Me sobrecoge el pesimismo y la angustia que sienten personas cercanas, amigas y amigos que sufren un confinamiento obligado, responsable, depresivo, que son población de riesgo, que están cuidándose desde la pasada primavera. Me sobrecoge sentir que seguimos encerradas aunque no se decrete. O sí. Es inquietante lo que nos espera. Hay demasiada tristeza entre nosotras y nosotros, demasiada resignación y una tremenda soledad que será muy difícil gestionar como compañera conviviente. Los distintos gobiernos hacen y deshacen pero deben tener muy presente que la ciudadanía está asustada, desconfiada e insegura de todo.
Los días parecen atropellarse, solaparse ocultando verdades e intenciones verdaderas. Seguimos, y seguiremos, viviendo en este tiempo extraño, recluidos en un círculo maldito del que ya no podemos escapar. En una semana hemos pasado de ser una bucólica Arcadia a ser una de las primeras autonomías en aplicar el toque de queda. En una semana hemos pasado de promocionar y bonificar viajes por nuestro territorio autonómico, -que está muy bien-, a determinar que solamente pueden reunirse seis personas no convivientes, sean familia o amistades, y a reducir la movilidad. No tiene sentido. O eso parece.
Vivimos sitiados en una distopía programada. Todo es volátil y líquido, transformándonos espontáneamente en vapor. Somos partículas y aerosoles vivientes, andantes entre el resto de la humanidad que nos rodea. Inspiramos y expiramos tras la mascarilla que nos esconde, pero nuestros humores acuosos fluyen también por nuestros ojos y sus lacrimales. Y fluyen los de los demás que nos llegan por la mirada. Nuestra mirada anímica se está desbordando. No estamos a salvo frente a una pandemia que crece, que desde su primera ola hemos pasado a su segundo ciclo, y, mientras, parece que nos hemos tomado vacaciones.
A través del magnífico portal culturainquieta.com leí hace unos días un artículo sobre el libro El miedo líquido del filósofo polaco Zygmunt Bauman y el negocio que representa. Hasta ahora se creía que la modernidad iba a ser aquel período de la historia humana en el que, por fin, quedarían atrás los temores que atenazaban la vida social del pasado y los seres humanos podríamos controlar nuestras vidas y dominar las imprevisibles fuerzas de los mundos social y natural. Y, en cambio, en los albores del siglo XXI volvemos a vivir una época de miedo.
Habitamos un mundo hiperconectado, más allá de nuestro territorio personal, más allá de nuestras expectativas. Nos habíamos relacionado con la información más cercana, más auténtica, verídica, ahora el miedo y la angustia se expande al vivir en directo todo lo que pasa en un espacio inalcanzable. Engullimos demasiada información, un vicio que nos provoca un colapso emocional. Bauman nos advierte de la trampa que significa ver peligros por doquier. Porque nuestro entorno y ese espacio confortable nos mantenía a salvo. También nos advierte de sentirnos permanentemente inseguros. Siempre a la espera de que lo que ocurrió en el otro lado del mundo se replique en nuestro entorno más cercano. Y cuando el miedo es difuso, incierto y se extiende prácticamente a cualquier esfera de nuestra vida, se convierte en un enemigo difícil de batir. Entonces se convierte en el «negocio del miedo».
Y teniendo en cuenta lo sucedido esta pasada semana en el Congreso, podemos afirmar rotundamente que hay un negocio del miedo. El coronavirus está siendo el espacio perfecto para manipular a la ciudadanía, para sembrar el odio, la confrontación, para aprovecharse del dolor y pesadumbre de la gente. El estimado colega Javier Valenzuela escribía hace unos días que Abascal… sabe políticamente lo que se hace. Ha montado el circo de su moción de censura para que los votantes del PP le vean como el caudillo duro y osado que necesita su España. Al igual que Trump y los demagogos ultras de los años 1930, sabe que el griterío desaforado ahoga la razón y la libertad. Además de este buen análisis hay que añadir el miedo con el que está jugando la extrema derecha de este país, la misma que está dentro del PP.
Escribiendo sobre Bauman, escucho en la radio que el Gobierno central acaba de declarar el Estado de Alarma, declaración imprescindible para que cada comunidad autónoma tenga cobertura jurídica en sus decisiones. Nos piden quedarnos en casa. A partir de este momento emocional, convivimos con conceptos tan determinantes como toque de queda y estado de alarma. En este pequeño país mediterráneo que habitamos nos llega cierta perplejidad ya que, al parecer, no estábamos nada mal con respecto a otros territorios. (Establecer restricciones contundentes es una buena decisión). Ya era hora de dar un paso adelante, preventivo, y esperando, además, que quienes nos gobiernan dejen de exhibirse compartiendo mesas múltiples en su tiempo libre, y de fotografiarse alegremente en eventos. Hay que dar ejemplo. Porque la ciudadanía vivimos con un suspiro en el cuerpo que estamos frenando y que no podremos soportar mucho tiempo. La ciudadanía está entrando en un periodo de depresión colectiva que habrá que tener en cuenta. ¿Alguien está pensando en la manera de gestionar esta depresión, este miedo, incertidumbre y este desaliento colectivo?
"terminamos cazando monstruos inexistentes, dedicando todos nuestros esfuerzos y energías a protegernos de riesgos improbables, mientras nuestra mente se desgasta en una batalla que está perdida de antemano".
Como decía Milan Kundera, “el escenario de nuestras vidas está envuelto en una niebla en la que no vemos nada ni somos capaces de movernos. En la niebla se es libre, pero esa es la libertad de quien está entre tinieblas”. Y tal como indica el análisis de culturainquieta: Así terminamos cazando monstruos inexistentes, dedicando todos nuestros esfuerzos y energías a protegernos de riesgos improbables, mientras nuestra mente se desgasta en una batalla que está perdida de antemano. Y, mientras, nos sumimos en esos miedos líquidos, nuestra mente racional se desconecta. Pero ahora no cazamos monstruos inexistentes. Estamos abocados a gestionar un miedo que no nos pertenece, que nos están imponiendo.
Escribiendo este artículo, ciertamente angustioso y cargado de incertidumbre, escucho en la Ser a Javier del Pino y Juan José Millás hablando de la suspensión de pagos de la empresa Duralex y, sobre todo, de la memoria emocional que deja esta marca. En estos tiempos de recogimiento forzoso me ilumina convivir con estos objetos. Me sobrecoge recordar, sobre todo, porque sigo utilizando estos platos, vasos y tazas que mis hijos y mis sobrinos bautizaron cómo la vajilla Cuéntame.
Los primeros platos que revolucionaron los años sesenta del pasado siglo eran de vidrio templado transparente, una modernidad que podía conseguirse reuniéndose bonos de detergentes como Tu-tú, Ese y Omo, aquellos que revolucionaron la limpieza a mano en las clásicas pilas al vender montañas de espuma limpiadoras que no necesitaban frotar la ropa. Poner a remojo estas modernidades de detergentes introdujo en los hogares menos trabajo para las mujeres y también, en promoción, los platos Duralex y otros regalos que se perdían entre aquellos polvos en envases de cartón como pequeñas réplicas de perlas y de monedas antiguas.
Cuando, en mi infancia, llegó a mi casa la creciente e inacabable vajilla Duralex, porque se iba coleccionando mediante promociones comerciales, cambiaron las comidas y las cenas. Era una ceremonia de modernidad y ‘avance’ ciertamente incomprensible, pero agradable en cada casa. Era un paso doméstico adelante entre tanta oscuridad, era algo importante poseer platos y vasos ‘irrompibles’, era el triste argumento de una sociedad secuestrada que convertía la felicidad en un triste vidrio irrompible.
Con el paso del tiempo llegabas a odiar aquellos falsos cambios, aquella imposición que el franquismo nos vendía como el máximo del progreso de un país. Tremendo. Pero hoy gozo al comer un hervido de patata, judía, cebolla y aceite en el plato hondo de color ámbar porque era el mismo que usaba mi abuela. Era lo más. En mi casa solo teníamos aquellos platos transparentes, pero mi añorada abuela presumía de la vajilla ámbar y verde botella. Decía que en Valencia había más regalos de promoción que en Madrid. Cada día me estimula usar esta vajilla que abre de par en par todos mis sensores anímicos, los rechazo y cabreos, la esperanza y la bondad familiar.
Acaba octubre, un mes que tiene diversas e infinitas miradas. El ciclo de los árboles que nos atrapa cada año con una fantástica explosión de colores. Todos los colores del tránsito, de la armonía, del movimiento vital. El otoño es un tiempo privilegiado. Las montañas resurgen con fuerza, compartiendo esas estampas inmensas que también nos deja la primavera. El mar está bellísimo en otoño. Todo es movimiento y tránsito. A pesar de que la realidad nos retenga en los espacios más íntimos y pequeños.