VALÈNCIA. Una cineasta decide que va a contar en un film la violación que sufrió cuando era estudiante. Porque necesita hacerlo, porque no se lo quita de la cabeza, porque piensa que contarlo en primera persona es importante o por cualquier otro motivo. El caso es que el proceso no es sencillo, no solo porque reviva dolorosamente el pasado y ese recuerdo sea terrible, sino porque hay que tomar muchas decisiones que van al meollo del asunto: ¿cómo contarlo? ¿A través de la ficción? ¿En forma de testimonio? ¿Dónde coloco la cámara? ¿Cómo planteo la puesta en escena del acto de la violación? ¿Esa violencia representada es también violencia? Todas estas preguntas y supongo que un buen montón más son las que se hizo en 1976 Martha Coolidge en Not a pretty picture, opera prima de la directora que acaba de llegar a las pantallas en una copia restaurada. La mayoría de estas cuestiones están explicitadas en el resultado final. Y por eso la película mezcla la ficcionalización del suceso con el mostrar el propio proceso de rodaje con todas las dudas de puesta en escena y realización que conlleva.
Por ejemplo, la parte ficcionalizada, que recrea la noche de los hechos, cuando salió con un grupo de estudiantes y acabó siendo violada en un cuartucho, mantiene un sutil pero a ratos muy evidente tono de representación, con los intérpretes actuando de forma un poco exagerada, con encuadres en los que parece que algo no encaja, como dislocados y con un punto de falsedad a veces muy patente. Al principio descoloca, porque distancia bastante de lo narrado, pero, cuando aparece la parte documental, la que presenta el propio rodaje, cobra todo su sentido esa distancia y esa distorsión. En esa parte documental, asistimos a los debates entre la directora y los intérpretes, siendo particularmente interesantes los que corresponden al protagonista masculino que no puede evitar plantearse como ha tratado a las mujeres y qué diferente es lo que ellos y ellas consideran “normal”. Vean la película, que vale mucho la pena.
Y el caso es que precedentes de representación de violencia contra las mujeres no faltan, ni ahora ni antes de 1976, cuando Coolidge dirige su película. No escasean precisamente en el cine y las series mujeres violadas, golpeadas, maltratadas, asesinadas, despedazadas. Estoy segura de que no hace falta que cite títulos, en sus cabezas hay ahora unos cuántos, e incluyen todo tipo de obras: acción, thriller, cine social, western, terror, cine de autor, melodrama. Desde blockbusters hasta producciones de serie Z. Ahí caben obras muy sensibles como El manantial de la doncella (Jungfrukällan, Ingmar Bergman, 1960) o Dos mujeres (La ciociara, Vittorio de Sica, 1960). Pero lo cierto es que, muchas veces, especialmente en géneros como el thriller o el western, esa violencia es solo una excusa argumental para que un hombre, que puede ser el padre, el novio, el marido o el hermano, inicien la búsqueda del culpable y desaten su venganza, convirtiendo al personaje femenino violentado en un simple mecanismo narrativo para darle motivación al protagonista masculino. Y si no, pregúntenle a Liam Neeson.
En realidad tiene hasta nombre propio esa modalidad: cine de violación y venganza, más conocido por su denominación en inglés, “rape and revenge”, porque estas cosas siempre las inventan en Estados Unidos. Tuvo su apogeo en los años setenta, un buen ejemplo es Perros de paja (Straw Dogs, Sam Peckinpah, 1971), aunque nunca ha dejado de existir. Y todas las películas, sean del subgénero o no, tienen un factor en común: detrás de la cámara y, mayormente, también del guion, había siempre un hombre.
Pero eso está cambiando. Y resulta ahora muy llamativa la coincidencia en la cartelera de varios títulos que hablan de violencia sexual y de consentimiento, dirigidos también por mujeres. El film de Coolidge ha llegado con el estreno de How to have sex (Molly Manning Walker), Hotel Royal (Kitty Green) y HLM Pussy (Nora el Hourch), bien diferentes entre sí y, especialmente las dos primeras, excelentes. El carácter de obra pionera de Not a pretty picture, les recuerdo que es de 1976, se confirma con este panorama. No están solas estas películas, muchas de ellas inspiradas en experiencias propias. Ahí tenemos series como Podría destruirte (I may destroy you, 2020), en la que su creadora, Michaela Coel, parece mantener las mismas dudas de Coolidge, hasta el punto de ofrecer varios finales diferentes en un remate nada confortador que obliga a la reflexión. Y las españolas Cardo (Ana Rujas y Claudia Costafreda, 2021), Autodefensa (Berta Prieto, Belén Barenys y Miguel Ángel Blanca) y Selftape (Joana y Mireia Vilapuig, 2023), cuyas autoras se inspiran en y exponen algunas de las violencias sufridas en su vidas y carreras como actrices y creadoras.
Lo que hacen estos títulos dirigidos por mujeres es, además de plantearse cómo filmar la violencia sexual, centrar la atención en el consentimiento y sus múltiples aristas. Y no construyen relatos confortables ni tranquilizadores, más bien todo lo contrario, porque encajan en el muy afortunado título del film de Coolidge, Not a pretty picture: efectivamente, “no es una imagen bonita”, y aquí vienen las creadoras a dejarlo bien claro.
En la cartelera de 1981 se pudo ver El Príncipe de la ciudad, El camino de Cutter, Fuego en el cuerpo y Ladrón. Cuatro películas en un solo año que tenían los mismos temas en común: una sociedad con el trabajo degradado tras las crisis del petróleo, policía corrupta campando por sus respetos y gente que intenta salir adelante delinquiendo que justifica sus actos con razonamientos éticos: se puede ser injusto con el injusto