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El género de terror en los cómics americanos antes de la censura de los 50

Asesinos daltónicos, monstruos del pantano, matrimonios deseando asesinarse, conjuros llegados del tercer mundo... A principios de los 50, un tercio de los cómics eran macabros y de terror. Era una época en la que se vendían casi 100 millones de tebeos al mes, pero el mismo terror que causaron en los jóvenes que se arremolinaban en los kioscos para comprarlos, era proporcional al pánico que se desató en las parroquias. Leerlos ahora, sin embargo, resulta tremendamente actual por la forma en que el género de terror ha sobrevivido hasta hoy. 

9/11/2020 - 

VALÈNCIA. Como decíamos ayer, en Estados Unidos, a mediados de siglo, una oleada moral desencadenada en parte por un panfleto obligó a la industria del cómic a autocensurarse durante largas décadas. En realidad, su artífice, Fredric Wertham solo fue la cara de una campaña que llevaba años gestándose. Los periódicos y publicaciones de las parroquias llevaban años poniendo el grito en el cielo con lo que veían que leían los menores en los tebeos, que entonces era con diferencia el medio de comunicación más difundido.

Eso supuso que el género fuera, como el cine bajo la censura del integrismo católico dos décadas antes, una expresión roma. Tuvo que ser desde el underground y considerado basura pútrida durante muchos años que surgieran las pautas que hoy han posibilitado que exista la novela gráfica que ha hecho rectificar a quienes, por desconocimiento, calificaban el arte de la viñeta de tontería para niños.

El género de terror fue el que más afectado se vio, cerraron centenares de cabeceras. Lógicamente, algo diseñado para aberrar, para meter miedo, aterrorizar, fue incompatible con la estricta moral. Para comprobar hoy qué línea llevaban esas historias que se periclitaron, Fantagraphics lanzó una recopilación en 2010 con una selección de escalofriantes viñetas de la era pre-Code de más de 300 páginas titulada Four color fear, forgoetten horror comics of the 1950s editada por Greg Sadowski e introducción de John Benson.


Si EC era la editorial líder absoluta en cómics de terror, esta selección pica en yacimientos más oscuros y selecciona las obras de sus olvidados competidores que, sin embargo, compartían artistas con esta editorial. En la introducción, Benson advierte de que este tipo de historias están tan sumamente asumidas por nuestra cultura popular, que cuesta creer que tengan sesenta o setenta años de antigüedad. Sin embargo, destaca un factor que las hacen tan válidas hoy. No eran imaginativas, sino ingeniosas.

Los finales eran sorprendentes, los enredos y los desenlaces piezas maestras de guión, de modo que además de asustar o inquietar tenían una nota de humor o de crítica social nada disimulada. El modelo que luego hizo época con Tales from the Crypt en cómic y televisión. Un género que se puso en marcha cuando Bill Gaines, después de heredar Entertaining Comics EC después de que su padre muriera en una accidente de barco, contrató a un joven Al Feldstein para impulsar la empresa y, en un brainstorming, decidieron tirar por la línea de los cuentos de terror para niños que daban en programas de radio como The old witch tale que tanto les gustaba de niños. Así nacieron cabeceras como The vault of horror y The Crypt of horror.

La primera historia seleccionada ya es un directo en el tabique nasal. Trata de un hombre maltratado por su mujer. Dice la narración que desde que se casó con ella, pasó a ser su enemiga. Le pega y lo sabe todo el barrio. La situación de abuso la vemos cuando él llega a casa con el periódico arrugado y ella se pone hecha una fiera porque le gusta leerlo la primera, sin que nadie lo haya tocado. Le da palizas, le tira cosas a la cabeza. En ese momento, considera que debe matarla. Así sucede, pero luego empieza a escuchar un runrún en la cabeza, algo parecido a la obra maestra de Zola, Thérèse Raquin, solo que con un desenlace más terrorífico y sobrenatural. Está considerada la primera historia del género, apareció en la primera entrega de la revista Eerie en enero de 1947, es la única del volumen que no es cincuentera.

Otra que llama la atención es Me, ghost, sobre un fantasma que cuenta su propia historia. En su caso, asesinaron a su amada en un atraco. El problema es que en el lance, mientras era encañonado, él la había utilizado como escudo pensando que el ladrón nunca dispararía a una mujer, pero bang, bang. Todos los invitados a la fiesta que fueron testigos del suceso, le consideraron de ahí en adelante un cobarde y un miserable. El problema es que no solo ellos le ignoran, lo hace todo el mundo. Se ha convertido en un fantasma o eso cree y su desenlace, por esta confusión, será fatal.

Las relaciones de pareja estaban en docenas de estas historias, por eso los guardianes de la moral la pusieron en el punto de mira. El sexo y el amor son dos resortes de primer orden para el control social, pero había más temas. En Drum of doom, en un club nocturno de Nueva York, deciden introducir un número de danza con bailarina al ritmo de un tan-tan. El problema es que, cada vez que lo hacen, ocurren cosas raras. Parece que el tambor procede de Haití, de donde lo trajeron la artista y su manager. Como se apropian de mala manera del instrumento de percusión, distrayéndoselo a los indígenas, ocurre lo esperable, un conjuro vudú. Esas consecuencias de la colonización que permanecen en la conciencia del público estadounidense, ahora más que nunca, ya eran un punto débil de la mente donde pinchar.

Por último, destacar una historia que viene vendida como más allá del terror, un zoo humano. Un científico loco ofrece una remuneración a una pareja que encuentra besándose en Central Park por encerrarlos en una jaula. Su experimento consiste en hacerles pasar hambre y echarles comida de repente a ver cómo reaccionan. Por supuesto, los enamorados se pelean por un mendrugo de pan. Es una historia extremadamente cruel, pero tiene un alivio cómico al final. El científico resbala y se le cuela una pierna dentro de la jaula. La pareja se la come con él vivo. Una auténtica maravilla de cuento, que no tenía nada de estrambótico a juzgar por Jerry Iger, el jefe su autor, Carl Burgos.

El hombre, en su mansión, tenía un sirviente al que llamaba Rufus y le echaba broncas terribles delante de los comensales. De hecho, el testimonio que lo cuenta zanja con que Iger tuvo mucha suerte de que nunca le partieran la cara, porque le gustaba mucho echar broncas. Era el dueño de un estudio que producía tebeos por toneladas. A finales de los 1952, casi un tercio de los tebeos estaba dedicado a las historias macabras y de terror y se vendían casi cien millones al mes. Acabaron en la hoguera. Desde los años 40, al igual que ocurría en Alemania del momento, hubo hogueras para quemar tebeos en varias ciudades estadounidenses. Fueron la antesala de las medidas que trajeron la censura.

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