VALÈNCIA. La escritora y periodista peruana ha compuesto un volumen de microrrelatos en el que resuenan los ecos de su tierra, las voces encantadas del hogar y los silbidos ancestrales de la selva.
-Son muchos los microrrelatos en tu libro, y son muchas las experiencias en que se basan, ahora bien, ¿qué tiene que tener una experiencia para que tú la transformes en un microrrelato?
Elga Reátegui , autora de La Fugacidad del color (Lastura, 2018):
-Mira, yo creo que tienes que vivir; cuando descubrí el microrrelato, que no sabía lo que realmente era, yo trabajaba de reportera, y salía cada semana en la página editorial una columna que se llamaba Trazos con una historia, y yo decía, ¿pero qué es esto? ¿Es prosa poética, es poesía, es una anécdota, un apunte, qué es? Claro, yo iba a casa y trataba de imitar. No puedo, no puedo, no me salía... y abandoné. Dije bueno, quizás, alguna vez, cuando viva un poco más, encuentre mis experiencias, no me atrevía. En esa época entrevistaba, era reportera. Aquellos textos que leía eran los Trazos de Eugenio Buona. Pasó el tiempo y ya en la radio, cuando queríamos presentar una canción, surgió la idea de contar historias. Pero quedó allí. Y mira: han pasado tantísimos años y me di cuenta que en esa época había ya algo hecho. Yo vengo primero de la poesía, y luego de las novelas. Pero en el ínterin de terminar una novela y otra quería un poco tocar algunos temas que quedaron ahí no muy desarrollados. Entonces, me permitía esto empezar, acabar y ya está. O al menos sugerir.
-En tu caso, ¿de dónde surge esa chispa que siempre tiene que contener un microrrelato?
-En todo hogar latinoamericano conviven la realidad y la magia. Al menos eso se daba mucho en mi casa. Mis padres son de Yurimaguas, de la Amazonía, son de la selva, y tienen una idiosincrasia muy especial, están muy ligados al monte, a los animales, y yo he convivido con eso. Mi padre salía de la casa y le decía a la planta: cuida. Y: te voy a poner tu pisquito, con tu cigarrito, tu cigarro mapache, y cuida la casa. Y por esas nos acostumbramos a eso. La sábila tenía que cuidar la casa, el aloe vera. Es común allí en las casas -porque claro, no hay recursos para comprarse un sistema de seguridad- que tú pongas la planta con una cinta roja detrás de la puerta, y cuidas. Y la planta tiene la propiedad de absorber las energías, y cuando la gente entra muy cargada, por problemas, o con malas intenciones, la planta te avisa. Comienza a morir, o sangra. Yo he vivido con eso. Es parte de nuestra cultura. Sin embargo cuando vienes aquí y se lo cuentas a otras personas, piensan, esta está loca, qué se habrá fumado. Mira, te voy a contar: en ciertas épocas mi papá decía: se ha cargado esta casa -cargarse es llenarse de alguna cosa negativa-. Entonces qué pasaba, por esa época los niños amanecían como mordidos, y mi padre decía, ah, hay que ponerlos en su sitio. Ya están molestando mucho. Iba, compraba una soga y comenzaba a azotar la casa, desde la puerta hasta la cocina, con un rosario de groserías. Imagínatelo: azotando toda la casa como si hubiera ahí alguien. Y luego todo volvía a su sitio.
-Las leyendas y las creencias populares, son una fuente de inspiración como ninguna otra para el microrrelato...
-No lo he incluido en este libro pero algún día también lo escribiré. Mi padre a veces decía: ¿no han escuchado los silbidos? Ha venido el mortajero. El Tunche. Cuando va a morir alguien y está agonizando, viene el espíritu malo a llevarse el alma, entonces hay una lucha entre el bien y el mal con silbidos, y son silbidos que se distinguen muy bien, unos son largos y otros cortos, y luego cuando termina eso viene el mortajero, que es una especie de ave que no existe realmente, pero que suena tracatracatracatraca. Fíjate que a mí se me paraban los pelos cuando mi padre comenzaba a contar la historia. Yo no sé si era por sugestión que todos en la noche escuchaban la misma cosa. He escuchado tantas cosas de mi padre. Yo me decía, ¿pero cómo estos espíritus que viven en la selva se han venido con él? Pero cuando tú partes de un lugar, partes con todo eso. Con tu cultura, con tus recuerdos, con tus supersticiones. Todo va contigo. Si algún día vas a la selva no te asustes, porque a lo mejor te encuentras con el chulla chaki, con el páucar...
-El libro está dividido en De amores, Sociales y Del espíritu. ¿Ha quedado alguna categoría fuera? ¿Cabe todo en el amor, en lo social y en el espíritu?
-Te habrás preguntado, ¿pero qué tiene que ver esto con el amor? Hay quien me ha dicho, qué amores tan doloridos, no prospera en la felicidad, pero yo digo, es lo que pasa en la vida realmente. Gente que tú amas pero que no te ama, o te traiciona... es parte de la vida. Casi siempre lo que nos mueve, lo que nos desgarra, son los amores no correspondidos. Si hubiese tenido que incluir alguna más, habría incluido, a lo mejor, Del espacio. Creo que exploraría por ahí, iría más allá. O la mente, las creencias, todo lo que puedes inventar para tu consuelo.
-¿Es el microrrelato un hijo de nuestro tiempo?
-Creo que aunque no es un género joven, sí que en estos tiempos ha recobrado vigor. Es un género un poco desdeñado por algunos, pero que está viviendo su momento, y tiene un momento interesante. El microrrelato puede servir también para atraer a la gente a la lectura, ahora que está tan dispersa la atención, la concentración.
-¿Por qué La fugacidad del color?
-Un día que fui con mi hijo a la consulta de su dermatóloga, estábamos ahí sentados y habían unos cuadros, unos cuadros con unas rayas que iban en degradé, como desgastándose, entonces dije bueno, qué bonito, esto me gusta. Tiene que ver con todo esto, con la fugacidad de los momentos: naces con muchos colores y luego, según se vea, vas desgastándote o vas hacia la suma de todos los colores, que es el blanco.
Candaya publica esta historia que se proyecta desde un volumen de relatos para convertirse en la narración íntima de la búsqueda de una casa a la que poder volver