan temas que hoy están omnipresentes, como es la homosexualidad y el feminismo, entendido como la tradicional subordinación de la mujer. Sin embargo, aunque se expliquen en toda su dimensión y se comprenda lo que fue esa época con todo el asco posible que nos puede despertar, no estamos ante la típica redacción de alumno de la ESO que cuenta torpemente por qué una cosa está bien y otra está mal en esta vida. Los personajes son humanos, por lo tanto, complejos, y su condición no los hace mejores o peores personas, solo víctimas de la discriminación.
A partir de ahí, los guiones de Michael Lucas y su equipo son como un descenso de ski alpino. Constantemente está colocando cebos al espectador para que sus expectativas se dirijan hacia un lugar que, en seguida, en un requiebro, se ve que no existe. Es una verdadera genialidad de escritura, capaz de sorprender constantemente y que, aunque se trate de un drama, hace que sea muy divertido, porque nunca te esperas lo que acaba sucediendo.
No han descubierto la pólvora precisamente, de esto se nutre el producto más popular de la historia de la televisión, los culebrones, que es lo único que va a sobrevivir a la desaparición de la televisión tradicional junto al deporte en directo. La única diferencia con Newsreader es que los giros del guión no son burdos trucos, sino propuestas muy elegantes e inteligentes, que se nutren de unos personajes con muchas capas y debilidades, como cualquier persona.
El otro aspecto muy interesante de esta segunda temporada es el concepto del curro como espacio compartido por seres humanos con ambiciones varias y que tienen que cooperar para ganarse la vida. Un propósito harto complicado porque el ser humano, en grupo, tiende al conflicto. La probabilidad es igual a uno. La primera temporada era más periodística, pero esta se centra más en ambiciones cruzadas.
Traicionar a un compañero o venderlo es frecuente en cualquier centro de trabajo. Puentear al que tienes arriba para quitártelo del medio y ponerte tú, o mejorar tu situación con un nuevo responsable, es el día a día. Los australianos no están exentos de este tipo de comportamientos dentro de las organizaciones y explican el fenómeno de una manera que, cuando la piensas en perspectiva, es casi humorística. Mucho cuidado con las mosquitas muertas.
Al final, en el último capítulo, podemos ver hasta qué punto la gente condiciona sus relaciones personales, incluso íntimas, por medrar en el curro. Y se nos da un ejemplo negativo y otro positivo, para que comparemos, y luego se convierten en una cosa y la contraria en un baile de sucesos que es un deleite. Te lo pasas pipa, especialmente si te gusta increpar a los personajes de las ficciones mientras las ves.
Sobre lo periodístico, casi como un The Crown, aquí también se van recogiendo hechos reales e históricos. En lo que respecta a la innoble profesión, la masacre de Hoddle Street de 1987 aporta la imagen más certera de cómo es el periodismo. Ayer y hoy. Cuando están montando las imágenes del tiroteo, un cámara ha logrado grabar a un hombre fallecido dentro de su coche. Todos, con alguna que otra duda, pero no muchas, están decididos a dar esas imágenes, creen que van a partir la pana.
Por desgracia, la familia de ese hombre se entera de que ha muerto al ver esas imágenes y se queja y hay un escándalo. Cuando hay que rendir cuentas, todos los implicados se echan la culpa unos a otros en un sainete tan real que cualquiera que haya trabajado con el mediomando español arquetípico sabrá distinguir las miserias pertinentes a la perfección.
También se toca el tema del racismo, los protagonistas viven el 200 cumpleaños de Australia, con lo que supuso de protestas aborígenes o de nativos. No obstante, hay otras escenas, una cena, donde una chica es coreana y la lluvia fina que le cae demuestra mucho mejor la incomodidad y lo desagradable que son los comentarios supuestamente inocuos, pero profundamente racistas que circulan todos los días en todas partes. También hoy; también en la “no racista” España.
Otros aspectos, como la intención del propietario de la cadena de que los informativos sean “como una barbacoa” y se dé una cobertura más informal y coloquial pueden ser interesantes para los que estudien la historia de los medios. En los 80, se empezaron a romper muchos patrones y surgieron las líneas editoriales que apostaban más descaradamente por el entretenimiento antes que cualquier tipo de servicio público. Hoy, al margen de las cadenas públicas y cada vez menos también, nos da la risa pensar que esa es, a priori, la obligación de un canal de televisión.
Y por último, hay una razón fundamental que convierte a Newsreader en extraordinaria. La fotografía. Rodada con objetivos PVintage basados en los Panavision Ultra Speed de los 70, dan una imagen exquisita que la distingue del noventa por ciento de lo que se emite. Para el vestuario, estuvieron comprando en mercadillos de segunda mano e incluso aprovechando la pandemia para hacerse con el armario de fallecidos. El resultado es de un detallismo excepcional. No se me ocurre ahora mismo una serie más recomendable para todo el mundo que esta.
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame