El populismo era la verdad de los pobres. O la fe, vete a saber. A principios de siglo XXI una ristra de personajes dieron vida a sus propias ficciones y, con ellas, a las ficciones de la nación
VALÈNCIA. Leo con entusiasmo la noticia de una joyera de València que ha aceptado dos años de prisión por robar (presuntamente) una tiara de Evita Perón. El titular es tan fantástico que me sumerjo de lleno en el relato del acontecimiento. Una trama de compraventa de joyas, subastas internacionales y operaciones de la Interpol que han dado como resultado la desaparición, por enésima vez, de la tiara de la primera dama argentina. Tanto trabajo, tanta pesquisa y tanto vacío, lo único de lo que somos dueños. Me fijo en las fechas, en los escenarios, en los personajes, e intento trazar una secuencia que vaya de 1952 a 2018, que mantenga cierta lógica y cuya narrativa esté a la altura de los vaivenes de los objetos de Evita, e incluso de Evita misma como objeto. Más allá de la vida y de la muerte.
Su tiara de mano en mano, como su cadáver y su nombre. Porque una vez atrapado en el hechizo de Santa Evita, uno no puede ponerle fin a una historia cuyas ramificaciones llegan hasta nuestros días y hasta nuestras joyerías de confianza. Digamos que hay ficciones que no cesan, como los rayos, y que continúan vivas aun a fuerza de perder todo su glamour.
Evita fue esa señora que se peleó con Carmen Polo, la primera dama de Franco, porque en su visita oficial a España en 1947 pretendía ir con su anfitriona a pasear a los barrios humildes de Madrid. En cambio, la primera dama asturiana se molestaba solo de pensarlo, porque a los rojos solo se los podía visitar desde el coche oficial o desde el otro lado de las rejas. Los collares de Polo también desaparecieron de las joyerías de Madrid, por cierto, pero de una manera más chusca. Lo cual demuestra que nunca estaremos a salvo del ridículo.
El populismo es la verdad de los pobres. O eso creíamos. Historias que crecen, discursos que prenden otros discursos, mentiras que imaginan una realidad que reconfigurar nuestro orden moral, que ajustan categorías como justicia o maldad. Lo cual demuestra también que vivimos gracias a la ficción que decidimos.
He leído con entusiasmo la noticia de la joyera de Valencia que no ha devuelto a su legítimo dueño la tiara de Evita Perón, porque gracias a ese cuento he recordado las promesas de los porteños para que la jefa espiritual de la nación argentina no muriera de cáncer a los 33 años. Batir el récord de vueltas al Obelisco de Buenos Aires hasta morir 8 días después de un paro cardíaco. Batir el récord de ayuno con 22 días sin beber agua. Caminar de rodillas por toda la Plaza de Mayo, de cinco a diez de la mañana, hasta que la rótula quede al descubierto. “Cada dos o tres horas, alguno de los creyentes alcanzaba un nuevo récord mundial de trabajo ininterrumpido, ya fuera armando cerraduras o cocinando fideos. El maestro de billar Leopoldo Carreras hizo mil quinientas carambolas al hilo en el atrio de la basílica de Luján… Se batían marcas de vuelo en planeador, caminatas con bolsas de maíz al hombro, repartos de pan, marchas a caballo, saltos en paracaídas, carreras sobre carbones encendidos y sobre púas afiladas”.
Nunca ha habido libro mejor sobre el delirio de los caudillos. Dicen que Severo Sarduy escribió sobre Fidel Castro en De donde son los cantantes, al hacer descender de la sierra a un Jesucristo que, tras la larga marcha, ya se había convertido en apestoso a su entrada a La Habana. Hasta los detractores contaban historias, lo cual demuestra que la ficción es un arma de doble filo.
El populismo era la verdad de los pobres. O la fe, vete a saber. A principios de siglo XXI una ristra de personajes dieron vida a sus propias ficciones y, con ellas, a las ficciones de la nación. Vladimir Putin con el torso desnudo pescando en lagos siberianos. Hugo Chávez apareciéndose una vez muerto, en forma de pájaro sobre la cabeza de Nicolás Maduro. Cristina Fernández de Kirchner enterrando a su marido, muerto también de cáncer, rememorando aquella pareja Juan Domingo – Evita Perón. Evo Morales inaugurando la nación indígena. Lula da Silva sacando a 28,7 millones de personas de la pobreza. Todo era ficción en los despachos de Chicago.
Que llamen populista a Jair Bolsonaro solo puede tener dos explicaciones. O nos han robado las palabras o las palabras han acabado engullendo hasta la basura que carece de imaginación y de mitología. Nadie podría llevar la silueta de Bolsonaro en un bolso o en una camiseta, y sin embargo, lucimos la melena y la mirada del Che Guevara sobre todo textil posible, porque el Che Guervara siempre fue más dúctil y más portátil y porque a la extrema derecha no hay quien le cante como canta Compay Segundo. A lo sumo podrán contarse chistes a sí mismos, cuando Arévalo sea candidato de Vox a la alcaldía de Valencia y comience sus mítines halando en gangoso.
Jair Bolsonaro es un golpe de realidad en numerosos aspectos. El fin de la ficción de la izquierda. El regreso de la violencia legal. El cansancio social. El fin de la ficción misma, porque no va a venir nadie a sublimar a Donald Trump, a Rodrigo Duterte, o a Matteo Salvini y escribirles una novela decente. Lo cual demuestra que la realidad no solo ha superado a la ficción, sino que la ha pulverizado.
El populismo no es solo la verdad de los pobres, es también la verdad de los hijos de puta, cosa que a principios de siglo XXI no supimos ver. Y eso que Carmen Polo se paseaba por todas las joyerías de Madrid escogiendo joyas y dejándolas a deber eternamente. El franquismo fue eso: el expolio de sortijas para vestir a viejas envidiosas del carisma de la primera dama argentina. Pura vanidad sin objeto.
Ahora no queda rastro de esas leyendas. Los caudillos de hoy carecerán de mística en el futuro, porque lo que Google recordará de ellos serán afirmaciones escandalosas, estampas de vergüenza ajena y salidas de tono. Un Presidente disparando con una escalera y pidiendo la muerte antes de tener un hijo gay. Otro Presidente abandonando un paraguas sin cerrar a la entrada de su avión privado. O un Ministro del Interior posteando en Twitter una cena entre amigos el mismo día en que se derrumbaba el puente Morandi en Génova y aplastaba a más de cuarenta personas. El populismo de antaño, al menos, mantenía cierta estética. Lo que ellos llaman superioridad moral es en realidad cierto sentido del espectáculo.
Leo sobrecogido la noticia del apuñalamiento de un científico ruso por parte de su compañero de misión en el observatorio antártico de Bellingshausen. La razón del asesinato, en ese paisaje de descampado lunar que muestran las fotografías de la base, fue que el científico le desvelaba constantemente al asesino los finales de las novelas que estaba leyendo. Lo cual demuestra que no es aconsejable que se desvelen de manera abrupta las ficciones que nos permiten vivir.