Cada rampa, barandilla o lavabo con asideros para personas con discapacidad no ha salido de la nada. En los años 70 se tuvo que gestar una movilización sin precedentes para exigir estos derechos. Aún así, tardaron décadas en arrancarle al gobierno estadounidense una ley, la de 1990, para proteger a los trabajadores con discapacidad y evitar la discriminación por estos motivos. Una revolución olvidada
VALÈNCIA. El primer documental de los Obama, American Factory proponía una reflexión a partir de un suceso paradójico en cierto modo, la propiedad china de una factoría en Estados Unidos. El reportaje ponía de manifiesto que los derechos laborales brillaban por su ausencia y la obsesión de los patrones era que no se formase, en modo alguno, un sindicato. Su siguiente obra, con un contexto completamente diferente, también sirve para reflexionar. Habla de los movimientos de las personas con discapacidad que lograron sus derechos después de veinte años de manifestaciones. A veces cortando el tráfico, a veces arrastrándose por escaleras para que se viera de manera explícita cómo podían acceder a los edificios públicos.
El director es Jim Lebrecht, que nació con espina bífida. Vemos sus vídeos caseros de cuando era crío. Le daban dos horas de vida, pero sobrevivió y luego, básicamente arrastrándose con las manos, aprendió a valerse por sí mismo, al menos en su casa. Los testimonios que se reúnen en su mayoría desafían los pudores que despiertan estas cuestiones, sobre todo en lo concerniente al sexo. Una pareja con parálisis cerebral explica que a él, cuando le tocaron por primera vez el pene, se sintió "en el paraíso". Ella, por su parte, cuenta que se acostó con el conductor del autobús que llevaba a las personas con discapacidad porque se veía mayor y no quería morir virgen. Tuvo la mala suerte de que el trabajador le contagió una gonorrea, pero ella confiesa que cuando fue de urgencias al hospital, cuando los médicos se dieron cuenta de que no era apendicitis, sino una enfermedad de transmisión sexual, se sintió "orgullosa". En la vida se les había pasado por la cabeza que alguien como ella pudiera haberse acostado con otra persona.
Hay buen humor y risas en todo momento. Sobre todo, porque ese espíritu es el fundamento de esta historia. En Camp Jenef, un campamento para personas con discapacidad organizado por hippies en los años 60, un grupo de ellos tomó conciencia de su situación y sus problemas. Ocurrió a raíz de las informaciones que trascendieron sobre Willowbrook, el hospital del estado para personas con discapacidad de Nueva York. Aparecen las imágenes del escándalo y no son muy diferentes a las que se vieron tras la caída de Ceaucescu sobre los internados de Rumanía. Niños abandonados, desnutridos, con un cuidador para cada cincuenta.
Los chavales de Camp Jenef observaron que un chico que provenía de ese hospital comía compulsivamente, a veces hasta vomitar. Estaba, casi en un sentido literal, muerto de hambre. La toma de conciencia tenía relación con el ambiente del campamento. Allí se sentían libres, reconocidos por los que les rodeaban. No tenía nada que ver al "mundo real". De hecho, no podían ir a comerse un helado al pueblo que había al lado del campamento sin que les pusieran pegas y por la calle les mirasen mal, como a apestados. En un momento, uno de ellos dice que es difícil reivindicar tus derechos ante una sociedad que te prefiere muerto.
Ese campamento tenía que ver con el espíritu de los 60, el ansia por romper moldes tradicionales. Algo que hoy es tan obvio, entonces no lo era en absoluto y estos adolescentes se dieron cuenta de que sus problemas no eran culpa suya, sino de una sociedad que les excluía. Hay vídeos de aquellos días en los que se pueden ver sus reuniones, sus coloquios y sus comentarios. Además, de otras imágenes en las que se les ve desbarrar en conciertos o haciendo deportes de equipo, algo que era impensable para ellos en sus barrios.
A la vuelta a sus casas sentían una soledad inmensa. Echaban de menos su pequeña arcadia, pero de esos sentimientos surgió la energía necesaria para fundar un movimiento para exigir sus derechos. Una de las primeras movilizaciones que tomaron fue colapsar el tráfico en Manhattan cortando un par de calles con sus sillas de ruedas. No fue suficiente, los líderes políticos les daban largas cambiadas y no querían saber nada de sus peticiones. Entonces, eran ciencia ficción.
Más adelante, unieron fuerzas con las personas con discapacidad que llegaban de Vietnam. Otros que también se sentían olvidados y con la furia añadida de pensar que el gobierno les había engañado enviándolos a una guerra injusta. Protagonizaron encierros y todo tipo de protestas. Tanto fue así, que también lograron la complicidad y colaboración de los Panteras Negras, que les mostraron sus solidaridad al entender que ambos luchaban "por un mundo mejor".
En 1970, Judy Heumann, con 22 años, que había padecido la polio, denunció a la Junta de Educación de Nueva York por negarle el derecho al acceso al título de maestra. Sus abogados adujeron que le negaban la licencia por tener una discapacidad. Fue la primera denuncia de estas características y los propios abogados que la pusieron hablaron de "una de nuestras minorías olvidadas".
Tras licenciarse en la Universidad de Long Island, no pasó el examen para obtener la licencia de maestra por la "parálisis de ambas extremidades inferiores". Así se lo hizo saber la Junta. Apeló, pero no recibió respuesta. En la prensa, sus miembros declararon que tenían que garantizar la seguridad de los alumnos en casos como una emergencia de incendios. Heumann replicó que corría más que ellos con su silla eléctrica. Su situación era la misma que la de varios maestros invidentes. Desde este punto de partida, tardaron veinte largos años en lograr una ley específica que impidiese su discriminación. Crip Camp: A Disability Revolution es un relato de cómo se llevó a término y una muestra de que hasta a las sociedades más avanzadas le tienen que arrancar los derechos más elementales.