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Bitácora de un mundo reinventado  / OPINIÓN

Pandemia: un final sin aplausos

12/05/2023 - 

VALÈNCIA. Resfriado común, dice mi médica, y me irrita. Cuando uno está enfermo se da cuenta del roce molesto que tienen las cosas del mundo, la palabra común pica en la piel, es un jersey de lana, ¿cómo que es común esto que me pasa? La energía cinética de mis estornudos podría arrancar una Vespino. Pero no, no es Covid, la mujer se ríe cuando lo pregunto; encima la OMS acaba de anunciar que se da por acabada la pandemia. 

A primera hora tenía mi cita y lo que he venido a consultar es mi colesterol. Ella es la titular, por fin doy con mi doctora, con el eslabón final de una larga cadena de sustitutas. Me gustaban más las jóvenes, su dulzura, su zozobra. Esta ha sido jefaza, ha tenido un cargo tocho, me confiesa, y la sé córnea como un callo cuando lo dice. Pero no me inquieto, la experiencia también tiene su encanto, me digo. Escribiendo esto ahora me doy cuenta de que no acudo nunca al médico con conciencia de enferma, más bien de etnóloga. Espero no necesitar nunca una médica experta y antipática, espero no estar realmente aquí cada vez que venga aquí, o sea: que nunca necesite un buen médico. 

Tres años atrás, por estas fechas, me enfrentaba a estas preguntas en pleno golpe de la primera ola, por los pasillos resonantes de un hospital desalojado y lleno de colmillos, entre vapores letales e invisibles, recelando de las gotas de mi saliva, de un teclado o un boli, de quien decía encontrarse bien, de la OMS y de los protocolos, de los de arriba y de los de abajo, de que sonara el despertador y yo no estuviera solo exhausta sino muerta. Como todos, me pregunté a menudo qué cosa era esa de estar viva o no, sola o acompañada, a qué edad era razonable morir o incluso en qué gremio. Buscaba indicios para saber si caería fulminada por un clip o un estornudo, por intercambiar el aire con un colega o un enfermo en cumplimiento de mi contrato. 

Nos aplaudían, tres años atrás. Ahora el colegio de médicos nos ofrece un cursillo de defensa personal (traigan ustedes ropa cómoda). Pero tres años atrás estábamos estirando el uso enclenque de una mascarilla reciclada y sucia de maquillaje (dejé de maquillarme), abriendo puertas con los codos envueltos en sudaderas baratas (dejé de ponerme ropa delicada), mortificándonos por habernos rascado la nariz o un ojo. No me daba permiso para imaginar un final amable, un momento sin trascendencia como este, ¿Covid? No, qué va, dice mi médica ahora, hay muy poco, todo son virus banales porque nos hemos quitado las mascarillas. 

Este mes se cumplen también tres años de mi primera entrega del Bitácora. Al principio fue para descifrar el nuevo mundo, esa realidad vuelta del revés como un calcetín, festival para escritores, mirones profundos, indagadores, para los que perseguimos el reverso de las cosas, vivimos de la extrañeza, de los mundos que se muestran de pronto al aire, como un fondo marino deshidratado. Tal cual hacen las garcetas y otros pájaros en la Albufera cuando los tractores han cosechado el arroz, todos nos lanzamos esos meses a por el botín de humus y nutrientes varios. Yo publicaba una entrada al día, exhausta, enloquecida, abría el ordenador a media tarde y hablaba de un hospital vaciado y seco como un dique, de su extraña piel bajo los neones; mi forma de calmar el pánico era tener listo un Bitácora antes de las nueve. 

Tres años después, la piel del mundo parece la vieja piel, la extrañeza se hace escurridiza de nuevo pero ya no es la misma después de semejante aluvión de preguntas, de hallazgos, de humus, de gusanos. Ya ni siquiera voy al hospital. Se me cayó la pertenencia, el encanto. Escribo, pero ni siquiera escribo lo mismo. El viaje por la entraña de la sanidad pública dejó de ser un reclamo. Hay otros mundos para descifrar, arponeo mis dudas y la forma en la que el mundo me golpea sin tema monográfico. 

Y puede que se haya terminado la pandemia antes de que termine de entender por qué no me quedaba en casa en esos años. Que entienda qué hacía a mi mano girar la llave de contacto para conducir hasta el hospital, qué hacía a mis pies caminar hasta el despacho. Qué me ayudaba a vencer ese minuto delante del volante en que pensaba moriré por culpa de un trabajo, o: voy a matar a los míos por un maldito trabajo, ¿es heroico?, ¿es idiota? 

En Psicología de las Masas, Freud da cuenta de lo mucho que nos alivia fundirnos con el grupo, dejar de lado el yo, que a veces nos lastra como un fardo de leña. Lo cierto es que parecíamos una mente colectiva, sostenida a través del pique, la sugestión, la inclinación por imitarnos unos a otros. A pesar del miedo, había belleza. Las rencillas se habían dejado de lado y las críticas a la autoridad se hacían en voz baja. Había voluntarismo, turnos agotadores tomados sin resistencia, obsequios y hasta olor a pizza por los pasillos de urgencias. Algunos demoraban su jubilación solo por seguir arrimando el hombro y ni siquiera provocaban sorpresa.

Cuando llega Albert le cuento lo de mi catarro común. No se rinde. Quiere un test de antígeno y me habla de nuestros mayores, me insiste. A mí el test ya no me excita como las primeras veces, me parece un cacharro del demonio, no quiero. Está muy claro que le interesa a él, pero dirá que me he puesto mejor solo de saber el negativo. Las instrucciones vienen en una letra liliputiense y tardo diez segundos en renunciar, me he hartado de ser la enfermera de la casa. Así que me estiro en la cama con un almohadón en la cara y dejo que trajine y sude y ponga los brazos en jarra, que la emprenda con las instrucciones en inglés y en arameo, que consulte segunderos y manipule gotas con pulso atento. Es divertido que el ritual se haya hecho de juguete, un puro accesorio. 

Es entonces cuando lo sé y lo sé desde las tripas: la pandemia se ha terminado. Lo que no es divertido es que fuera imposible imaginar este instante hace tres años, que la vida coja por fin un derrotero amable y nadie lo celebre, que no queramos acordarnos ya del miedo. Hablemos del triunfo de la ciencia y los cuidados, de las obras de los hombres, de la masa que cabecea e insiste detrás de un objetivo justo, para todos. 

Deberíamos enderezar el pesimismo con estos desenlaces, celebrar lo humano. Es cierto que las pérdidas son abrumadoras (se estiman veinte millones en el mundo), que las vacunas no se han distribuido con justicia y que el Covid Persistente causa un sufrimiento intolerable. Pero, como siempre, el jaleo de la vida que nos quedaba por delante nos impide acordarnos del miedo. Los que no caímos en la pandemia se lo debemos a quienes sí lo hicieron. Para eso estamos vivos, supongo, para trabajar mejor el golpe la próxima vez. O para olvidar, sencillamente, que pudimos ser nosotros. 

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