Es abril. Es el día que nació Shakespeare y Cervantes o lo que sea que pasó para que se monte el tinglado del libro en Valencia. En nuestro país, se publican diez libros cada hora, se destruyen un millón al año, se lanzan 90 mil novedades y el precio del papel es una montaña rusa. Todo me resulta muy loco, pero no consigue desalentarme del vicio de escribir y el anhelo de publicar.
El año pasado, la cabecera de El País del día 23 salía una foto espléndida de San Jordi pero el titular era que la Unión Europea destinaba más presupuesto a defensa. Celebrábamos el día del cohete, digo del libro, digo de la bulimia por las novedades literarias. Incluso mi padre sabe aún que hay un día del libro, lo dice al ver las imágenes en el telediario y me da una ternura terrible, porque él lleva tres años atascado con el mismo ejemplar sobre la mesa camilla (Las mujeres del Rey Católico).
Ha llegado la feria, esa es la cosa, y da igual que la ignore como hice durante los años en que estuve bloqueada sin escribir porque ella siempre llega. Como la puntualidad de la feria del libro, existe otro fenómeno atmosférico que no logro desentrañar: compro libros. Compro libros y libros cuando los que tengo en casa sin tocar tienen sed de lectura, años de lectura hipotecados, exactamente hasta el 2030, que es cuando calculo que los habría leído todos si cumpliera mi dieta estricta y no comprara ninguno hasta desatascarme.
Leer y escribir ha sido mi vida desde que me enseñaron la eme con la a. Paseo con Noa por las casetas a medio montar y veo a los libreros desembalando, maniobrando sus coches o furgonetas, deslomándose con cajas de cartón. Los veo trajinar y me pregunto por la acción y la inacción, por los escritores que damos contenido a todo este lío, que llenamos toneladas de papel con nuestra quietud, sabedores de que no es quietud, es otra cosa. Una averiguación. Un diálogo silente, universal. Un coro de voces calladas que se conectan como una matriz por el espacio y el tiempo.
Este año publico mi segunda novela y siento la liberación de haber colocado a un hijo. Uno difícil, algo disidente, al que temí que no admitieran en ningún cole. Una historia de locos y loqueros, de Bétera, el que llamaron psiquiátrico mayor de Europa, de su defensa y refutación. Relatos de gente que merece su lugar en la memoria, de internos rehabilitados o estrellados, de sanitarios que se deslomaron por el sentido de todo aquello. Extraños y extrañados.
¿Qué es un escritor sino un coleccionista de extrañezas? Miro las casetas a medio montar y me digo que, sin su función, los sitios son meros escenarios. Acabo de dejar el parque infantil a las ocho de la mañana y todavía me aflige la estampa de los columpios quietos, de las palomas picoteando migas entre los balancines: los niños ¿dónde han ido? Holden Caulfield se preguntaba por los patos del Central Park, a mí me asalta cada rato la pregunta por el continente y el contenido, por lo estático y lo burbujeante, por la función y la comedia; supongo que los escritores tenemos que hacer todo ese viaje antes de que nos vacíen los sitios, que vemos lo real sin el pellejo, buscamos la pura pulpa de la vida, las preguntas que van al corazón de las cosas.
Yo he viajado a Bétera en los setenta y me he preguntado qué es un manicomio sin sus internos (o, lo que es lo mismo, un hospital con un agujero en el muro que sufría una fuga constante). Me parecía muy actual, la pregunta. He perseguido esta historia durante tanto tiempo que me he convertido yo misma en una psiquiatra sin psiquiatría, o un parque infantil sin niños, o una caseta de feria con el mostrador vacío. En su lugar hay doscientas sesenta y seis páginas con vida propia pero sin mí. Provocando reacciones químicas en otros. En gente cuya imaginación se colonizará por las voces y escenas que yo he imaginado antes. Qué química tan misteriosa. Gente desconocida pisando una y otra vez los lugares que yo he fatigado hasta mutar en algo nuevo.
El arte, asegura Julia Cameron en El Camino del Artista, no es una actividad sensata. Escribir, se me dijo, no era una destreza útil. Los idiomas, la caligrafía, el novio y la carrera sí lo eran, pero últimamente celebro lo inútil en mi vida. Es uno de mis yoes y por fin he firmado una tregua con él. Alguien en las redes decía que las personas dichosas son las que logran abrir suficiente espacio en sí para que sus yoes no se peleen, para que cada una de nuestras identidades respire y viva en armonía. Mi escritura es insensata pero se tiene en pie, tiene derecho a existir, y por fin entiendo que la creatividad no es una medalla, es una vida extra que se incluye en la vida. Un animalillo criado en la cabeza al que no hay que negar sus derechos: no los tiene por ser útil, sino por estar vivo.
Todos deberíamos abrazar ese niño que se embelesaba creando cosas. De pequeña, yo jugaba a ser poeta y jugaba muy en serio. Antes de que apareciera la mirada de los otros, mi juego era libre y estaba a salvo del miedo. Después llegaría lo útil, lo eficiente, el resultado. Yo misma me hice una adulta de esa liga, desconocía que el niño artista se mustia con facilidad, se malogra enseguida a golpe de pisotones. Ya lo sabía, pero ahora lo sé desde otro lugar, el lugar que supone concluir un viaje, la estación final de un sendero. La pregunta que cualquiera debe hacerse para escribir no es acerca del talento, sino acerca del permiso: ¿tengo permiso?
En estos años, ha sido liberador dármelo y mirar a todo el mundo como creadores potenciales, entender que la feria del libro no es un rallye sino una celebración: celebramos que cada uno tiene un lugar en esta sinfonía de voces, que ninguna está ahí con más derecho que otras. Cuando se despeja la incógnita sobre el talento, quedan muchas decisiones importantes por tomar. La más importante: relajar las expectativas y poner la escritura al nivel de la respiración, porque nadie se bloquea por respirar, ni tampoco recibe aplausos, pero cancelar el flujo de aire mata.
Lo último por descubrir era que nada de esto era ni serio ni grave, y eso se aprende en lugares como esta feria. Se aprende de los lectores. La comunidad es lo que hace de todo esto un parque lleno de niños. Hay que aprender a crear en soledad, pero también es un premio compartir, hablarle al oído a otros como le han hablado a una los libros que le cambiaron para siempre. El viaje del héroe siempre culmina en la vuelta a casa: un dentro-fuera que genera energías como una dinamo.
Hoy la comunidad de letraheridos es prodigiosa, una animalada. Imaginemos que Shakespeare y Cervantes se hubieran conocido gracias a Facebook: don Miguel sabría inglés, ambos estarían al día de las novedades fuera de Europa y sería una gozada el mestizaje, los contagios, las risas, la superación de los momentos perros, los reels desde una celda en Orán.
Fue muy revelador escuchar a Pep, mi librero de cabecera, entusiasmado con la llegada de abril. Es divertido, dijo. Sin más. Yo estaba ya rumiando un comentario lacónico, pero no me dejó decirlo porque me desarmó su alegría. Qué razón tiene. Nadie que pase suficiente tiempo en esto puede creer que es tarea para solitarios. ¿Cómo no va a ser una fiesta la feria?