Como ya hemos afirmado en esta columna en reiteradas ocasiones, uno de los motores económicos del planeta por la pujanza, dinamismo y crecimiento (en ocasiones de más de dos dígitos) de sus economías está en la zona del Sudeste Asiático. Esta circunstancia favorable es parte de ese movimiento estructural global hacia una reorientación general del mundo. En efecto, como se ha podido constatar desde el comienzo de este milenio, estamos siendo testigos de cómo el centro de gravedad mundial se está desplazando de Occidente hasta Oriente. En este sentido, al principio, dicho centro estuvo en Europa y en sus numerosas y secuenciales naciones hegemónicas, para luego centrarse en los Estados Unidos y, finalmente, concentrarse en Oriente. No solo en China, que sigue siendo el imperio del centro (y ahora más que nunca), si no por el norte en economías esenciales, como son la japonesa y la coreana, y por el sur en toda la región del llamado Sudeste Asiático.
Ya conocemos las características no democráticas del gobierno de Pekín. Por el norte, Japón y Corea del Sur tienen democracias singulares pero consolidadas, mientras que el sur de Asia es más diverso, lo que hace muy complicado llegar a conclusiones genéricas.
Se trata de unos 11 países con economías muy diferentes, culturas exuberantes, historias también distintas y experiencias coloniales heterogéneas (esencialmente francesas, inglesas y holandesas en diferentes países). Y no olvidemos que la región tiene la dimensión de Latinoamérica con una población incluso superior cercana a los 690 millones de habitantes. Es verdad que siempre hubo regímenes autoritarios, tipo Vietnam, en el que su régimen comunista leninista sigue siendo hegemónico y represivo o como el intensamente autocrático sultanato de Brunei (que se merece una columna futura), pero en determinados países se había asentado una democracia en muchos casos mejorable pero solvente y que funcionaba razonablemente bien.
Sin embargo, tras concluir la última década del nuevo milenio, la tendencia se caracteriza por un severo deterioro de las instituciones democráticas de ciertos países. Esta situación se da en países que hasta ahora habían gozado de una cultura democrática aceptable. Y todo ello dentro de una variedad de democracia propia del Sudeste Asiático que puede, por las circunstancias inherentes a estos países, diferir sensiblemente de los modelos más occidentales de democracia. Me refiero concretamente a Tailandia, Malasia, Indonesia y Camboya cuyos casos vamos a analizar a continuación. La idea es tratar de extraer algunos elementos comunes que puedan contribuir a una explicación genérica de la situación así como a las medidas que todavía podrían adoptarse para paliar esta crisis de las democracias en la región.
Empecemos por Tailandia donde el impacto negativo en las instituciones democráticas ha resultado más evidente. Es verdad que los golpes de estado se han sucedido en Tailandia. Desde el año 1932 hasta el 2023 han tenido lugar 32 golpes de estado lo que sin duda es mucho si bien la misma monarquía constitucional ha mantenido la jefatura del estado. Le respaldan una elite monárquico militar reacia a los cambios profundos que probablemente le está pidiendo la sociedad tailandesa. En mayo de 2023 pasado se convocaron elecciones generales de las que resultó ganador el partido Move Forward (Movimiento Adelante) liderado por el carismático Pita Limjaroenrat. Se trata de un político de 42 años, de una familia de clase media alta, que ha estudiado en colegios privados tailandeses y en universidades en Nueva Zelanda y en Estados Unidos. Por lo tanto, tiene la ventaja de ser respetado por los élites (al ser, de alguna forma, un exótico exponente de las mismas) y por los votantes activistas que impulsan el cambio al no considerar, por su apertura de miras, que pertenece al establishment más conservador del país.
Sin embargo, precisamente esa élite inmovilista con elementos militares y monárquicos no lo han reconocido y han decido repartirse el poder con Thaksin Shinawatra un antiguo primer ministro que representa a un empresariado exitoso y con pocos escrúpulos pero que tampoco ha resultado positivo para el pueblo de Tailandia. En efecto, el Movimiento Adelante liderado por Pita consiguió pergeñar en un primer momento una suerte de coalición a la que se sumaron otros partidos contrarios a los militares y a las élites económicas establecidas así como marcadamente prodemocráticos alcanzando la mayoría en la cámara baja. Lamentablemente, como he adelantado antes, resultaron institucionalmente bloqueados por las fuerzas pro militares y pro monarquía en el Senado y fueron incapaces de formar gobierno. Así el magnate inmobiliario Srettha Thavisin fue elegido por el Parlamento el 22 de agosto como primer ministro.
En Malasia, parecía que la situación había mejorado sensiblemente en términos de buena salud democrática con la llegada al poder del primer ministro Anwar Ibrahim en noviembre de 2022 un político reformista conciliador y que estuvo preso más de una década por razones políticas. El nuevo primer ministro debe hacer frente a temas complejos y que requieren ser tratados. No solo tendrá que luchar contra una corrupción endémica y la inflación si no que además deberá implementar políticas dirigidas a una consecución de la igualdad en un sistema institucional claramente diseñado para primar a la comunidad malaya sobre la comunidad china. Desde la derrota en 2018 de un partido que había gobernado casi durante 60 años el país (desde la independencia), la Organización Nacional de Malayos Unidos (UMNO), la vida política se ha vuelto mucho menos previsible. Sin embargo la sombra del UMNO sigue siendo alargada y las reformas que quería impulsar Anwar Ibrahim están encontrando una resistencia casi insuperable. Esta situación provoca una frustración social que podría resultar extremadamente desestabilizadora.
Por lo que respecta a Indonesia, la evolución tras el fin del largo régimen autoritario de Suharto en 1998, fue exitosa en términos democráticos. En efecto, el país con la población musulmana más numerosa del mundo podría afirmar que había conseguido establecer un sistema democrático solvente en un lugar y de una formar claramente sorprendentes. En este sentido, la elección en 2014 del presidente Joko Widodo (conocido como Jokowi) contribuía a consolidar la naturaleza democrática del país. Como ya comenté en esta columna hace algunos años, se trataba de un outsider ajeno a las élites políticas y económicas tradicionales de Djakarta. Fue un soplo de aire fresco muy bien recibido y que acreditaba que las instituciones funcionaban con normalidad.
No obstante, todo esto ha cambiado desde que inauguró su segundo mandato en 2019. En efecto, desde entonces y de forma sistemática, Jokowi está torpedeando a la democracia indonesia. Los ejemplos son numerosos: la implantación de un nuevo código penal supone el ataque a numerosos derechos civiles implantados desde la independencia de los Países Bajos; por otro lado ha desactivado la comisión anticorrupción que funcionaba de forma eficaz. Asimismo, ha reclutado a mucho de su personal de confianza de las antiguas élites cercanas al régimen militar de la época de Suharto. En este sentido su apoyo incondicional a su posible sucesor Prabowo Subianto, un antiguo general populista y que fue yerno de Suharto ha resultado inquietante. Sobre todo porque es el candidato con más posibilidades de llegar a la presidencia en las elecciones que tendrán lugar en febrero de 2024.
El tercer caso analizado, el de Camboya, es incluso más escandaloso. La transición a la democracia del país ha resultado frustrada por instituciones frágiles y por la inexistencia real de un partido de oposición serio. Naciones Unidas ha gastado literalmente millones en tratar de contribuir a la consolidación de un estado democrático en Camboya. La sentencia del Tribunal Municipal de Phnom Penh de año 2023 que ordenaba el arresto domiciliario ¡por 27 años! del activista pacífico Kem Sokha y la prohibición de su participación en actividad política alguna resulta tristemente ilustrativa. Tras las elecciones legislativas del 23 de julio de 2023 para la elección de los miembros de la Asamblea Nacional, en las que no participó partido alguno de la oposición por haber resultado ilegalizados, el régimen instituido por el primer ministro Hun Sen en enero de 1985 se ha convertido, como el de Corea del Norte, en una dictadura hereditaria. Así, en agosto de 2023, Hun Sen cedió todo su poder a su hijo Hun Manet como si se tratase de un asunto estrictamente privado incluso de familia.
Vemos en todos estos caso algunos elementos que se reiteran y que pueden servir para tratar de encontrar una explicación a este fracaso de la democracia en estos países. En primer lugar, hay que partir del hecho de que la democracia liberal tal como lo hemos construido en Occidente (que, por otro lado, no es perfecta) resulta muchas veces de difícil extrapolación a otros lugares, especialmente, si se quiere hacer milimétricamente. Se dan circunstancias históricas, culturales que pueden hacer difícil este tránsito. Conviene pues y, ante todo, humildad en el análisis y evitar posicionamientos etnocéntricos exagerados que puedan afectar a nuestras conclusiones. En segundo lugar, cabe constatar la importancia de la familia como agente político. Y esto nos aproxima a nuestro mundo mediterráneo en el que la familia tiene un rol preponderante. En el caso de Camboya, resulta evidente pero se da también en Indonesia, en Filipinas (que no hemos mencionado de forma específica, con la vuelta al poder totalmente democrática del hijo de Ferdinand e Imelda Marcos, ¡sí la de los zapatos!). Por lo tanto, la confianza total, la plena colaboración, la identidad se consigue a través de ese componente familiar que hay que tener en consideración.
Y, para terminar, se ha apuntado a la influencia en la sombra de China que pretende influir en la degradación de los sistemas democráticos en países que están situados claramente en su zona de influencia. Teniendo en cuenta que los Estados Unidos están viendo reducida su capacidad y su presencia en la región, ese vació lo está ocupando progresivamente China. Y para China la relación con regímenes autoritarios le resulta mucho más fácil que con democracias. Es natural que China quiera tener aliados en la región y la perdida de la condición democrática en muchos países contribuye a una relación más fácil.
¿Cómo se puede tratar de paliar esta situación? Los países democráticos deberíamos evitar de incurrir en contradicciones y tratar de ser consistentes con nuestros valores. Si solo nos guiamos por nuestros intereses cortoplacistas es muy probable que al final perdamos la partida. Por lo tanto las democracias occidentales debería de forma asertiva proporcionar apoyo material y político a los actores gubernamentales y no gubernamentales que están claramente comprometidos con los derechos humanos, los procesos electorales competitivos y la gobernanza democrática. Por lo tanto se debería respaldar a la sociedad civil, a las asociaciones pro-democracia y los grupos de comunicación independientes. Y, por supuesto, la ayuda a aquellas elites estatales y militares comprometidas con la preservación de los sistemas democráticos frente a los envites de los populistas debe ser constante.