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CRÍTICA DE CINE

'High Life': sexo, vida y muerte en los confines del universo

10/02/2019 - 

VALÈNCIA. La ciencia ficción, los viajes siderales, han servido para embarcarnos en aventuras de todo tipo por los confines del universo. Algunas de ellas se han aventurado a componer interesantes metáforas en torno a la naturaleza del ser humano cuando se enfrenta a la inmensidad, a lo desconocido e inabarcable y han escarbado alrededor de otras cuestiones más trascendentes y metafísicas en torno al sentido de la vida de la muerte. 

Ahora, la directora francesa Claire Denis recoge la herencia de clásicos como Ikarie XBI (Viaje al fin del universo) (1963) o Solaris (1972), de Andrei Tarkovsky para adaptar esos hitos de la sci-fi a su propia personalidad creadora para hablar del cuerpo, la carne y el sexo. También de la violencia que generan los instintos más básicos y animales cuando las personas se encuentran atrapadas en situaciones límite. 

Así, directora podría identificarse perfectamente con el personaje que interpreta Juliette Binoche en la película, una científica encargada de hacer una serie de pruebas genéticas imposibles a una tripulación a la que se encargará de manipular a su antojo para comprobar sus diferentes reacciones cuando los someta a una serie de experimentos para perpetuar la especie. Y es que la vida, al igual que el cine, el arte, la imaginación, se encuentra en peligro de extinción, y como parece predecir Claire Denis en esta película, estamos condenados a terminar absorbidos por un agujero negro. Pero todavía hay atisbos de esperanza hasta llegar a ese punto de total aniquilación. 

La película comienza en una nave desierta en la que solo encontramos dos habitantes, un joven, Monte (interpretado por Robert Pattinson) y una bebé, Willow, de apenas unos meses de vida. Entre ellos percibimos vínculos afectivos muy fuertes y mucha ternura, emoción y una enorme intimidad. Solo están el uno para el otro, son los únicos supervivientes en una nave fría e inhóspita. ¿Dónde se encuentran? A millones de años luz, en algún lugar perdido del universo. En realidad, eso no importa. ¿Cómo han llegado hasta allí? 

A través de una serie de flashbacks descubrimos el pasado de Monte y también de sus demás compañeros de tripulación, un grupo de presidiarios cuya condena fue embarcarse en ese viaje orquestado casi a modo de sentencia de muerte. En esa cárcel espacial, sometidos al control de sus impulsos violentos, ejercerá como supervisora la doctora Dibs (Binoche), entregada a la tarea de engendrar vida a partir de esos supuestos despojos de la sociedad. 

La cámara de Claire Denis se dedicará a espiar sus movimientos, a fijarse en sus cuerpos de animales enjaulados a punto de estallar. La tensión se irá poco a poco transformando en una pulsión salvaje de deseo y muerte. Cada uno tendrá que hacer frente a sus demonios internos y a sus irresolubles insatisfacciones. Algunos, como Monte, prefieren encerrarse en sí mismos. Los demás entran en un bucle autodestructivo, mientras la doctora, prefiere retorcerse de placer en una máquina masturbatoria que adquiere una dimensión catártica. Toda la nave se impregnará de fluidos, de humedad, de sexo. Un sexo casi nunca placentero, porque se convierte en fuente de dolor y violencia.

No es la primera vez que la directora francesa dinamita las fronteras entre los géneros para conducirlos hacia otra dimensión profundamente personal en la que se encuentran presentes muchas de sus obsesiones temáticas, entre ellas el cuerpo y el erotismo. Ya lo hizo en Trouble Every Day (2001), esa fábula terrorífica sobre la identidad que se adentraba en los instintos primitivos reprimidos de los personajes y en su hambre de carne. 

Ahora continúa explorando esa vertiente, quizás de una manera más ambiciosa, ya que nos encontramos ante una coproducción internacional, con efectos especiales, hablada en inglés y protagonizada por una estrella de Hollywood, pero el sello de la directora permanece incólume. High Life es una obra arriesgada, que alcanza un atrevimiento inaudito en algunas secuencias realmente controvertidas (un intento de violación, extracción de semen sin consentimiento y esa totémica fucking-machine, vestigio de las teorías de la nueva carne que encontraron en David Cronenenberg su más popular difusor) y que tiene la virtud de convertirse en una obra profundamente original y personal. Un acto furioso contra el establishment.

El trabajo de texturas resulta realmente virtuoso. Los elementos plásticos y sonoros (fantástica banda sonora a cargo del Tinderstick Stuart Staples) se conjugan para configurar un ente orgánico, que parece palpitar, tener respiración y la capacidad de procrear. La maternidad (y paternidad) es uno de los temas fundamentales de la película, la capacidad de crear una vida pura, incontaminada como parte de un proceso biológico, físico, pero al mismo tiempo poético gracias a la mirada de una directora capaz de armonizar lo salvaje y lo visceral con una profunda delicadeza sensorial. High Life es tan sorprendente como escurridiza, contiene momentos de éxtasis, otros profundamente herméticos. Ese choque entre contrastes la convierten en una obra tan enigmática como sugerente, repleta de lecturas, que descoloca y genera al mismo tiempo un magnetismo irresistible. Una película tan física como abstracta, terrorífica y al mismo tiempo enternecedora.

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