Putin ha cometido un acto grave de agresión contra Ucrania, al utilizar la fuerza armada contra la soberanía, la integridad territorial y la independencia política de este país, invadiendo y ocupando militarmente su territorio, bombardeando sus ciudades, aldeas, viviendas y edificios carentes de relevancia militar, realizando ataques generalizados, sistemáticos e intencionados contra la población civil, destruyendo bienes de manera no justificada por necesidades militares, causando pérdidas de vidas, lesiones a civiles y daños a bienes y el medio ambiente extensos, duraderos y graves, y utilizando, además de sus fuerzas regulares, bandas armadas, grupos irregulares y mercenarios. Agresión cuya realización venía planificando y preparando desde hacía largo tiempo y cuya gravedad y escala constituye una violación manifiesta de la Carta de las Naciones Unidas.
Quizá en lector no se haya percatado, pero acaba de leer la descripción detallada de tres de los cuatro graves delitos sobre los que extiende su competencia el Tribunal Penal Internacional de La Haya: el crimen de agresión, el crimen de lesa humanidad y los crímenes de guerra. Y he utilizado para ello exactamente los mismos términos que emplea la norma que creó este Tribunal, el Estatuto de Roma, de 17 de julio de 1998, en sus artículos 7, 8 y 8bis.
Cualquier persona mínimamente informada, que esté siguiendo los medios de información desde el 24 de febrero pasado, día de la invasión de Ucrania, reconocerá inmediatamente que las actuaciones que acabo de describir son hechos incontestables que se están produciendo en la realidad. Hechos que, cuando menos en parte, el propio agresor reconoce y se vanagloria de ello, como un acto de legítima defensa frente a una, hipotética y nunca demostrada, agresión de la propia Ucrania contra la seguridad y la integridad de Rusia y de sus ciudadanos.
En este sentido, pues, y ateniéndonos a la letra del Estatuto del Tribunal Penal Internacional, Putin es –pendiente de un enjuiciamiento que demuestre su culpabilidad– un sospechoso criminal de guerra, de lesa humanidad y de agresión. Pero ¿puede Putin llegar a ser enjunciado por este Tribunal y, en su caso, condenado por esos graves crímenes, lo que podría llegar a costarle una condena a cadena perpetua, además de una elevada multa y el decomiso de sus bienes? Pues, aunque parezca increíble, la verdad es que quizá no. Al menos, mientras no se cambien los términos literales de las previsiones de su Estatuto.
Los graves crímenes cometidos durante la Segunda Guerra Mundial por los nazis en Europa, pero también por la fuerzas japonesas en Asia, llevaron, tras la finalización de la contienda, a la constitución de dos tribunales especiales dirigidos a castigar los crímenes de lo que entonces se denominaron “crímenes contra la paz”, “crímenes de guerra” y “crímenes contra la humanidad” (Carta del Tribunal Militar Internacional, de Núremberg, de 1945, y Orden por la que se crea el Tribunal Militar Internacional para el Lejano Oriente –Tribunal de Tokio–, de 1946). Sin embargo, ya entonces se había hecho manifiesta la necesidad de contar con un tribunal permanente para enjuiciar este tipo de crímenes de manera general. No deja de ser paradójico –desde la perspectiva actual– que fuese precisamente un destacado jurista y penalista ruso, Aron Trainin, quien definiese originalmente lo que él denominaba “crímenes contra la paz” y quien propusiese, ya tras la Primera Guerra Mundial, la persecución de este tipo de crímenes cometidos por los líderes de las fuerzas agresoras. De hecho, Trainin criticó duramente a la Sociedad de las Naciones por no haber asumido esta importante tarea en 1919, lo que él consideraba que fue uno de sus grandes fracasos. Trainin sería después –representando a la Unión Soviética– uno de los creadores del Tribunal Militar Internacional de Núremberg y redactor de su Carta fundacional, en 1945.
Habría que esperar hasta 1998, para que el Tribunal Penal Internacional fuese creado por el Estatuto de Roma. La tarea de poner de acuerdo a los Estados miembros de las Naciones Unidas fue verdaderamente ardua y, antes de conseguirlo, hubo aún que constituir otros dos tribunales internacionales especiales, para, en este caso, enjuiciar los graves crímenes cometidos en la guerra que siguió a la disolución de Yugoslavia (Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia, de 1993) y en la guerra civil de Ruanda (Tribunal Penal Internacional para Ruanda, de 1994). Pero, el problema es que las dificultades para conseguir el acuerdo final terminaron por diseñar un tribunal que hace difícil su operatividad y limita mucho su jurisdicción.
Así, en primer lugar, el Tribunal Penal Internacional sólo tiene jurisdicción sobre los Estados que han firmado el Estatuto que lo crea, o que, sin ser parte firmante, han aceptado la competencia del Tribunal. Y, en segundo lugar, la acusación sólo puede llevarla a cabo el Fiscal del Tribunal, a instancia de un Estado firmante, o del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, o del propio Fiscal, actuando de oficio, cuando tuviese conocimiento de la comisión de alguno de estos graves crímenes por un Estado parte, o por nacionales de un Estado parte, o en el territorio de un Estado parte. Y, por si esto no fuese suficiente, en el caso del delito de agresión, un Estado parte puede auto excluirse de la competencia del Tribunal sobre este delito mediante la simple presentación de una declaración en este sentido. En otras palabras, el Tribunal Penal Internacional no tiene competencia alguna sobre los Estados que no son parte del Estatuto, ni sobre sus nacionales, salvo que hubiesen reconocido explícitamente la jurisdicción del Tribunal, o salvo que lo autorice el Consejo de Seguridad.
El problema que se plantea aquí, pues, es cuádruple: primero, el Tribunal sólo enjuicia y, en su caso, condena a personas, no a Estados; segundo, se requiere la presencia en el juicio de la persona encausada, no cabe el juicio en ausencia; tercero, ni Rusia ni Ucrania son Estados parte, firmantes del Estatuto del Tribunal; y cuarto, el crimen de agresión tiene una regulación particular, que lo hace más difícil de perseguir.
En lo que se refiere a la necesidad de que los Estados sean parte firmante del Estatuto del Tribunal, es verdad que ni Rusia ni Ucrania han firmado el Estatuto, sin embargo, Ucrania sí ha reconocido la jurisdicción del Tribunal, primero, de manera temporal, en 2014, para que pudiese ser investigada la dura represión de las manifestaciones de la plaza Maidan, que causaron más de cien muertos; y, después, de manera ilimitada, en 2015, para que pudiesen ser investigados los crímenes cometidos en Crimea y en el Dombas. En este sentido, pues, el Tribunal sí podría enjuiciar los crímenes de guerra y los crímenes de lesa humanidad cometidos en Ucrania durante el conflicto en curso, dado que el segundo reconocimiento de la jurisdicción del Tribunal que Ucrania hizo en 2015 era ilimitado y, por tanto, está aún en vigor. Sin embargo, en lo que se refiere al crimen de agresión, el Tribunal no podría enjuiciar este delito, dado que se requiere que los dos Estados –el agredido y el agresor– sean parte firmante del Estatuto del Tribunal, salvo que existiese una autorización del Consejo de Seguridad para poder proceder.
En este momento, 40 Estados parte, firmantes del Estatuto –entre los que se encuentra España–, se dirigieron ya al Fiscal del Tribunal, el 2 de marzo, en una acción conjunta, para que inicie los trámites necesarios para activar una acusación formal; si bien el Fiscal, el británico Karim Khan, había iniciado ya sus propias pesquisas el pasado 28 de febrero, al apreciar que había “bases razonables” para proceder procesalmente en la información de la que disponía.
La actuación del Tribunal Penal Internacional es, por tanto, muy compleja, con un procedimiento muy lento, que puede requerir el testimonio de cientos de personas que testifiquen sobre los crímenes cometidos –trámite que puede llevar largos meses–, y que, en general, requiere que los Estados implicados sean parte del tratado; lo que prácticamente imposibilita que se pueda actuar contra sus ciudadanos. De hecho, los Estados grandes –Estados Unidos, Rusia, China, India– no son parte del tratado. Esto es lo que ha hecho que los presidentes de las comisiones de asuntos internacionales de 14 parlamentos europeos –entre los que, lamentablemente, no se encuentra España– hayan propuesto la constitución de un nuevo tribunal penal especial para enjuiciar los crímenes cometidos en la agresión rusa contra Ucrania, como complemento –que no sustitución– de las actuaciones del Tribunal Penal Internacional.
Por otra parte, convendría recordar a los agresores rusos que los crímenes aquí descritos no prescriben y pueden ser enjuiciados en cualquier momento. Los cargos políticos, en cambio, no son eternos. Y, además, el Tribunal Penal Internacional se rige por el principio de la complementariedad, lo que quiere decir que sólo actúa cuando los tribunales nacionales competentes no han hecho su trabajo. En este caso, convendría también recordar al señor Putin que Código Penal de la Federación Rusa condena la incitación a la guerra de agresión, así como su planificación, preparación y realización, además de la fabricación y utilización de armas de destrucción masiva, el genocidio, el ecocidio, la utilización de mercenarios y el ataque a personas sujetas a protección internacional; crímenes que llevan emparejada la condena de entre siete y veinte años de cárcel, además de elevadas multas (artículos 353 a 360 del Código). Pero, claro, ¿serán los jueces rusos capaces de aplicar su propia ley –que no la de la comunidad internacional– y de enjunciar y, en su caso, condenar al señor Putin y su entorno por los crímenes cometidos?
Antonio Bar Cendón. Catedrático de Derecho Constitucional. Catedrático Jean Monnet “ad personam”. Universidad de Valencia