Un mantra de la derecha, usado profusamente por Milton Friedman y otros liberales, es que “no existe tal cosa como un almuerzo gratuito” o NEEAG (“no existe el almuerzo gratuito”). En economía generalmente se usa refiriéndose al coste de oportunidad, pero también tiene un uso muy político por parte de las derechas, como ariete contra ayudas estatales, el estado del bienestar o los impuestos. Supuestamente es la condensación de un “sentido común”, accesible a todos, justificando la sociedad como una unión de individuos atomizados que deben poder decidir libremente dónde y cómo adquirir sus almuerzos, en vez de esperar sentados a que les lleguen. Una sociedad, como acertadamente describía el recientemente fallecido antropólogo David Graeber, “compuesta de varones treintañeros y cuarentones que viven aislados en sus cabañas en el bosque y deben decidir si matarse mutuamente o intercambiar pieles de castor”.
Pero el mantra es falso. Podría ser cierto en la sociedad descrita por Graeber, pero esa sociedad no existe. Lo cierto es que todos nosotros, absolutamente todos, venimos al mundo, no como varones treintañeros totalmente formados, sino como bebes desnudos, desvalidos e indefensos. Tardamos años, por no decir décadas, en poder valernos por nosotros mismos. Mucho, mucho tiempo, durante el que solo sobrevivimos porque cada día alguien nos pone, gratis, un plato de lentejas en la mesa, hayamos hecho algo para merecerlo o no (y no creo que haya niño que no haya llevado a sus padres a cuestionárselo al menos una vez).
Como adultos, se espera de nosotros que contribuyamos a la sociedad de un modo u otro, siendo el sobreentendido que así es como nos ganamos nuestros almuerzos. Pero solo llegamos a ser adultos gracias a almuerzos gratuitos. Con lo cual, para cuando tenemos la edad y capacidad para cazar nuestros propios castores y estamos listos para la sociedad liberal, ya ha transcurrido así a lo tonto una cuarta o quinta parte de nuestras vidas, y una cuarta o quinta parte de nuestros almuerzos, todos gratuitos. Almuerzos más o menos nutritivos, y en condiciones muy diferentes, según la familia en la que nacieras, haciendo imposible cualquier cacareada “igualdad de oportunidades”. Esto es algo tan fundamental y obvio que resulta difícil encajarlo ideológicamente con el NEEAG, y sus defensores, hasta ahora, solo han encontrado tres formas de hacerlo.
Primera opción: ignorarlo del todo. Hacemos nuestra ideología y nuestro discurso ignorando completamente lo relativo a infancia, familia o crianza. Históricamente, esto ha funcionado muy bien durante mucho tiempo, en concreto, durante todo el tiempo que la política la hacían varones opulentos que también ignoraban todo lo relativo a infancia, familia o crianza en sus vidas privadas porque para eso ya estaban las mujeres y el servicio. Creo que no es casualidad que el canto del cisne del liberalismo clásico empieza cuando las mujeres conquistan el voto: el voto liberal siempre ha sido más masculino que femenino, y las mujeres que votan derecha suelen preferir opciones conservadoras (que en principio aceptan el NEEAG, pero generalmente lo subordinan a los valores familiares).
Segunda opción: mercantilizamos la familia. Esta sería la opción “neoliberal”: metemos la ideología del libre mercado y la propiedad privada hasta la cocina y el vientre materno. Aquí los almuerzos los pagan nuestros egoístas genes buscando la pervivencia. De ahí salen cosas como la gestación subrogada y entender a los niños como “patrimonio” de los padres… mientras bajas por un camino que lleva, sin prisa, pero sin pausa, a la mercantilización de las personas, en forma del “mercado de niños” propuesto por algunos anarcocapitalistas, o directamente en la esclavitud. En la antigua Roma, de donde deriva gran parte de nuestro Derecho, los esclavos eran legalmente “niños” bajo la autoridad del pater familias, y la ceremonia para liberar a un esclavo (la manumissio, literalmente “soltar o emitir de la mano”, “liberarlo del control”) era la misma que para liberar de la patria potestad a un hijo. Ambos, niños y esclavos, eran mera propiedad ante la ley, hasta el punto que el padre o dueño podía legalmente matarlos si ese era su deseo (no es que pasara muchas veces, pero leyes como estas no existen tanto para aplicarse como para amenazar con ellas). Solo quienes no dependen de otros para sus almuerzos pueden ser considerados “libres”, los demás deben someterse a ellos. En el neoliberalismo, esas comidas gratis en realidad son una inversión en nuestro patrimonio.
Finalmente, la tercera opción: compartimentamos radicalmente el “ámbito familia” y el “ámbito mundo cazador”. Esta es la opción “fascista”. No podemos ignorar el papel fundamental de las comidas gratuitas en el desarrollo de las personas, y tampoco queremos meter ahí el mercado, así que lo que hacemos es separarlos a ambos. Un mundo “exterior”, donde prima el darwinismo más salvaje, y un mundo “interior”, que es el familiar, donde priman los valores cristianos más puros. Sin percibir la aparente contradicción entre predicar amor infinito para los hijos propios al tiempo que se predican discursos de odio contra quienes vienen en patera sin más intención que ganarles algo de pan a sus hijos. O mejor dicho: percibiendo perfectamente dicha contradicción, y puenteándola con un discurso fascista y racista. Teorías racistas donde los hijos del Otro “valen menos”, hay que exterminarle “porque él haría lo mismo si pudiese” (la Teoría del Gran Reemplazo), y vainas similares.
Es significativo como en general desde las derechas, todas ellas, se interpreta la “libertad” como “no intromisión del estado en la familia” – algo que ignora que gran parte de la opresión, es decir, de la falta de libertad, históricamente se ha dado dentro de las familias. Con leyes que han dado preponderancia al marido sobre la esposa, y a los padres sobre los hijos. Preponderancias y mecanismos legales que hoy felizmente están superados – pero que se ven sustituidas por mecanismos de facto, como la precariedad laboral o el precio de la vivienda, que dificultan muchísimo el abandono del hogar en caso de abusos, o cuando la familia no aprueba tus opciones vitales.
La edad media de emancipación en España está en unos 30 años (por comparar: 26 en la UE, 24 en Alemania, 21 en Dinamarca y 20 en Luxemburgo). Son factores económicos que mantienen a los jóvenes bajo el control de sus padres durante un tercio de su vida, algo que es una verdadera catástrofe para el desarrollo personal. Se habla ahora como una desgracia del hecho que los jóvenes hayan perdido dos de los mejores años de su vida por la covidia, pero el hecho de que pierdan diez años de independencia comparados con sus pares daneses no parece ser un problema. Esa es la forma en que hoy en España funciona gran parte del control social: a través de la generación que mediante los pisos y trabajos controla a las que vienen por detrás. 30 años son muchos años de comidas gratuitas, y su resultado es una sociedad cada vez más anquilosada, miedosa y conservadora. Va a ser que las comidas gratuitas al final sí tienen un precio… pero que al final no lo pagará quien las sirve, sino quien las recibe– y sin la libertad de haber podido al menos elegir el menú.