VALÈNCIA. Hace unos años, durante una entrevista con Hidrogenesse escuché una de esas declaraciones que automáticamente quiero hacer mías. “Una de las cosas más poderosas que puedes hacer hoy es rechazar la información”, decían. A partir de ese momento, puse en práctica como táctica de supervivencia algo que ya venía ejercitando.
Negarse a saber algo en la era de la sobreinformación ya es una medida de higiene mental. Así pues, ahí va una pequeña lista de información que no necesito (lo confieso, le he cogido gusto a expresar en público lo que no quiero o no me gusta, ya parezco una canción de los Ramones). No quiero saber lo que opina el mundo sobre las confirmaciones de los festivales del próximo verano (esto incluso puede que ya lo haya manifestado, pero me encanta decirlo). No quiero ver realities ni concursos ni reportajes de investigación. Rechazo contacto alguno con galaxias como tele 5, donde un montón de figuras endogámicas se abroncan todo el tiempo alrededor de asuntos que cuando no dan igual dan vergüenza ajena. Y si pudiera, evitaría ver las noticias, una costumbre que aún mantengo no sé muy bien por qué motivo. Imagino que para no perder completamente la comunicación con la implacable realidad del mundo en el que, me guste o no, también vivo.
Hay una serie de temas sobre los cuales no quiero saber nada. Ni me los mentéis, please. La pasión por la comida, eso que ahora se llama ser foodie (o se llamaba; cómo todo va tan rápido y yo no presto mucha atención, igual han sido exterminados todos ellos y no me he enterado), no lo quiero ver ni en pintura. Sobre todo porque si algo de comer está bueno, quiero que me sirvan un platazo, no algo que parece una demo culinaria. Cuando se celebran mundiales, hago lo posible por no saber cuándo juega España (imposible no enterarse, claro, docenas de humanos gritan de alegría o desolación en sus casas). Pero sobre todas las cosas, si hay una información de la que huyo sistemáticamente como si pudiera contagiarme una enfermedad mortal, es la referente a Eurovisión. Eurovisión me importa un cojón de mico.
La última vez que viví con emoción este concurso debió ser cuando ganó Abba. Aquella edición sirvió para que todos los que no éramos suecos supiéramos que existía Abba. Como buen protohipster que era ya de niño, me compre el single de ‘Waterloo’ encantado de la vida. Pero mi primera noción del festival se remonta aún más en mi infancia. Massiel, Salomé, el programa Pasaporte para Dublín. Karina, Mocedades. Cuando eres un niño este tipo de asuntos por supuesto que importan y jamás podré olvidar los comentarios que suscitó en mi entorno el hecho de que Sandie Shaw cantara con los pies descalzos. Nunca entendí a qué venía tanta extrañeza, pero creo que por culpa de eso desarrollé una cierta tendencia al fetichismo del pie. Ah, Remedios Amaya también cantó descalza. Pusieron a parir la canción, que encima quedó la última. El flamenco aún no se había normalizado (le pasaba algo parecido a lo que despiertan ahora el reguetón y el trap, era música despreciada) y nadie entendía que encima, fuera flamenco tecnopop. Vicente Fabuel, que siempre ha sido un verdadero sabio musical, publicó un esclarecedor artículo en el fanzine Editorial del Futuro Método contando quién era Remedios Amaya. Por cierto, Hidrogenesse también tienen una versión de la denostada ’¿Quién maneja mi barca?’
No sé en qué momento dejó de importarme que España ganara o perdiera en Eurovisión, pero debió de ser hace un milenio. Y con cada nueva edición, la posibilidad de que recupere el interés es cada vez más remota. El certamen se ha convertido en uno de esos eventos que son lo que los internautas quieran que sea. Un espectáculo que ha robustecido su significado gracias a las redes sociales. Los debates encendidos a favor o en contra de tal canción o de esa artista son los verdaderos protagonistas de un acontecimiento televisivo cuyo éxito se mide en tuits y posts. Por supuesto que en Azerbaiyán, Malta y Montenegro tienen tanto derecho a hacer pop como lo tenemos los valencianos o la gente de Zamora. Pero por favor, os lo ruego, que nadie me pida que me quiten el sueño las estrategias de voto de esos jurados extranjeros que, o van puestos, o proceden de otro planeta.
Escribo esto porque estamos en enero y ya han comenzado los debates sobre el festival, que se celebrará en mayo. Se ha conocido al representante y a su canción –no la he escuchado, ni siquiera para escribir esto, recordad que yo hay informaciones ante las cuales me blindo- y ya habido pollo virtual. Tengo la teoría de que da igual qué canción mandemos, España va a perder siempre. En aquel festival vetusto en el que comparecíamos con la esperanza de que Europa nos tomara en serio o nos diera una palmadita en la espalda, aún teníamos alguna oportunidad. En el festival del siglo XXI es evidente que no tenemos ninguna. Ni mandando a Rodolfo Chikilicuatre –la última vez que le presté atención al asunto, confieso que el invento gozaba de mi simpatía y me parecía más que procedente- ni mucho menos a Pastora Soler. No sé explicar los motivos pero me da la sensación de que si en el pasado no pegábamos ni con cola, ahora, en esta nueva distribución continental, somos el exotismo menos gracioso, la extravagancia más sosa el pato que se perdió en el garaje, yo qué sé.