CASTELLÓ. Es posible que todos los países actuales de nuestro mundo azul cuenten con encantos que los identifiquen, pero pocos o casi ninguno son tan admirados, idealizados, y reconocibles como Japón: se habla de cómo hemos sido globalizados por Estados Unidos, y sin embargo, en realidad, hemos consumido toneladas y toneladas de horas de cultura japonesa desde que muchos tenemos uso de razón. Los Caballeros del Zodíaco, Oliver y Benji o Dragon Ball son solo unos poquísimos ejemplos —añejos— que alguien nacido en el ochenta y siete puede citar a botepronto en menos que canta un cuervo en la Vila del Pingüí. Y eso, claro, si no entramos en el territorio de los videojuegos, que sería imposible de entender sin la nación insular: esta forma de entretenimiento, cultura popular y ya mucho más que eso, lleva la impronta de los genios que le dieron forma y lo llevaron hasta cotas de hoy, cuando son la materia prima de su enormemente propia industria, una cuyos mayores eventos miran con condescendencia a los ojos de la Champions League. En el cine todos quieren ser Studio Ghibli y en lo literario, poco que decir que no se sepa, al menos por estas latitudes digitales: la fiebre japonesa que despertaron Murakami (Haruki, que recuperó a Ryu) o Banana Yoshimoto fue un nuevo episodio de una historia que atrás o adelante en el tiempo habitan y han habitado Hiroko Oyamada, Kazuo Ishiguro, Aoko Matsuda, Kenzaburō Ōe, Yasunari Kawabata, Mishima, Mori Ōgai, Bashō, Murasaki Shikibu. El fenómeno nipón no es nuevo, aunque es innegable que las últimas décadas le han sentado especialmente bien, pese a haber tenido que reconstruirse y resignificarse —al menos, de cara a sus relaciones exteriores— desde que el curso de su relato fuese interrumpido por dos explosiones apocalípticas como ninguna otra población ha conocido. Costas hacia afuera, todo lo japonés es mitológico, de un modo u otro. Al Japón real podemos acercarnos los gaijin de dos maneras (literarias).