VALÈNCIA. El pánico al fin de la civilización se manifestó con intensidad en la Guerra Fría por el riesgo a la conflagración nuclear. En aquella época, en un segundo se podía acabar la vida conocida, en cualquier momento. El género postapocalíptico dio grandes hitos en el cine, como Cuando el destino nos alcance o El planeta de los simios, y también un género de explotación divertidísimo, como todo el surgido en la estela de Mad Max. En los "felices" años posteriores a la caída de la Unión Soviética, quizá solo 12 Monos y los tozudos empeños de Kevin Costner tuvieron cierto relieve. Luego, tras el 11-S en 2001 y el crack financiero de 2008, poco optimismo le ha quedado a nadie y, en la ficción, los planteamientos sobre el fin del mundo han vuelto a ser cada vez más recurrentes. En cómic, en la columna Sillón Orejero en esta publicación aparece una propuesta mensual como mínimo: Eclipse, Thumbs, SP4RX, Days of Hate, Protector, Strayed o Ab Iratio.
Por eso, no tiene nada de novedoso ni de rompedor la llegada de la serie El colapso, de Canal + Francia. Unos siete capítulos rodados por el colectivo Les Parasites (Jérémy Bernard, Guillaume Desjardins y Bastien Ughetto) de la École internationale de création audiovisuelle et de réalisation de París, ni más ni menos. Como toda ficción postapocalíptica, merece dos varas de medir. Una, por la diversión. Otra, por la hipótesis. En este caso, la diversión es desenfrenada. Cada capítulo no se ve, se esnifa. La paradoja es que tal vez esto ocurra porque no están lastrados por el engorro de tener que establecer una hipótesis coherente.
La premisa es vaga y tópica. No se precisa si el mundo se va al colapso por un problema ecológico o económico o la mezcla de los dos. Se deja entrever que se trata de la famosab teoría del peak oil, agotamiento de las fuentes petroleras. En Francia, la voz de la alarma, eso sí, la damos los países del sur de Europa. Tras nuestro hundimiento, el Elíseo debería reaccionar "haciendo una inversión millonaria para una sociedad sostenible", pero se conoce que pasan del tema y todo se va al garete. Con este precario desarrollo argumental, la conclusión que se ofrece es aún más pesimista, pero dadas las circunstancias, lo que se nos muestra entra en el terreno del humor.
Lo bueno de El colapso está en la emoción y el suspense. Cada episodio es un plano secuencia angustioso en el que se tiene que ir deduciendo el contexto de lo que está pasando. Como cortometrajes, son piezas excelentes. Lo gracioso también es la percepción del terror de las situaciones que muestran. Vi la mini-serie con una persona originaria de los Balcanes y, hasta el capítulo tres, dijo: "bueno, por ahora, esto en mi país ya lo hemos vivido".
Sin embargo, Andrea Vistoli, productor de la serie manifestó a principios del año pasado en Paris Match que la serie no es un divertimento. Pretende "advertir del riesgo de colapso ecológico, financiero y social que se está gestando" para "denunciar la incapacidad de la teocracia económica dominante para comprender que no podemos crecer exponencialmente en un mundo de recursos finitos". Para dar ejemplo, durante el rodaje se redujo al mínimo la huella de carbono compartiendo minibuses y no utilizando botellas de plástico.
Es más, Vistoli reniega del término distópico y asegura que lo que han grabado es anticipación, lo que sucederá dentro de 20 o 50 años. Decía: "el desencadenante podría ser una crisis alimentaria, geopolítica o social. Sabiendo que, en cualquier caso, se alimentarán mutuamente y que el desprecio por las condiciones naturales y los seres humanos será la raíz".
Un año después de pronunciar esas palabras, ha sido, lástima para las vehementes advertencias de Vistoli, una pandemia la que le está metiendo en estos instantes un meneo a la economía mundial que a saber qué consecuencias políticas y sociales nos traerá. Viene a la mente aquel documental tan instructivo de 2016 sobre el cambio climático, Diez mil millones, en el que se detallaba cómo una temporada de incendios en Rusia había mermado las cosechas, lo que había subido el precio del pan, lo que habría desencadenado o ayudado a desencadenar las protestas que derivaron en la Primavera Árabe.
La inspiración llegó, no obstante, por el libro Comment tout peut s’effondrer (Cómo todo puede colapsar) de Pablo Servigne y Raphaël Stevens, que introdujo el término colapsología y hacía referencia a los escenarios más pesimistas que pueden adivinarse en el ocaso de la era industrial. Vendió 70.000 copias en Francia y el neologismo parece que se ha quedado en el debate sobre estas cuestiones.
Uno de los creadores, Ughetto, tenía unas palabras para los que se mofan de las advertencias sobre un "colapso" inevitable. "Las personas que se ríen al respecto no están suficientemente informadas sobre las realidades ambientales, sobre el estado de los mares, los bosques, la tierra", declaró en Le Monde. "Predecir el colapso no es ser pesimista, es ver las cosas como son, la situación ecológica cada vez más grave y no se da respuesta con ninguna acción importante".
Sin embargo, lo único que él ha articulado en su serie es plasmar las tres vertientes tan características del ser humano. Una, muy habitual, el egoísmo criminal; otra más rara, pero no inexistente, su capacidad de establecer lazos de solidaridad en beneficio mutuo, y, finalmente, la más extraña de todas, el altruismo. Todo ello en cofre de hiperrealismo, emociones fuertes y un estilo y una elegancia de categoría superior para eludir las cuestiones complejas y dejar solo las emociones. En ese aspecto, de ninguna otra manera podría esta obra haberse hecho acreedora mejor del calificativo de generacional.