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Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

La única curva que se aplana

23/07/2021 - 

El techo vacunal parece un fenómeno extenso en el lado rico del planeta y cuando escucho la palabra dictador me pregunto: ¿a quién se insulta? ¿Al virus?

Cien mil personas salen a la calle en Francia para protestar contra las imposiciones de su presidente y varios centros de vacunación sufren destrozos vandálicos. Macron ha dado un paso al frente para evitar un nuevo frenazo de la economía pero se le parodia con la imagen de Hitler, los manifestantes llevan brazaletes judíos y toda la puesta en escena parece un insulto a la Historia y a los que aún hoy sufren dictaduras inclementes con los derechos humanos.

El mismo sábado que las calles de París se llenan de manifestantes, Rafa y yo viajamos hacia el país de Pasteur y de la Ilustración para recoger a la niña de un campamento. Exportamos, sin saberlo, nuestros hábitos de pandemia. No abandonamos la mascarilla ni la distancia, a pesar de que pronto comprobaremos que somos bichos raros.

Nos adentramos en el túnel de Somport y se nos cierra el cielo, en el parabrisas se extiende una bóveda limpia y sin final aparente, a los lados nos rodea la penumbra iluminada con regularidad. Rafa y yo callamos por instinto, el túnel también ha engullido la conversación. Es el más largo de España, me dice, casi 8 kilómetros, 5 y pico españoles y el resto galos. Repasamos con la vista las paredes lisas, el patrón repetitivo de los focos, el acabado perfecto de la ingeniería humana y sé que asistimos a un prodigio de la inteligencia y la técnica. Atravesamos la médula misma de la montaña; si fuéramos un catéter que avanzara desde la arteria femoral hasta la cerebral media, el viaje sería igualmente milagroso. Pienso en la tenacidad de Homo Sapiens, en su dificultad para rendirse cuando se trata de retar a la naturaleza, y me pregunto por qué somos más duros de mollera que la misma montaña. Cuando se trata de usar la razón nos enredamos en minucias, engullimos pastillas contra el estrés y un pensamiento que nos asedie por la noche puede ser más intimidante que un triple by-pass. Horadamos la roca, creamos pistas de nieve en Dubai o pisamos la luna. La naturaleza externa no parece plantarnos cara, pero ¿y la interna?

En 21 lecciones para el siglo XXI, Harari nos recuerda que somos más talentosos para inventar artilugios que para regular o anticipar el efecto que tendrán en nuestra sociedad, nuestro ecosistema o nuestro ánimo. Si no, que se lo pregunten a Einstein y a los integrantes del Proyecto Manhattan con su bomba atómica.

Este año, para variar, nos ha resultado más fácil crear las vacunas contra la Covid que modular las actitudes y los sentimientos. Van der Leyden ha anunciado que ya tenemos stock de sobra para alcanzar la inmunidad de rebaño, pero nos enfrentamos a la resistencia a vacunarse según baja la edad, ¿tocaremos techo también en España? Con la quinta ola, Europa se sume en un puzzle de restricciones y medidas de alivio y la confusión parece ganar la partida. En nuestra Comunitat, las restricciones iniciadas en el pico de enero y la actitud ejemplar de muchos ciudadanos nos llegó a colocar a la cabeza del ranking mundial pero, ¿qué particularidades tiene nuestra terreta? ¿Nos enfrentamos a un fenómeno global o tiene colores locales?

Pocos jóvenes conocen que el riesgo de sufrir Covid persistente se coloca en el 30 %, a pesar de que pasen la fase aguda como un constipado. Hablamos de fatiga crónica, de migrañas o dolor para toda la vida, ¿quién prefiere eso a un pinchazo? No se ha dicho lo suficiente. Tampoco se ha insistido en que las cifras de protección de cualquier vacuna están por debajo del 100 %, de ahí los esperables contagios (siempre más leves) en gente vacunada. ¿Por qué no se puede salir del pensamiento blanco-negro?

En los momentos más duros del año pasado, me preguntaba a menudo si la gente de Trump, Bolsonaro o Miguel Bosé estaría dispuesta a firmar un consentimiento informado para no ser atendidos por Covid. Para ceder generosamente su box al que se hubiera quedado en casa. Si se podría elevar también a debate nacional, como se hace con las libertades, la opción de no asistirles dado que negaban enfermar, protegerse y proteger al prójimo. En los momentos menos dramáticos volvía a pensar de forma benévola y simplemente pensaba en la pedagogía: organizar paseos “turísticos” por la planta Covid con el EPI puesto. Explicar y difundir el “exceso de mortalidad” (oncológicos no operados, gente joven muerta en su casa por una fractura o una ambulancia que tardó demasiado…). Macron ha dado un volantazo al espíritu moderno con sus medidas y alza la voz: “esta vez se queda usted en casa no nosotros”. Si quieres una vida pública, viene a decir, deberás estar vacunado. 

Terminamos nuestro paso por el túnel con el mismo silencio respetuoso que precisa el paseo por la nave de una catedral. A la salida, encontraremos a los franceses despachar a cara descubierta en terrazas e interiores, con un desprecio sorprendente por la situación que nos acosa. A pesar de señalarnos oficialmente como país de riesgo, nadie ha parado nuestro coche en la frontera. En la maison d´hôtes en la que dormiremos, el anfitrión entra sin mascarilla hasta nuestra habitación misma. Nuestro hábito intimida a hosteleros y turistas, uno se siente algo ridículo. Una artista local, en una exposición que visitamos, se disculpa por no llevarla puesta: nos lee el miedo en los ojos y se la pone enseguida.

Los franceses pueden estar orgullosos de su Revolución, no cabe duda que están empoderados. Pero ¿y nosotros? ¿Por qué nos cuesta tanto sacudirnos el complejo de inferioridad? ¿Acaso no somos ilustrados? Parece ser que no tanto, la Modernidad se quedó estancada en los Pirineos cuando Fernando VII vetó la entrada de los valores civilizados. Nos llegaron con tanto retraso que parecemos nuevos en el mantra del viejo continente, ¿somos atrasados? ¿Sumisos? ¿Quizá menos individualistas, más comunitarios? Nunca hubiera dicho que nos hemos hecho más racionales que el resto de Europa, ¿lo somos? No me interesan tanto las preguntas de la gente sino el lugar desde el que las hacen, la historia que llevan a cuestas.

No se nos ha enseñado el orgullo patrio, pero a veces deberíamos perder el pudor y sacar cabeza. Según una encuesta del CIS publicada en mayo, 85,4% de españoles está dispuestos a vacunarse y todo apunta a que, con una red sanitaria bien robusta, superaremos el techo de otros países. Mientras en España, en enero, el 80 % de los sanitarios estábamos vacunados, el 70 % de los sanitarios alemanes todavía se lo estaba pensando. Apelaban a la falta de información, ¿acaso sabíamos más nosotros? Sabíamos lo mismo, pero nos tiramos al agua. Se le puede llamar obediencia, responsabilidad, temeridad o ideal de servicio, pero muchos le dimos pocas vueltas porque teníamos la atención puesta en el tajo. Nos sabíamos inmersos en un ensayo clínico a escala planetaria, pero había poca escapatoria. En el 37, mi abuelo corría hacia el refugio cuando sonaban las alarmas y no se abrigaba por si cogía un resfriado. Además, mi mundo es tóxico, me dije, igualmente me la juego con un filete de atún o una lechuga llena de nitratos. Cuando recibí el pinchazo, en enero, sólo había un puñado de voluntarios vacunados pero ahora son mil millones en el mundo y se sabe su efecto: negarse parece delito.

Terminamos nuestro periplo por Francia. Hemos recogido a la niña, que ya chapurrea el francés, y encaramos de nuevo el túnel de Somport. Rocío viaja enfrascada en sus cascos, nosotros en el paisaje. El silencio de la montaña es el mismo pero las preguntas bullen en mi cabeza. Somos seres contradictorios, me digo. Sin embargo, el techo vacunal habla de algo más profundo que una contradicción humana: habla del final de un relato. Los manifestantes corean “este es el final de una era”. Pero es un final, si acaso, promovido por la defensa individualista de los valores modernos de espaldas a la comunidad. Un terrible malentendido. Se buscan nuevas certezas, no cabe duda, pero se hace a traspiés. Los adalides de la libertad no dejan de regalar sus datos, el nuevo petróleo del capitalismo, cuando abren sus smartphones, pero creen que nadie manda sobre ellos. Hace tiempo que somos el producto de grandes corporaciones digitales pero nadie nos debe robar nuestro destino. Enfermaremos si nos da la gana.

Cruzamos de nuevo el control aduanero sin que nos paren. Somos Comunidad Europea. Traspasar una frontera es vérselas con una línea imaginaria, una abstracción, un consenso. Es la huella poderosa de los humanos cuando la emprenden con las máquinas o los mapas. Cuando educan de una manera o de otra también levantan muros, cuando eligen a ciertos políticos, compran determinados mensajes.

Asomamos al Pirineo de Huesca y me doy cuenta de que nunca antes me había sentido tan extranjera en el país vecino. La vegetación se hace mate, la montaña se olvida del agua y se va aplanando de forma suave, cambia el verde por el castaño y el color ceniza. Relajo la vista por un horizonte amplio que pronto será meseta, será caliza, sed y peñascos pelados; mi mundo parece un manchón extenso que pide lluvia. En el primer bar donde paramos ya no huele a mantequilla sino a sofrito de ajo. Mi país estimula de forma distinta los sentidos, me digo, espero que también se note en las conciencias.

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