En la época narcisista que vivimos se hace cada vez más complicado rectificar, tener la voluntad imperiosa de reconocer los errores, los fallos. Vivimos en una era que nos llama a no dejar de avanzar sin hacer hueco a la quietud, a la reflexión. Conciencia aliada de la penitencia, del propósito de enmienda, del pedir perdón cuando es necesario.
Este vicio ególatra de creerse por encima del bien y del mal fruto del relativismo existencial, dota a los individuos de una especie de inmunidad espiritual. Tara propia de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Nadie está a salvo de los rictus incitados por el virus de la omnipotencia capitalista. Cuando un cuñado tabernario –con toda la razón–, protesta ante la obviedad con la que un dirigente contempla sus propios errores clamando por su dimisión, me gustaría saber lo que haría éste en cuestión cuando meta la pata. ¿Dimitiría? Seguramente miraría para otro lado mientras continúa calentando la poltrona con sus nalgas. Siempre digo que el pecado de la corrupción no atrapa solo a los políticos, sino que es el mal acechante de toda alma.
Inconstitucionales han sido los Estados de Alarma decretados por el Gobierno y aquí nadie se mueve de su silla. En otro país hubiese dimitido el Ejecutivo en bloque, si no vean cómo se marchó todo el gabinete holandés ante el escándalo de las subvenciones de hace unos meses. Al final va a tener razón Juan Manuel de Prada cuando dice que “las sentencias del llamado Tribunal Constitucional, que simulan ser una condena de las ilegalidades perpetradas por el Gobierno, son más bien una ‘despenalización’ de las mismas”. Poca rectificación o lección hay si no se impone una penitencia que le sirva de redención al malhechor. El Tribunal Constitucional declara unas actuaciones de nuestros dirigentes como ilegítimas y no decreta ningún tipo de medida punitiva. ¿De qué sirve una sentencia si no tiene efectos prácticos? Te pasas por el arco del triunfo la carta magna y recibes un mensaje paternalista junto a una palmadita en la espalda del garante de la igualdad entre todos los españoles. Así nos va. Tentáculos buenistas que enturbian con su tinta de la tibieza cualquier espacio que manipulen. De la Constitución pasamos al Código Penal al ver cómo se deja en libertad a un preso no rehabilitado saldando esa temeridad con la muerte de un niño de nueve años. Pobre niño, pobres nosotros. En un mundo en el que existen varias verdades y en el que al mismo tiempo nada parece ser real, los buenos estamos en peligro y los malos campan a sus anchas, sin dejar espacio al arrepentimiento ante la derogación de los errores alzando todo en acierto.
Gracias a Dios algunos sabemos pedir disculpas, reconocemos nuestros errores frente al espejo de la reflexión del arrepentimiento. Como dijo el Rey Juan Carlos –a lo tonto es de los únicos dirigentes de nuestro país que ha tenido las agallas de disculparse por algo–, me he equivocado y pido perdón, por muchas cosas. Una de ellas es haber vertido sobre el ex alcalde Gabriel Echávarri unas acusaciones un tanto escabrosas contra su persona. Lo siento, Gabriel, por la boca muere el pez y a veces la vida te enseña a pensar antes de hablar y no al revés. Estoy convencido de que este mundo sería mucho mejor si aprendiésemos todos a hacer autocrítica y pedir perdón, y quiero ser el cambio que quiero ver en el mundo.
El que esté libre de pecado que tire la primera piedra.