Es difícil olvidar una irrupción en el mundo del cómic como la de Frederik Peeters. Píldoras azules apareció en 2001 cuando lo autobiográfico no había acusado todavía síntomas de saturación como género. Contaba la historia del romance con una mujer y su hijo seropositivos. Han pasado ya dos décadas desde ese tebeo y hemos aprendido mucho sobre el sida, pero en aquel momento aún no era tan conocido nada relativo a la carga vírica y a las relaciones sexuales que se podían mantener con un portador del virus. Enseñó mucho antes de que lo hicieran los medios de comunicación e incluso la sabiduría popular.
Aunque la información revelada fuese lo más importante, en esa novela gráfica Peeters mostraba cualidades muy importantes. Un humor cáustico, tacto para temas complicados y una sinceridad con pocos complejos. No había forma de no quedar conmovido por esas páginas, sin embargo, la trayectoria del autor no volvió a ser la misma.
Frederik Peeters no se quedó en una línea de explotación de la moral. Es más, sus trabajos posteriores que más me gustan fueron de difícil calificación. Al margen de tecnicismos, tenían todos una mala hostia deliciosa y una inclinación cinematográfica en forma y fondo.
Por ejemplo, Castillo de arena, con guión del cineasta Pierre-Oscar Lévy era la crueldad pura hecha cómic. Iba de un par de familias que coinciden en una playa donde hay un oscuro hechizo o vaya usted a saber qué, el caso es que todos envejecen años en minutos. Una hipótesis de terror en la que los niños tenían que se emparejaban al mediodía daban a luz a sus hijos por la tarde.
La historia era un guión para una película que no llegó a ser realizado, se nota el potencial que tendría en la gran pantalla, pero tuvo que quedarse solo en viñetas como privilegio para los lectores de tebeos. La reflexión sobre el paso del tiempo y, en definitiva, sobre la condición humana occidental que entrañaba no tenía techo. Ellos se lo pierden.
También tenían una atmósfera cinematográfica otros de mis trabajos favoritos de Peeters, como Constellation. Podría haber sido un clásico del cine si se hubiera introducido en el cofre de un Breve encuentro de David Lean, pero el autor tiraba más por la sorpresa y el suspense de un capítulo de un Alfred Hitchcock Presenta. Con todos los ingredientes casablanqueros del romanticismo en tiempos de guerra se marcaba una gamberrada preciosa de la que sería spoiler comentar cualquier detalle.
Paquidermo, también con guión del dibujante, era una perfecta síntesis entre los dos últimos trabajos mencionados. Tenía el formalismo propio de las obras de espías de la Guerra Fría, pero deslizaba toques oníricos, surrealistas y sobrenaturales que se convirtieron en marca de la casa.
Pese a su vasta obra - no se puede dudar de la calidad de Koma, Lupus, RG o El olor de los muchachos voraces- hay que situar El hombre garabateado en las aludidas coordenadas de su bibliografía. Esta, su última obra, publicada el año pasado por Astiberri, tiene un guión de Serge Lehman, autor de ciencia ficción que trabajó con Enki Bilal en su película Immortal (Ad Vitam), fallida de todo punto, pero nada fácil adaptación de uno de los cómics más famosos del yugoslavo de nacimiento, La Feria de los inmortales.
Juntos han elaborado un thriller que juega con elementos sobrenaturales. Es muy reseñable el dibujo, más estilizado que nunca. La narración, además, marca los tiempos con pausas dramáticas y escenas de acción como nunca lo había hecho Peeters. Sigue su querencia por los clásicos del siglo XX, esto es, lo derivado de la II Guerra Mundial, pero esta vez afronta la temática en forma pretérita.
Los ecos del pasado, los fantasmas y las leyendas centroeuropeas son el armazón de una historia que destaca por estar protagonizada íntegramente por mujeres. Una concepción más habitual en la actualidad que la forma de la que presenta al verdadero protagonista de la obra, un misterioso hombre envuelto en plumas, la crueldad y el sadismo que muestra es un contrapunto salvaje a una historia confortable hasta que gira y aparece llena de aristas y asperezas.
Personalmente, no es para mí la obra más brillante de la factoría Peeters, pero sigue manteniendo elementos distintivos de un autor tan importante en muchos detalles. En particular, hay que citar el final. La obra va perdiendo gas, algo que ha citado como defecto en muchas reseñas, opino que sirve para que las marcas de las fases más intensas de la narración queden grabadas a fuego.
Hay mucho inexplicable en esta historia y muy poco afán porque sea entendible un delirio que solo tiene aspiración de figurar como elemento de terror. Uno se sumerge en la primera mitad de esta densa obra con pasión y lo único que encuentra al final del túnel es un susto terrorífico y un alivio narrativo para que todo vaya volviendo a su ser. Es fantasía y terror, pero con una estructura elegante y sugerente. Los ingredientes hebreos del misterio y las reminiscencias a la Segunda Guerra Mundial como flashbacks puntuales no hacen más que engrandecer esta virtud.
No solo es cómo está contado, también es la forma. El clima, los aspectos meteorológicos son un ingrediente fundamental en la historia. Un aviso al lector de lo que está por llegar expresado con suprema sutileza. No cabe duda de que gráfica y narrativamente es el trabajo de Peeters más logrado intenso de todos cuantos ha firmado.