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CONVERSACIONES CULTURPLAZA

Eloy Domínguez Serén: “Todos somos igual de distintos”

3/03/2019 - 

VALÈNCIA. "En el Tercer Mundo, hay que tener una de estas dos cosas: o tiempo, o dinero. Es un principio férreo del oficio de reportero”. La frase, acuñada por el célebre periodista Ryszard Kapuscinski, no le es desconocida a Eloy Domínguez Serén (Galicia, 1985). Cineasta convencido (que encontró su vocación, curiosamente, estudiando arquitectura), comparte más de una cualidad con el reportero polaco: entre ellas, la pasión por recorrer, visitar y vivir en territorios que a otros les parecerían ajenos. El último ha sido el del Sáhara, escenario de su película Hamada, presentada recientemente en València con motivo del Humans Fest.

Domínguez visitó por primera vez el campo de refugiados saharaui como profesor voluntario de un taller de cine. “Hamada es un proyecto que surgió de ese taller. Mi intención no era hacer una película, sino ayudar a los alumnos y alumnas a que ellos la hicieran. En uno de los findes en que salimos para incentivarlos a que grabaran, comencé a filmar coches antiguos, sobre todo, Land Rovers de los años ochenta”, indica. Los coches son puro simbolismo en el Sáhara, donde son venerados e, incluso, considerados casi miembros de la familia. 

Tras volver a Suecia (su lugar de residencia en 2014) y revisar todo el material, el cineasta se dio cuenta de que podía hacer algo con él: aproximarse a la sociedad saharaui y hablar de su conflicto sin hacerlo directamente. “Hamada es un retrato de la juventud saharaui a través de su relación con los vehículos”, cuenta a Culturplaza. “Una mirada a cómo reinventan sus vidas y cómo es la cotidianeidad en un campamento de refugiados en medio del desierto”. 

Escoger alrededor de qué personas centrar el discurso, reconoce Domínguez, no fue sencillo. “Grabé a mucha gente, mucho material maravilloso y personajes fascinantes quedaron fuera, lamentablemente. Pero sí es cierto que por varios factores ellos brillaban por sí mismos y se iban haciendo dueños de la película”. Ellos, Sidahmed y Taher, y ella, Zaara, son los personajes (las personas) alrededor de las cuales gira Hamada. Tres visiones radicalmente distintas de una misma realidad que fascina por su fiel retrato. Y no hay ficción alguna en ello: el cineasta llegó a traspasar el umbral de la intimidad tan codiciado para algunos profesionales, y logró, a través de conversaciones espontáneas, tejer un relato perfectamente hilvanado.

Terminado ya el rodaje, el director señala que mantiene contacto (casi a diario) con los tres protagonistas de la producción. “Sidahmed ha estudiado en la Escuela de Cine de Madrid, sigue vinculado con la disciplina. Taher, a raíz de la experiencia, entró a trabajar en la televisión saharaui. Y Zaara ha hecho su propio cortometraje sobre una peligrosa problemática relacionada con cremas que se ponen las chicas allí para blanquearse la piel”, menciona. Para que luego digan que el cine no cambia vidas.

Foto: KIKE TABERNER.

-En Hamada se aborda el día a día en un campo de refugiados saharaui y, frente a lo que se pueda pensar, se hace desde una mirada vital, incluso optimista. ¿Por qué motivo?
-No fue una decisión mía, sino algo intrínseco de ellos. Hay dos factores importantes. Uno, la propia sociedad tiene un sentido del humor muy agudo; desdramatizan en gran parte su situación porque se llevan enfrentando a ella cuarenta y tres años. Y dos, son gente joven: gente muy enérgica y vital a pesar de afrontar a una realidad tan complicada. Todo lo que les rodea son condiciones políticas, sociales, económicas, geográficas, climáticas… durísimas, pero ellos lo contrarrestan con vitalidad, incluso optimismo. 

En un momento determinado me di cuenta de que se estaba convirtiendo en una especie de comedia de una manera no intencionada. Para ello, ha sido clave escucharlos. Su día a día, además del conflicto, es también este humor: ese juego que supone ser joven. 

-La juventud parece ser igual en todas partes, incluso en contextos tan difíciles como este…
-La película se pasó hace poco en Suecia. Algo de lo que me dijeron es que los jóvenes de Hamada no eran tan distintos a los del norte del país (de partes aisladas de la zona ártica, por ejemplo). Los coches tenían, incluso, la misma importancia: intentaban rellenar su tiempo libre con ellos. Curiosamente, a pesar de ser de latitudes casi opuestas en muchos sentidos, había una afinidad muy fuerte entre los jóvenes de un lugar y del otro.

-¿Cómo es ser joven en un campo de refugiados?
-La principal dificultad es la falta casi absoluta de perspectivas reales. Todos están educados (es obligatorio) y se invierten esfuerzos en que todos los jóvenes puedan estudiar hasta el grado que se les pueda ofrecer. Después muchos se forman fuera, por ejemplo, en Argelia. Estamos ante una sociedad bien formada que luego no puede poner en práctica esos conocimientos. Los médicos, sí; pero hay otras profesiones (economía, por ejemplo) que son difíciles de desarrollar.

Al mismo tiempo, tienen todos los deseos de la juventud: las esperanzas y los anhelos. Ahí da igual que sean saharauis, portugueses o suecos. Por tanto, por un lado, hay una frustración por el futuro incierto; pero, por otra, la vitalidad de un momento tan efervescente en tu vida como este.

Foto: KIKE TABERNER.

-Los coches son muy especiales allí: incluso una vez rotos, las familias los siguen conservando. ¿Por qué este apego a los vehículos?
-Los coches tienen un valor muy simbólico, sobre todo los Land Rover. Tienen poemas y canciones sobre ellos; historias sobre el uso que se les dio en la guerra, en el éxodo; cómo traían familias enteras desde los territorios que ahora están ocupados… Hay una parte también más funcional: no existen los desguaces que nosotros conocemos. En muchos casos, cuando se estropean se quedan ahí (muchas veces en el mismo lugar donde se paran) … y en muchos otros, se dejan directamente alrededor de las casas. Como parte de la familia. Es fascinante: esculturas de óxido y arena en medio del desierto. 

-Uno de los temas comunes en tu obra es la diáspora, y tú mismo has sido inmigrante en Suecia. ¿Qué te ha aportado vivir estas experiencias en carne propia?
-Cuando estaba en Suecia aprendiendo el idioma, estudiaba con muchos refugiados sirios, iranís, somalís… El tipo de emigración que yo experimenté allí era menos dramática, más fácil e integradora. Mis abuelos también emigraron en su momento y, comparándome con ellos (de una aldea gallega, analfabetos, prácticamente sin recursos…) desdramaticé mucho lo que me sucedía y fui consciente de mis ventajas como europeo. 

Observé cómo se aclimataba la gente de Siria, por ejemplo, al largo y oscuro invierno... Desarrollé mucha empatía en Suecia, sobre todo con amigos que hice sirios. Ese tipo de relación tan próxima, cálida, íntima; incluso el tipo de humor, lo encontré también en el Sáhara.

-Una conclusión que comparten las personas que emigran es que, a pesar de estar lejos de nuestro hogar y las diferencias culturales que podamos encontrar con otras sociedades… no somos tan diferentes.
-Hay un plano en mi película anterior donde muestro un mapamundi de un hotel en el que estuve trabajando en Suecia. Todos los trabajadores de allí, la mayoría inmigrantes, ponían una chincheta en los sitios de los que venían. Una reflexión que hacía es que todos somos igual de distintos. Cada una de esas chinchetas es una historia, pero el tipo de dilemas, las ansias de integración, las dificultades y sueños… son semejantes.

-¿Existe una utopía relacionada con la emigración? ¿Una esperanza de encontrar algo mejor aunque, en realidad, no sea así?
-Sí es cierto que hay una tendencia entre los emigrantes a no contarlo todo para no preocupar a sus familias en el lugar de origen. Mi sensación es que se suele decorar la experiencia, también, para no sentir lo que se puede considerar un “fracaso”. 

En los campamentos, muchas de las referencias son los chicos que regresan con un coche. Es uno de los negocios que hay allí: llegan con un coche de España (muchas veces, ilegalmente) y lo venden. Una de las escenas de la película lo retrata: tres jóvenes están hablando sobre la posibilidad de ir a España y uno dice: “Vuelves de allí vestido elegantemente y con un buen coche”. A pesar de que muchos de ellos saben que no es la realidad, el hecho de querer salir les empuja a creer que, por muy duro que sea, va a ser mejor que el lugar en el que están. Si es así en el caso de muchos emigrantes, no hay que ni que imaginarse en el caso de los refugiados…

Foto: KIKE TABERNER

-¿Cómo valoras las políticas migratorias de España?
-He vivido varios años en Suecia y Noruega, y las políticas de integración de refugiados allí están muy avanzadas. España no está cumpliendo los acuerdos europeos, ni siquiera los cupos de acogida que debería. En ese sentido, tenemos que aprender mucho. 

Cuando gente de Siria llega a Bulgaria, Serbia o Alemania, y les preguntan dónde quieren ir, son muy pocos los que dicen “España”. Saben que es muy difícil entrar aquí. Y eso que, a nivel emocional, puede que aquí se sientan más cómodos por el tema de la cultura mediterránea… pero no por el apoyo estatal o las garantías económicas y sociales. España no es, en absoluto, un lugar al que en general quieran venir (si tienen la posibilidad de escoger).

-Desarrollas tu actividad profesional, normalmente, fuera de España. ¿Es un mal momento para el cine (o la cultura) aquí?
-La situación, en muchos campos, y también en la cultura, es nefasta. He encontrado más apoyo en Suecia sin ser de allí y sin conocer a nadie del que me he encontrado aquí. No es solo una cuestión económica, sino un valor hacia la cultura que aquí no existe. Allí comprenden que es una inversión y suelen integrar autores de fuera y reivindicarlos como suecos. 

Yo, por ejemplo, soy “sueco” para ellos en todos los sentidos. Siempre que se estrena una película nueva, el Instituto Sueco del Cine me acompaña. Ahora me han apoyado un proyecto nuevo. Están orgullosos de su cultura y ponen las garantías necesarias para que se pueda producir.

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