El pasado martes fue mi cumpleaños. 33 castañas. 33 gorrinos que podría haber criado mi madre. Y yo, que tengo tendencia a la melancolía y la palidez como una damisela victoriana empadronada en algún páramo neblinoso, me aboco en cada aniversario a un involuntario balance de mi vida. Hay algo en el paso del tiempo (ineludible, despiadado) que me abruma. Siento que los almanaques me roen los dedos de los pies, que soy la arena que cae en el reloj del Pictionary. Que llego tarde a lo que sea que me aguarde en el horizonte.
No importa si estoy zampando tarta, esperando el metro, abriendo regalos o revisando mails, durante esa jornada los estantes de mi cerebro van trazando un minuto y resultado existencial. Me planteo dónde estoy y cuánto me he desviado de mis aspiraciones de hace una década. Me interrogo sobre quién soy, qué quiero y hacia dónde camino. Intento elaborar un inventario de lo que he aprendido, lo que me falta por saber. Todo esto constituye, por supuesto, un excelente camino de baldosas amarillas a la angustia. Me atenaza la duda sobre si todavía tengo margen de maniobra, sobre si aún puedo mutar y convertirme en otra; dar unos cuántos volantazos más. Sobre si, a grandes rasgos, esta es la persona que voy a habitar hasta que se me acaben los calendarios.
Me interrogo sobre si he adquirido o no las habilidades y conocimientos que se le presuponen a alguien con más tres décadas de experiencia sobre la faz de la Tierra, un sitio bastante extraño, también os lo digo. Pienso en si tengo un rumbo claro o me dedico a vagar por los ritmos circadianos, si soy una flâneuse de mí misma. Pienso en aquello que me gustaría lograr y en lo que todavía no he intentado por miedo a que salga mal (estamos trabajando en ello). Rememoro las equivocaciones que he acumulado en los últimos 365 días (y en las que llegaron antes). Y como tampoco me parece un planazo pasar el día de mi cumpleaños en un charco de desazón, intento también darme palmaditas en la espalda por los aciertos y los éxitos, claro. Pero cuando una está entregada a enumerar anhelos, es mucho más fácil detectar lo que falta que lo que alberga. Los libros que tenemos esperando a ser leídos siempre parecen más importantes que los que ya hemos finiquitado.
Recito mentalmente los objetos que, según nos gritan los imaginarios colectivos en los que chapoteamos, debería poseer una mujer de 33 años que esté performando bien el juego de la adultez. Porque, aunque para no colapsar fingimos no escucharlo, hay un relato social minuciosamente estructurado sobre cómo debería ser nuestro cronograma vital. A qué edad deberías estudiar, a cuál haberte asentado laboral y catastralmente (inserten aquí tremendo LOL millennial) y a partir de qué momento tendrías que empezar a traer churumbeles al planeta. A qué edad deberías contar con gustos inamovibles y opiniones firmes sobre las cosas. Cuándo se espera que seas un individuo que se conforma con “lo que hay” y desiste de intentar transformar la realidad.
En este punto, quienes llegasteis a este ecosistema antes que yo, decís “Uy, 33 años, quién los pillara. Todavía tienes mucho por delante”. Y sí, pero según los planos que me habían enseñado en la visita al piso piloto de la vida, una esperaba ir navegando la treintena con unas cuantas certezas más y unas muchas precariedades menos; con cierta sensación de empezar a entender de qué va esto. Me planteo también qué parte del desasosiego que me atraviesa es sistémico, un problema colectivo, un síntoma más de cuánto chirrían los engranajes sociales y cómo de erosionados están nuestros presentes para impedirnos conjugar en futuro. Pero tampoco puedo evitar elucubrar si soy yo la que no sabe hacerlo mejor.
Una parte de mí está agotada y siente que lleva 3.786 años lidiando con las monsergas del día a día; otra se ve con los mismos recursos para la supervivencia que cuando tenía 17. De hecho, a veces sospecho que existe un manual para la vida con guías prácticas y esquemas sobre qué pasos seguir para convertirse en un adulto funcional, pero que el universo olvidó enviarlo a mi casa en su momento. Que voy dándome trompazos con el mundo porque la caja de herramientas llegó sin hoja de instrucciones. Observo a otras muchachas de mi quinta y me asalta la sospecha de que lo han logrado, que dominan los trucos para hackear la cotidianeidad y frecuentan eso del “get your shit together”. Me entran ganas de preguntarles si ellas también tienen la sensación de estar tocando botones y activando palancas al azar, solo por ver qué pasa.
Quisiera descubrir si la búsqueda de una misma es un proceso sin fin o realmente un día te despiertas y dices, “ya está, ya lo tengo todo bajo control”. Si esa sensación de ser exploradora interior y exterior, de estar en continua construcción, me acompañará para siempre. ¿Este amontonamiento de obligaciones, dudas, whatsapps con “no me da la vida” y dolor de espalda es ser adulta? ¿Estamos seguros de que se hace así? ¿Puede una considerarse adulta si no es capaz de arreglar una cisterna ni hacer croquetas? No quiero ser una eterna adolescente, pero me aterra la sensación de no estar preparada para tener 33 años, signifique eso lo que signifique. No sé si alguien realmente lo está o nos dedicamos a improvisar sin que se note demasiado lo asustadísimos y desorientados que nos sentimos.
Algunos podrían pensar que este repaso por mis asuntos pendientes me empuja al derrotismo, y que, efectivamente acabo la semana pensando que ya es demasiado tarde, que ya está todo el pescado vendido. Pero resulta que no. Finalizado el balance de este año, decido apostar a la posibilidad, a la esperanza en potencia, a que todavía hay espacio para la épica. Tiene que haberlo. No me resigno a que se me agoten los giros de guion simplemente porque las velas de la tarta vayan alcanzando dígitos mayores. Bueno, a aprender a hacerme el cat-eye sí he renunciado, porque una tiene que aceptar sus limitaciones. Pero nada más. Cuando cumpla 34 os cuento.
PD. Si efectivamente existiese ese manual para hacer bien la adultez y alguien que ya lo haya usado con éxito quisiera enviármelo, le estaría muy agradecida.