Por un error histórico de comprensión, al que la divulgación científica con flow tampoco encuentra solución, a la ciencia se le atribuye a menudo la capacidad de fabricar certezas, cuando las personas que practican los hallazgos son, en realidad, las que aciertan o se equivocan. De hecho, no ha perdido vigencia lo que escribió en 1987 Giovanni Sartori en su Teoría de la Democracia: “Los gobiernos están hechos de personas, no de cosas. De ahí la pequeña duda sobre quién será el rey: de haber un gobierno de la ciencia, ¿sería un gobierno de científicos?”. Con todo lo que nos ha traído, la pandemia tampoco permite el consenso en la respuesta.
También a la ciencia se la adorna de postulados inexorables e inoxidables cuando está en el lado bueno de la historia, cuando las ecuaciones dan la razón a las sociedades y no al revés, o que se lo digan al secretario autonómico de Educació, Miguel Soler. La percepción externa queda así bien lejos de la sustancia del conocimiento, un campo que asimila como rutina cotidiana, con mejor o peor financiación, la incertidumbre, la provisionalidad y la contradicción. La investigación, en su versión primigenia e íntima de acumulación de intentos y errores, no está hecha para cinismos ni vanidades vulnerables. Sin embargo, su evolución institucionalizada, la que ha derivado en publicaciones, baremos y acreditaciones, se aproxima cada vez más a la inocencia del corredor de bolsa del Nueva York ochentero y chamuscado novelado por Tom Wolfe, por muy blancas que sigan siendo las batas.
“La ropa es una puerta maravillosa que te lleva más fácilmente al corazón de una persona”, decía el autor que mejor ha conocido la versatilidad de ese color que uniformiza a los trabajadores y las trabajadoras de la ciencia creando un unitarismo abrochable que, además, vale como estrategia para despertar las vocaciones científicas entre los y las escolares. Pero, por mucho interés en la ciencia que despierte, lo importante de la bata es lo que hay debajo.
Mientras por aquí resucita la moda de debatir la existencia de la endogamia, tendencia académica tan inmortal como la encarnación de la objetividad en las ciencias de la información y la comunicación, en otras partes cuece la nostalgia por la humildad perdida de la ciencia en sus dos direcciones: tanto en la visión precisa del científico en sí mismo como en su posición con respecto a los otros.
Una de las reflexiones más recientes sobre la necesidad de volver a la mentalidad humilde que los papers le han despojado a la investigación (a los defensores de ‘las respuestas que no pueden ser cuestionadas’ que escampan por las redes sociales los dejan para otro capítulo) pertenece a la publicada en la revista Nature Human Behavior por los psicólogos Rink Hoekstra, de la Universidad de Groningen (Países Bajos), y Simine Vazire, de la Universidad de Melbourne (Australia). Así como nadie quiere volver al álbum de fotografías sin filtros, a pocos se les ocurre publicar inspirados en el transparente y en bruto “dilo como es”, porque la vorágine del proceso de publicación acaba funcionando como un Instagram, se conquista por lo lucidores que sean los resultados. Adorar la belleza, libre de errores y matices, conduce a la arrogancia, a una ciencia que se desentiende de los errores y que lleva implícitamente a presumir de los resultados.
Tomen nota los gestores de lo público. Si barruntaban que el manual de estilo para proyectos subvencionables se había agotado después de transparencia, innovación, diversidad o sostenibilidad, llega la humildad intelectual, la solución que estos psicólogos proponen en pro del bienestar de los científicos del globo: hay que reconocer en público la condición de mortal, “que pueden estar equivocados, y adueñarse de sus limitaciones, ponerlas en primer plano, tomarlas en serio y aceptar sus consecuencias”.
Pese al tufillo de autoayuda, el fondo del mensaje tiene su miga, aparte de que las aportaciones de la psicología sean bienvenidas en un terreno, el de mirarse el ombligo (el metaanálisis de la ciencia o la ciencia que se estudia así misma), casi exclusivo del derecho o la sociología. Una mentalidad humilde, describen estos autores, anima a las personas a aprender (sin pátina utilitarista), con el potencial de reducir la polarización política y estimular la capacidad de cuestionar las noticias falsas, además incentiva una ciencia proactiva (una investigación más honesta y reproducible), y recupera la autoestima de las ciencias sociales. Este último punto no es exagerado. En 2016 se puso en marcha el Proyecto de Pérdida de Confianza, el cual solicitaba a los investigadores que presentaran trabajos en los que ya no creían, junto con una explicación detallada de su cambio de postura, cuyos resultados, que pueden leerse en el estudio Poner el yo en autocorrección, observan que “la ciencia puede avanzar a un ritmo más rápido que un funeral”.
La creciente dependencia de las carreras científicas en los sistemas de publicación de artículos de investigación dispara el abuso de todo tipo de filtrado: exagerar la novedad de un estudio, jugar con las estadísticas para ocultar la incertidumbre de los datos, pasar por alto experimentos fallidos o dar a entender que los resultados teóricos están más cerca de la aplicación en la vida real de lo que realmente son. Es el proceso mismo de publicación el que genera y premia este comportamiento. Aunque se presenta como una norma científica aceptada, si la práctica investigadora actual no incentiva la humildad intelectual, la zanahoria del cambio está en el cajón de editores y revisores -la revisión sigue siendo uno de los pocos santuarios de la libertad académica- y también en el de quienes deciden qué proyecto merece financiación.
El estudio propone que la humildad intelectual puede impregnar cada componente de un artículo científico de principio a fin, desde el resumen, donde los autores deberían reconocer que el grupo de participantes ha sido limitado y exponer todos los experimentos del estudio (no solo los que proporcionaron resultados más sólidos), hasta la discusión, un apartado final que tendría que servir para reiterar los posibles errores en el diseño de la investigación y evaluar con honestidad el alcance de la aplicación de los resultados, donde las limitaciones fueran la columna vertebral.
“Por lo general, escondemos la incertidumbre bajo la alfombra en un intento de ser percibidos como fuertes o sabios”, dicen estos psicólogos. La arrogancia hace olvidar que la fortaleza es aceptar que siempre hay incertidumbre, una reflexión nada nueva, pero más interesante, al menos, que ponerse a buscar etiquetas ideológicas a las corrientes antivacunas y antitransgénicos, discutir si delante de los nombres de quienes poseen el doctorado debe escribirse “Dr.” o imaginar qué le pasaría al mundo si los partidos políticos o los gobiernos solo los integraran científicos, olvidando en todos los casos revisitar los manuales sobre tecnocracia. Vuelvo a Sartori: “Los gobiernos basados en la razón son siempre gobiernos de científicos”. Por mucha humildad intelectual, subvencionada o no, el problema está en lo primero.