VALÈNCIA. Bárbara Blasco es la segunda autora valenciana que, por vez consecutiva, gana el Premio Tusquets de Narrativa, uno de los premios más prestigiosos de nuestro país. Se ha hecho con el galardón gracias a Dicen los síntomas, una novela repleta de humor negro, reflexión, referencias culturales y un especial brillo en una escritura concisa y punzante que se bebe, más que se lee. Todo sucede en un hospital de València, aunque podría ser cualquier hospital del mundo.
-Gran parte de la novela sucede en un hospital, que es uno de los escenarios más concurridos en los últimos meses en todo el mundo. Sin embargo, es importante señalar que tu novela no es oportunista porque no tiene nada que ver con la pandemia actual. ¿Qué te atraía narrativamente de un hospital?
-Hay lugares donde parece que imperan unas leyes diferentes al resto, los hospitales por ejemplo, pero también los aeropuertos o los clubes de carretera. Tal vez porque tampoco sabemos tanto de la muerte, ni de volar ni del sexo. De los hospitales me atraía cierta sinceridad que se respira en ellos, uno no puede seguir fingiendo cuando el cuerpo se ha rendido y está confesando tantas cosas. Los hospitalizados se vuelven un poco niños, más inocentes. Y por muy mala persona que sea el enfermo, en bata y tumbado se torna inofensivo.
-No sé si Virginia tiene ese nombre por Virginia Woolf, pero sí es cierto que comparten ciertos rasgos de hipocondría. ¿O se trata más bien de ver la enfermedad como una suerte de lente a través de la cual entender el mundo?
-Pues no fue consciente la coincidencia. A mi personaje no se le nombra en toda la novela, sólo al final, cuando la llaman para entrar en la consulta del médico. Y salió de pronto Virginia, sin pensar, Virginia en español, aunque puede que influyera que la escritora se hubiera paseado por entre sus páginas. Y sí, ella usa la lente de la enfermedad para ver el mundo, igual que otros lo explican a través de las batallas o de los reyes, ella entiende el mundo a través de las enfermedades.
-De esa relación paternofilial tan especial se trasluce la idea de que uno no nace en una ciudad o un país en concreto, sino en una familia. Con sus cargas y sus pecados y sus bendiciones.
-Yo creo que hay una herencia familiar insoslayable. Durante los primeros años de vida, el hogar se erige como una maqueta a escala del mundo, y esa identificación queda grabada para siempre. Luego, al crecer, a veces tenemos que destruir ese mundo para construirnos, pero incluso aunque sea desde de la negación, nos construimos a partir de la familia.
-En este libro, pero también en algunos anteriores, València aparecía como referente pero nunca has precisado lugares muy concretos de la ciudad en tu propuesta literaria. ¿Por qué? ¿Crees que Valencia es una ciudad literaria?
-Creo que es la mirada lo que convierte a los escenarios en literarios, y en ese sentido, València es una ciudad tan literaria como cualquiera. En mi libro anterior aparecía la ruta del bacalao y algunos escenarios reales de los 80. En general, mis personajes viven en la misma ciudad que yo por comodidad, así no necesito documentarme. Y sucede, claro, como cualquiera que está acostumbrado a vivir en una ciudad, que deja de verla.
-Mencionas a muchos estudiosos de la enfermedad en el libro pero, probablemente, Susan Sontag es una de las más potentes, porque con ella compartes la idea de la “cruel mezquindad de los símbolos levantados socialmente” en torno a la enfermedad, ¿verdad?
-Sí, me interesó mucho su libro La enfermedad y sus metáforas. El dolor físico es una cosa terrible pero combinado con el dolor psicológico puede adquirir unas proporciones estratosféricas. Susan Sontag ya cuestionó en su día esas metáforas sociales construidas alrededor de ciertas enfermedades y que a menudo eran tan dañinas como la propia enfermedad. Que un enfermo de cáncer tenga que cargar con la culpa por no haber sido lo suficientemente feliz es tremendamente cruel, y también que el sida tuviera ese tufo de castigo divino.
-Hay una diferencia entre no hacer caso a nuestro cuerpo -algo que sucede actualmente: nada queremos saber de la enfermedad- y leer los síntomas del cuerpo como un relato inventado, tal y como hace tu protagonista. Esther, su hermana, dice que tiene un humor enfermo. ¿En el punto medio está la virtud?
-Sin duda. Pensar todo el rato en lo que puede estar sucediendo en la oscuridad interior de nuestro cuerpo puede convertirse en una obsesión incapacitante (hipocondría); pero no hacerlo nunca, vivir de espaldas al propio cuerpo, también es un absurdo muy actual. Encontrar el equilibrio, darle espacio al cuerpo y un significado propio a esas metáforas en forma de síntomas es un reto para la protagonista, y se enfrenta a él con humor. Seguramente porque al final de todas las desgracias está el humor.
-En un momento del libro, Virginia anota en ese cuaderno en el que siempre escribe: “En los humanos, el músculo más fuerte del cuerpo, en relación con su tamaño, es la lengua”. Jamás lo había pensado...
-Yo tampoco hasta que lo leí no sé dónde y me pareció tan significativo..., porque sí, es la capacidad del lenguaje lo que nos distingue claramente como especie.
-¿Musa o musaraña? Hablas de ciertas mujeres -como la madre de la protagonista- que han sido musas de hombres artistas como Picasso que, más bien, era musarañas insignificantes, ¿no?
-Me interesan las asociaciones que establecemos con el lenguaje, cómo se contaminan las palabras por proximidad, lo que involuntariamente aparece en nuestra mente cuando oímos o leemos una palabra. En mi caso a la musa le crecen unas patitas y un pequeño hocico. Con la palabra heroína me sucede algo parecido: es una desgracia que en el idioma español, la heroína esté rodeada de una épica yonki, que ande tan cerca de los desdentados, del chándal de táctel, de la decadencia. Que se contamine la palabra en ambos sentidos. Hay una tristeza de descampado en ser heroína en España, y una pírrica victoria en ser drogadicta.
-Hay otra cosa que dice la protagonista y me gusta: cursilería y crueldad tienen una estrecha relación. ¿Por qué?
-Pues no sé por qué, pero me parece que es así. Cada día observo que cuantas más cosas cursis y almibaradas cuelga alguien en las redes sociales, más arranques de crueldad tiene, como si fueran dos extremos de un mismo hilo. No sé si es por algún efecto compensatorio. Yo misma me lo aplico: cuando me pongo cursi, me digo: "debes de estar siendo cruel en algún punto".
Naufragios, obsesiones infantiles y criaturas marinas se dan cita en Ballenas invisibles (Barlin), el ensayo en el que Paula Díaz Altozano aborda la fascinación por los grandes cetáceos a lo largo de los siglos