VALÈNCIA. Deslenguada y descarada, sexualmente muy activa, insegura, franca, apasionada, fracasada según los cánones sociales, solitaria... Ella es la protagonista de Fleabag, la excelente serie británica creada e interpretada por Phoebe Waller-Bridge que acaba de finalizar su segunda y última temporada y que puede verse en Amazon Prime. En total, doce capítulos de unos 25 minutos cada uno, con la vida cotidiana de una mujer de treinta años que intenta lidiar con el dolor de vivir y buscar un lugar en un mundo que, como todos, no entiende. Y aunque, tras leer esto piensen que ya saben de qué va, que ya han visto muchas series de mujeres solitarias y desconcertadas, ya les digo yo que no. Creánme y véanla. Que más series de señores maduros en crisis o de hombres adolescentes de 40 años han visto y no se quejan.
Se supone que es una comedia, aunque eso no está tan claro. Lo podemos llamar dramedia. O podemos, simplemente, dejar de clasificar a muchas ficciones como esta, que nacen con la firme decisión de no atenerse a normas ni clichés y hacen bandera de la libertad creativa. La primera temporada llegó en 2016, ganó un montón de premios, el beneplácito de la crítica y la aprobación del público que la vio. A pesar de ello no volvió hasta este año 2019. Waller-Bridge, mientras tanto y entre otras cosas, estuvo implicada ese tiempo en la creación de otra serie, también buena, rara e inclasificable, que seguramente les suene más: Killing Eve. (Por cierto, ahora está escribiendo el guion de la próxima película de James Bond, junto con otros dos guionistas. Estamos deseando saber qué puede salir de ahí).
Fleabag (que es el apodo que recibe la protagonista desde niña) fue, en origen, una obra de teatro de un solo personaje interpretada por su creadora. Para convertirla en serie se optó por una solución que remite al teatro y que le confiere una particularidad. Se trata de la ruptura de la cuarta pared. Pero no, esto no es Modern Family o The office y su planteamiento de supuesto (y falsísimo) documental. Simplemente es que aquí la protagonista nos mira o nos habla comentando la situación que está viviendo. Formamos parte de su mundo y del relato, así, sin más.
Es como si nos contara su vida. A veces basta un guiño o una mirada a cámara. Otras veces es más sofisticado y sus comentarios van puntuando la acción, incluso avanzando acontecimientos. Y la audacia con la que se usa este recurso aumenta en la segunda temporada, haciendo evidente la presencia de la cámara de modos más bien inesperados. Obviamente esto consigue una enorme complicidad con el personaje, complicidad que no impide que a veces nos caiga realmente mal y nos nos guste nada ni lo que hace, ni lo que dice, ni lo que piensa.
Esta relación que establece con los espectadores tiene otra consecuencia en la puesta en escena, y es un estricto punto de vista que se cumple a rajatabla en las dos temporadas: la protagonista está en todas las escenas y la cámara solo abandona un espacio cuando Fleabag se va. En las secuencias entramos con ella y salimos con ella, así que nunca sabemos qué están haciendo los demás al margen de la protagonista. Dicho así, podría suponerse que eso quita interés al resto de personajes, o que se trata de un relato egocéntrico donde todo se pone al servicio de la estrella, pero nada más lejos de la verdad.
Tanto el padre (Bill Patterson), la madrastra (la gran Olivia Colman), la hermana (Sian Clifford) y el cuñado (Brett Gelman) como los diferentes hombres y mujeres que van apareciendo en la vida de la protagonista resultan personajes de gran interés y muy bien definidos en su personalidad, como el cura interpretado por Andrew Scott. Esto pasa incluso con los episódicos, como la mujer de negocios encarnada por la maravillosa Kristin Scott-Thomas en la segunda temporada, que, en total, debe salir unos diez minutos pero son más que suficientes como para construirle una vida y una identidad, además de querer pasar unos días con ella y que se convierta en tu amiga. Por supuesto, que estén muy bien interpretados ayuda lo suyo.
Y que estén bien escritos, claro, los personajes, los diálogos y las situaciones, por grotescas que sean a veces. Un precioso ejemplo es el primer capítulo de la segunda temporada, centrado en una cena familiar en la que hay un elemento extraño, el cura que antes comentábamos y que va a convertirse en objeto de curiosidad y de deseo de Fleabag. La mirada ácida sobre la institución familiar, castradora y destructiva, brilla en todo su esplendor con unos personajes que parecen incapaces de salir de los papeles a los que la estructura familiar parece condenarles y que detestan. Entendemos perfectamente que esa condena la impone la sociedad, ellos solo están intentando actuar como se supone que hay que hacerlo, aunque el empeño les destruya. La protagonista, metepatas permanente, está absolutamente decidida a mantenerse tranquila y no dar pie a ningún malentendido. Es obvio que no lo va a conseguir, y nosotros lo sabemos perfectamente, ahí está la delicia del juego de la ficción, aunque casi lo logra. Y, desde luego, no será culpa suya convertirse en el centro de atención.
Fleabag es corrosiva y mordaz. Phoebe Waller-Bridge forma parte de una generación de creadoras dispuestas a dinamitar los roles de género, a exponer el sexo y el deseo femenino sin tapujos y a cargarse sin contemplaciones los ideales del amor romántico, las virtudes de la monogamia y la vida en pareja y familia: Amy Schumer, Mindy Kaling, Lena Dunham, Greta Gerwich, series como Broad City, Glow, Insecure, I love Dick, Catastrophe, etc. Sus protagonistas son difíciles, a veces antipáticas; no están diseñadas para caer bien ni para cumplir el papel de florero sonriente; no cumplen con los cánones de belleza o cuando lo hacen, como es el caso de Fleabag, su comportamiento las aleja de cualquier ideal.
Pero la crítica va más allá, porque, es lo que pasa con el feminismo (porque esto es feminismo, sin duda, aunque algunos/as no quieran utilizar la palabra), plantearse estos temas pone en evidencia la tiranía del capitalismo y la deshumanización inevitable que conlleva. Las cuestiones de fondo surgen: cómo sobrevivir en un mundo hipercompetitivo y cómo construir una identidad cuando la sociedad nos considera intercambiables productos de consumo. Por qué hay que vivir con miedo. Cuáles son los límites de nuestra libertad y por qué esa libertad parece indisociable de la soledad. Por qué, aunque lo tengamos todo, el malestar sigue. Cómo amar en un mundo inhumano, cínico y banal. Y cómo necesitamos hacerlo aun sabiendo que, ay, el amor no basta. Y por eso Fleabag nos mira desde la pantalla: sabe que, en el fondo y por mucho que se equivoque o se comporte mal, la entendemos.
Fue una serie británica de humor corrosivo y sin tabúes, se hablaba de sexo abiertamente y presentaba a unos personajes que no podían con la vida en plena crisis de los cuarenta. Lo gracioso es que diez años después sigue siendo perfectamente válida, porque las cosas no es que no hayan cambiado mucho, es que seguramente han empeorado