La muerte de Isabel II está copando en exceso la información en todos los medios, los artículos y reportajes sobre el sucesor Carlos III son abrumadores. El protagonismo de las monarquías es total, y en medio de todo ello surge un rey muy terrenal llamado Carlos Alcaraz.
Uno de los reinados más longevo de la historia ha tocado su fin, la muerte de Isabel II ha convertido a la monarquía inglesa, una vez más, en la protagonista total de la información a nivel mundial. La sucesión en su hijo Carlos III con 72 años marca un momento histórico y el boato y protocolo sorprende y fascina al mundo entero. Verdaderamente la monarquía, aunque hablemos mucho de siglo XXI y modernidad, debe sustentarse en lo que podríamos denominar mito, misterio, algo casi sagrado, debe generar una aurea de admiración e incluso de cierta incomprensión al común de los mortales, porque si no hablaríamos de otra cosa, de un presidente de gobierno o un primer ministro o canciller.
La monarquía española, pese a su rica historia y el esplendor de España como nación y como imperio durante siglos, ha realizado una adaptación a los tiempos presentes que en algunas ocasiones roza la posible invisibilidad, aunque mantiene un comportamiento ejemplar y una nutrida agenda a nivel político, social, cultural, etc. siendo la máxima representación del estado y gozando de un respeto y credibilidad internacional que favorece a todos los españoles, seamos o no monárquicos. La monarquía inglesa en cambio ha sabido venderse y penetrar en el pueblo pese a no estar exenta de grandes escándalos de diversa índole, con todo, estos días vemos a un pueblo entregado y apenado por la muerte de su eterna majestad y veremos si trasladan ese respeto, cariño y admiración al rey Carlos III, probablemente será así.
La expresión “eres el rey de…” se utiliza para reconocer que alguien es el mejor, el número uno, el más talentoso en alguna actividad. De ahí que podamos decir que los españoles también acabamos de vivir una sucesión real, pues de nuestro eterno Rafael Nadal como máximo rey del tenis mundial, acabamos de coronar por méritos propios al jovencísimo Carlos Alcaraz, que además estos días está en nuestra querida Valencia para disputar la Copa Davis. Este tipo de reinado dista mucho del protocolo de una monarquía, aunque también un deporte como el tenis cumple con una serie de normas que llevan décadas inmutables. El trabajo y el esfuerzo junto a una disciplina militar han convertido al tenista murciano en el número uno más joven de la historia, una auténtica proeza digna de alabar y que denota la importancia del momento que vivimos en el deporte y en el tenis español.
Con esto no quiero restar valor y dedicación a la tarea de reinar y ser el jefe del Estado. En Europa hay muchas monarquías, pese a lo que algunos dicen y otros piensan, en el ranking de las democracias más plenas del mundo, es decir, los países con mayor calidad democrática, garantías de derechos y libertades y posibilidad de vivir en paz, se encuentran entre los primeros puestos, varias de esas monarquías, incluida la española. Las monarquías en el siglo XXI son formas de estado dentro de democracias parlamentarias, y aunque puedan parecen inservibles, su labor de unidad, cohesión y moderación es fundamental. El ser humano necesita certezas, y la imagen de una jefatura de estado que permanece en el tiempo genera estabilidad y coherencia a la imagen de un país.
Las últimas noticias sobre el entierro que tendrá lugar el próximo lunes son verdaderamente ridículas. La invitación y presencia de nuestros Reyes, tanto Felipe VI y Letizia como Juan Carlos I y Sofía, es algo completamente lógico y natural, tanto por los lazos de sangre que unen a ambas familias como para la amistad y relación propia de las monarquías. El simple hecho de que esto lo intente utilizar el presidente del gobierno para generar una nueva polémica o para forzar al actual jefe del Estado a emitir algún comunicado, denota la bajeza y la falta de madurez personal y de formación del inquilino de la Moncloa. No esperaba un buen gesto, pero sí un mínimo de respeto o al menos de no intromisión en este tipo de asuntos, que como tantos otros, se le quedan enormes ante su afán de protagonismo.