El Arte o las Bellas Artes casi siempre han caminado cerca del poder o unido a él. El poder de todo tipo: eclesiástico, nobiliario, étnico, real, económico, político... Qué casualidad que además de poder junto a casi todos estos estamentos vaya unido el dinero y la relación social.
“No hay nada como sentar a un artista en tu mesa para que todos te hagan caso y miren de forma diferente”, comentaba un político recién llegado al cargo al que le habían aconsejado que para ser mejor valorado por la sociedad, los medios de comunicación y dentro de su propio partido, lo que tenía que hacer era estar siempre bien rodeado por la denominada “cultureta”, costara lo que costara. Así que tomó nota.
La diferencia era que si bien antaño el dinero de los encargos a los artistas de su círculo venía aportado por la Iglesia, los Reyes y los ricos, llamémoslo, poder económico, una vez es utilizado por el poder político, su financiación corre a cargo del dinero público, que es de todos y sobre el que hay que rendir cuentas.
A los políticos les gusta la adulación y a los artistas ser admirados y cubrir la lógica vanidad que da su condición. Ambos se necesitan, salvo muy raras excepciones. Por ello, unos los quieren utilizar y otros se dejan querer en un mundo, por lo general, de falsedades inmediatas.
Miren si no lo que ha ocurrido con nuestra Democracia donde se han creado escuelas de artistas vinculados a una u otra ideología y los cambios de color no afectan ni influyen. Eso es lo de menos.
Probablemente el caso más escandaloso lo llevó por aquí hasta sus últimas consecuencias el poder político durante los años del Gobierno popular: desde Zaplana hasta Camps. No en balde fueron etapas en las que se tiraba con pólvora de rey. Fueron lustros en los que uno se rodeaba de artistas a cambio de múltiples exposiciones, compras de obras o lujosas publicaciones simplemente por acudir a la llamada del amado líder cuando lo solicitara. No pondré ejemplos por no molestar. Pero existían hasta intermediarios. Muy bien pagados, por cierto, que aún pululan por ahí doblando el lomo para seguir en el “candelabro” y cobrando.
Tanto daba de sí, que otros gobernantes descubrieron el secreto y, cómo no, también quisieron aplicarlo a rajatabla. Por ejemplo, el entonces presidente de la Diputación y conseller de Cultura, Manuel Tarancón, se dedicó a encargar esculturas públicas a precios de locura, y hasta Camps y González Pons se convirtieron en inesperados marchantes cuando compraron para el IVAM y sin conocimiento de sus órganos de gestión aquellos numerosos cuadros de su “artista de cabecera”, Antonio de Felipe, obras que ahora un juzgado ha reconicido en una sentencia recurrida que fueron pintadas mayormente por una de sus ayundantes, lo que les ha hecho perder valor. Nadie ha reclamado el descuento cuando así lo estima la propia sentencia.
Pero el caso más paradigmático y escandaloso lo tenemos en Castelló, donde el poder de turno, en este caso en manos de Carlos Fabra, necesitaba también su artista de cabecera y ese no podía ser otro que Ripollés.
Sin entrar a valorar su obra, la historiografía ya lo dirá, en poco tiempo sus esculturas y grabados poblaron la provincia bajo el paraguas del poder del poderoso Fabra quien hasta le encargó una obra en su memoria para que diera la bienvenida en el “aeropuerto del abuelito”. Pieza que para colmo se derrumbó.
Hasta ahí todo correcto. Era lo normal. Lo anormal y uno de los mayores escándalos que uno ha conocido en el mundo del arte en los últimos 30 años ha pasado casi desapercibido. Se trata de ese mural que hace dos décadas Fabra encargó también a Ripolles compuesto por miles de piezas y que estaban “perdidas”. Nada menos que costó 140.000 euros de la época y hace un par de meses era descubierto en el denominado cocherón de la diputación de Castellón.
Integrado por 8.000 pizas de cerámica, la obra no llegó a instalarse porque no había pared que aguantará su peso. Normal: 24 toneladas. “Canto a Castelló y a sus pueblos” tiene 29 metros de alto y 13,5 de ancho. No salió barata, no. Ahí continúa, tirada.
Seguramente si esto hubiera sucedido en cualquier lugar del mundo un poco considerado, crítico, y con los mecanismos de control que aquí nos faltan, integrados por expertos rigurosos y no cargos de medio pelo y absoluta ignorancia, el escándalo hubiera sido monumental. Pero por aquí ha pasado casi sin pena ni gloria. Como si al estar tan acostumbrados a las tropelías de la casta, una de estas cosas/despropósitos nos pareciera una menudencia. Ya no digo que la indignación debería haber sido monumental en las corporaciones de Castellón sino que hasta la Fiscalía, de no haber prescrito, tendría que actuar de oficio y nuestras mayores instituciones, caso de la Generalitat y su conselleria de Cultura deberían de exigir responsabilidades patrimoniales por malversación. ¿O no?
Lo triste es que algunas cosas no han cambiado. Ni tampoco nos ha servido para aprender. Porque las instituciones, bajo el capricho de muchos de nuestros alcaldes, diputados y concejales siguen adquiriendo obras a su gusto y deseo.
Si a Ximo Puig, por ejemplo, le compran una obra de Alfaro para el patio del Palau de la Generalitat y otros/as se llevan los cuadros de los museos para decorar sus despachos qué no hará cualquier concejal o diputado en lugares donde apenas se les audita. Y no pasa nada.
Creo que la sociedad castellonense se merece un respeto y una aclaración seria, pero debería de ser testigo del bochorno y poder ver expuesta esta obra, aunque fuera en un patio público, de forma temporal y sobre el suelo. Se lo merecen. Para algo la han pagado. Así entenderían muchas cosas. Hasta la complicidad de una sociedad complaciente como la nuestra y que ha tolerado lo inexplicable.